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20/05/2011 | Danza olfativa

Alberto Benegas Lynch

No es infrecuente la crítica tan despiadada como ignorante a la Revolución Industrial en Inglaterra sin percatarse que precisamente en esa época, merced a las ideas prevalentes en cuanto a la libertad de comercio, comenzaron a revertirse las condiciones de la gente y, por primera vez en la historia de la humanidad se habló sobre “la cuestión social”.

 

Ya no era posible que solo la nobleza viviera en condiciones razonables (aunque ella misma padecía infecciones incurables solo por una muela o debía hacer sus necesidades corporales en pajonales porque no existían baños). La Revolución Industrial tuvo lugar debido a que se eliminaron los carnets para comerciar dentro y fuera del país, los monopolios reales dejaron de imponerse, los precios se liberaron y la asignación de derechos de propiedad fue adquiriendo sentido. Se parlotea sobre este período como si antes de esta revolución los campesinos bailoteaban en torno a ollas siempre humeantes de espléndidos manjares alimenticios, sin tener en cuenta que la condición normal era la muerte prematura, las pestes y las hambrunas, maldiciones que quedaron atrás como condiciones normales de vida y la gente pudo pensar en educación y en los primeros signos de confort elemental fuera de la realeza y sus acólitos.

En el notable libro que comentaré muy brevemente en estas líneas, se describe a las mil maravillas lo que ocurría en la Francia dieciochesca, es decir, en la época pre-capitalista, a través de los olores: “En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles interiores apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina […]; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios a sábanas grasientas […] Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia […] los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias […] El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano como la esposa del maestro […] porque en el siglo xviii no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana […] que no fuera acompañada por algún hedor”. Así escribe Patrick Süskind en El perfume. Historia de un asesino, una novela que vendió doce millones de copias en cuarenta y seis lenguas (en Der Spiegel se mantuvo por nueve años en la lista de best-sellers). Todo el libro es un canto a las glándulas pituitarias. Todo se describe a través del olfato: una danza olfativa, aunque danza macabra por las características truculentas y malvadas del personaje principal que asesina para poseer los olores de la víctima.

Süskind, alemán, hoy de 62 años de edad, hijo de un periodista que se empeñó en mostrar el espanto nazi, estudió historia medieval en las Universidades de Munich y en la Université d`Aix-en- Provence sin graduarse. Recuerdo que cuando yo enseñé en esta última casa de estudios en 1996, un colega me habló efusivamente de ese autor que ya había publicado en 1985 la obra de referencia y que, como queda dicho, traspasó inmediatamente todas las fronteras, hecho que en aquel momento no calibré en grado suficiente. Ese autor no concede reportajes (tal vez con un argumento similar al de Jack Nicholson que dice que eso conspira contra la función del actor que se descubre a si mismo y luego no resulta creíble en los personajes que encarna).

Tampoco Süskind permite que se lo fotografíe (nos recuerda el caso de Thomas Malthus que solo accedió a que lo retraten un año antes de morir en 1833, con la condición que el artista disimulara su defecto en la boca) y no le importa concebir ideas completamente incompatibles con lo “políticamente correcto” como cuando uno de sus personajes (el señor feudal de Tolouse, el marqués Taillade-Espinasse) propone la eliminación de todos los impuestos territoriales y de los productos agrícolas y expone la peregrina idea del establecimiento de “un impuesto regresivo inverso sobre la renta”, lo cual recaía con más fuerza sobre los pobres, situación que los obligaría “a un mayor desarrollo de sus actividades económicas”.

El personaje central de la novela a la que nos referimos, Jean-Baptiste Grenouille, se ejercitó y se aplicó con descomunal esmero en afinar las propiedades de su nariz y llegó a poseer setecientas fórmulas de perfumes, su capacidad olfativa era notable pero “su propia alma estaba sellada”, estaba muerto interiormente, ninguna otra cosa le proporcionaba satisfacción (ni siquiera le llamaba la atención) fuera de las brisas que alimentaban su olfato. Solo las aromas, solo los olores a través de los que reconocía personas, paisajes y situaciones varias. Todo le era referido a categorías y conceptos olfativos que retenía y acumulaba en la memoria de modo indeleble. En las noches más oscuras podía orientarse por los olores. Detectaba los peligros y los estados de ánimo ajenos por medio de sus pituitarias.

