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09/05/2011 | EE.UU. - El hombre que cazó a Bin Laden

Anna Grau

Después de criticar tanto la política antiterrorista de su predecesor, Obama ha mantenido en su equipo de inteligencia a varios de los principales responsables de este modelo.

 

John O. Brennan es el zar antiterrorista del presidente Barack Obama. Oficialmente ostenta un título más florido, más complicado (asesor adjunto para la Seguridad Nacional y el Contraterrorismo) y, sobre todo, que no requería la aprobación del Congreso para ser confirmado. Y es que a Obama le habría gustado poner a Brennan a dirigir la CIA, pero no pudo ser. El ala demócrata más progresista no soportó que la central de inteligencia quedara en manos de un hombre que llegó a ser su director adjunto bajo el mandato de George W.Bush.

¿Significa eso que el relevo de Bush por Obama no provocó un relevo igual en el mundo de la inteligencia? ¿Tienen razón los que apuntan que en realidad el actual presidente ha cazado a Osama Bin Laden con el equipo y las tácticas que heredó de su antecesor? ¿Qué parte de mérito, exactamente, corresponde a quién en la Operación Gerónimo?

La realidad es bastante más complicada de lo que se ve en las películas e incluso en los periódicos. Los cargos de los directores de la CIA y del FBI no son electivos. No mutan automáticamente cada vez que cambia el gobierno. Por supuesto, son cargos que cualquier presidente prefiere cubrir con gente de su total confianza, pero eso tampoco es una ley de hierro. Por ejemplo, cuando Bush hijo llegó al poder, su plan era poner a Donald Rumsfeld al frente de la CIA. Bush padre le quitó la idea de la cabeza, no se sabe si a causa de su propio e histórico enfrentamiento con Rumsfeld —cuando ambos servían en la Administración Ford—, o por si creía de verdad que era malo nombrar a un nuevo jefe de la inteligencia americana demasiado a menudo. Entonces Bush hijo se avino a mantener al director de la CIA que había heredado de Bill Clinton, George Tenet, y a Rumsfeld le dio el «premio de consolación» del Pentágono.

Lucha contra la fractura

Brennan llegó a ocupar los más altos niveles de la CIA con Clinton. En 1996 era el jefe de la estación de Riyahd, la capital de Arabia Saudita; en 1999 le hicieron adjunto a Tenet; y en 2001 se convirtió en el director ejecutivo adjunto de la agencia. Fue suya la ardua tarea, después del 11-S, de centralizar la lucha antiterrorista, tratando de poner remedio a la trágica división bicameral de la inteligencia —la CIA por un lado, el FBI por el otro, y ambas agencias enfrentadas con todo lo demás— que fue una de las causas de que la amenaza de Al Qaida no hubiese sido detectada ni valorada a tiempo.

Es difícil entender cómo un presidente que llega al poder en gran medida cargando a tumba abierta la política antiterrorista de su predecesor luego insiste en mantener a su vera a uno de los más destacados responsables de esta política. Bien es verdad que Brennan abandonó el servicio público para irse a trabajar como asesor privado de inteligencia en la última etapa de la Administración Bush. Podemos suponer que tomó esta decisión por algún grado de desacuerdo con lo que se estaba haciendo, vista la prisa que se dio en volver a la Casa Blanca en cuanto Obama le llamó.

A día de hoy Brennan no se despega del presidente, despacha con él día sí, día también (el éxito de todos los zares de la inteligencia se mide históricamente por la línea directa que tienen con el Despacho Oval), y fue una de las tres personas que se montó con él en el helicóptero para su histórica visita a la Zona Cero esta semana. Brennan tampoco ha dudado en formular críticas explícitas al «waterboarding» o ahogamiento simulado, y a otras «técnicas mejoradas de interrogatorio», como oficialmente se las suele denominar en Estados Unidos, adoptando una posición de beligerancia y de superioridad moral desde la presente Administración.

Por todo esto la posición de Brennan no ha sido precisamente fácil. Observado con suspicacia tanto por los amigos como por los enemigos de Obama, la suya es una tarea en la que se trabaja con cero errores y donde en general lucen mucho más los fracasos que los éxitos. Especialmente cuando la amenaza antiterrorista pareció atomizarse, pasar de los grandes atentados espectaculares tipo 11-S, al infinito goteo de pequeñas acciones solitarias, como cuando el yemení Omar Faruk Abdulmutallab trató de aterrizar en Detroit con la entrepierna cargada de explosivos en pleno día de Navidad, o cuando el norteamericano de origen paquistaní Faisal Shahzad aparcó un coche cargado de explosivos caseros en Time Square. Todo ello mientras un exceso de confianza con un agente doble hacía saltar por los aires la plana mayor de la CIA en Afganistán y las asociaciones de derechos civiles seguían pidiendo cuentas de eventuales casos de torturas.

No todo lo que brilla es oro

Brennan se ha quejado a menudo de la utilización del terrorismo como arma política. A principios de 2010, él mismo emitió un informe muy crítico sobre la comunidad de inteligencia en Estados Unidos, cuya alarmante conclusión es que la respuesta a los ataques terroristas en su propio territorio seguía siendo muy inadecuada. La tenaz desconfianza entre agencias, la renuencia a compartir datos y a «conectar los puntos» —con lo cual a veces se sabe lo que hay que saber para prevenir una amenaza, pero no se sabe qué se sabe…— es uno de los problemas. Otro es el contraste entre una legislación muy puntillosa, muy celosa de los derechos individuales, que por ejemplo impide que el gobierno estadounidense espíe legalmente a sus ciudadanos, y la tendencia gubernamental a saltarse esa legislación a la torera, en lugar de adaptarla a la realidad.

Especialistas en inteligencia de todo el mundo se quejan de que en cuanto un terrorista, de Al Qaida o de la organización que sea, consigue poner un pie en Estados Unidos, las posibilidades de atraparle caen en picado. Que la lucha antiterrorista made in USA es mucho más eficaz fuera de sus fronteras que dentro. Después de todo, Bin Laden ha caído en la remota Pakistán, aunque sea en condiciones tan sorprendentes como una mansión-fortaleza para nada discreta, muy cerca además de un cuartel del ejército paquistaní, supuesto aliado de Washington.

¿Se sabrá algún día cuál fue la verdadera génesis, el detonante real, de la Operación Gerónimo? Las informaciones de la propia Casa Blanca son confusas, cuando no contradictorias. De ser cierto que encontraron a Bin Laden tirando del hilo de una investigación iniciada diez años atrás, y a raíz del interrogatorio de un preso de Guantánamo, la frontera entre las Administraciones Bush y Obama sería casi imperceptible. Si el éxito tiene un origen más reciente o más casual —por ejemplo, que persiguiendo una pieza menor se vislumbrara de repente la posibilidad de cazar a una mucho mayor—, entonces Obama no le debería nada a Bush, pero a lo mejor sí se lo debería a la suerte. A un inmenso golpe de fortuna que le habría permitido recubrir con las púrpuras del éxito y del trabajo bien hecho lo que quizás no lo es tanto. Mientras, la guerra y el peligro continúan.

ABC (España)

 


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