La descripción de los procesos de destilación y volatilización, los embudos, frascos, las mezclas, las esencias, tinturas, aceites, probetas y pipetas, la perfecta administración artesanal de las fragancias y bálsamos, las proporciones de alcohol y el manejo cuidadoso de las materias primas como el azahar, el jazmín, la rosa, clavel, bergamota y el romero entre tantos otros, le producía a Grenouille un efecto de orgía indescriptible, una explosión de alegría y satisfacción superlativa.

Sin duda Patrick Süskind en esta su primera novela (después escribió otras) conduce con maestría los ritmos y los tiempos, la arquitectura de su exquisita sintaxis y gobierna la técnica del narrador (que a veces se desdobla en dos o tres en un mismo párrafo). Una vez zambullido en el texto resulta difícil abandonarlo. Uno no puede menos que oler y oler y, por momentos se tiene la sensación que en estas expediciones y aventuras olfativas, el lector recibe una educación y refinamiento de su nariz que, como se dice en el libro, la mayor parte de la gente la usa solo para sonársela o, decimos nosotros, como una decoración más o menos inútil que se encajó accidentalmente en el rostro al solo efecto de poder respirar.

Como es sabido la ficción permite todo tipo de maniobras y acrobacias pero lo que no resulta admisible es situar toda una obra en cierta época y súbitamente dar un salto hacia delante, no como un juego con los tiempos (lo cual es habitual en este género) sino directamente como un error garrafal del escritor. Este es el caso en la obra comentada cuando el narrador describe el pensamiento del personaje principal de este modo: “No veía, oía ni sentía nada, solo percibía el olor a leña, que le envolvía […] Aspiraba este olor, se ahogaba en él, se impregnaba de él hasta el último poro, se convertía en madera, en muñeco de madera, en un Pinocho…”. ¡¡En un Pinocho!!, como es posible si toda la obra transcurre en el siglo xviii, lo cual subraya a cada rato el autor. ¿Como es posible semejante traspié? Pinocho es decimonónico, irrumpe en escena de la mano del florentino Collodi (Lorenzini). Por más malabarismos que autoriza la ficción, este desliz no es permisible: un inaudito, abrupto, desconcertante y no previsto desplazamiento y espectacular brinco de más de un siglo (a las claras no previsto ni por el autor), ya que Las aventuras de Pinocho es de finales del xix. No hay treta literaria que quepa en esta fuga inconcebible al futuro por más benévolo que se sea con el abanico de las ricas posibilidades que brindan las letras insertas en este tipo de narrativa.

En todo caso, entre las muchas vueltas y revueltas en la vida de nuestro perfumista, el libro describe sus horribles asesinatos (no hay asesinato que no lo sea) hasta su última fechoría criminal en la que finalmente es descubierto y condenado. Pero henos aquí que el reo, en el día de su ejecución, se impregna de un perfume que produce un atractivo irresistible en la gente a raíz de lo cual resulta absuelto (incluso por el padre de la víctima quien también cae subyugado por el perfume de marras) y, en su lugar, es condenado un inocente. En esta instancia del libro el lector acostumbrado a los atropellos del Leviatán puede fácilmente imaginar un final distinto dada la mente malévola del canalla en cuestión y las posibilidades que le brindaban sus mezclas olorosas para un poder ilimitado, pero el epílogo no cierra la obra de esa manera. Como este personaje repugnante es incapaz de sentir amor por su persona, es por tanto incapaz de amar a otros (el que se odia a si mismo no se permite la satisfacción de amar a otros), entonces resuelve internarse en un barrio de forajidos envuelto en un perfume tan atractivo que era imposible de resistir, situación que surte el efecto deseado: se le abalanzan y lo destrozan. Esos crápulas quedan sorprendidos porque “por primera vez habían hecho algo por amor”.

Conviene recrear el recuerdo de lo bien escrito y tramas mejor argumentadas, uno debe estar prevenido y en guardia de lo que alguien se refirió como “los chacales de la memoria” que a la más mínima distracción esas bestias de rapiña despedazan y engullen sin el menor escrúpulo lo que se ha disfrutado e imaginado con la buena lectura…claro que también eso constituye un buen pretexto para releer lo que ya había sido abordado con fruición.

Este artículo fue publicado originalmente en el Diario de América (EE.UU.) el 19 de mayo de 2011.

El Cato (Estados Unidos)

 



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