Benjamín Netanyahu, el primer ministro israelí, es un maestro de los falsos berrinches. Se había propuesto poner a Obama contra las cuerdas y lo ha conseguido. Es la segunda vez que lo hace con este presidente y su pretenciosa ambición de conseguir la paz entre israelíes y palestinos.
En la vez anterior sorteó la exigencia estadounidense de congelar de forma
permanente cualquier construcción en los asentamientos ilegales en Cisjordania.
Ahora ha convertido en una condición absurda la premisa elemental, a la luz de
toda la legalidad internacional, de que se negocie la creación del Estado
palestino a partir del regreso a las fronteras de 1967.
Su propósito no puede ser más claro: mantenerse impertérrito ante las
presiones para que negocie y haga concesiones para la creación del Estado
palestino mientras expresa con abundantes gestos retóricos y sentidas protestas
su buena disposición para la negociación. Le va la estabilidad de su difícil
Gobierno, plagado de extremistas y enemigos de cualquier cesión; pero busca algo
más estratégico: seguir ganando tiempo, ayudar a los republicanos para que
quiten a Obama de la Casa Blanca en 2012 y, sobre todo, esperar a que amainen
las protestas árabes sin ceder ni un centímetro de la tierra bíblica.
La actuación del primer ministro israelí durante esta semana washingtoniana
ha sido espléndida, todo un éxito. Su agenda incluía una intervención antes de
partir ante la Knesset, el encuentro en la Casa Blanca con Obama, un discurso
ante el principal lobby americano-israelí, y su solemne intervención ante
las dos Cámaras bajo la cúpula del Capitolio en Washington. Todo se ha saldado
de la mejor forma posible para él. Sale reforzado en Israel y convertido en una
estrella de la oposición a Obama en Washington, con unanimidad republicana y
buena entrada entre los demócratas, sensibles ante la pegada del mensaje de
Netanyahu entre su electorado judío.
La técnica del berrinche, tan propia de los niños consentidos, siempre deja
al artista en posición de quien merece todas las explicaciones y satisfacciones,
incluso muestras de afecto y complicidad. Obama hizo con Netanyahu todos los
números y reconoció casi todos sus argumentos: los palestinos no deben buscar el
reconocimiento unilateral de Naciones Unidas, la unidad entre Al Fatah y Hamás
no es posible mientras este último grupo siga sin reconocer a Israel, no hay que
hablar ahora de refugiados y de Jerusalén... Pero dejó un flanco abierto: Israel
debe dialogar a partir de las fronteras anteriores a 1967, las únicas
reconocidas internacionalmente, y negociar a partir de ellas los intercambios de
territorio que haga falta.
Esta posición, de amplio consenso europeo e internacional, apoyada por muchas
voces dentro y fuera de Israel y EE UU, incluidos los anteriores presidentes, se
ha convertido en anatema cuando la ha enunciado Obama, gracias a la estudiada
pataleta de Netanyahu. El primer ministro israelí quería precisamente lo
contrario: que Obama ratificara una carta de Bush a Sharon de 2004, en la que el
maleable presidente republicano admitía que la posición de partida eran los
cambios sobre el terreno, es decir, las ocupaciones ilegales. Los halcones
israelíes pretendían convertir este documento en un acta de legitimidad de las
ocupaciones, una especie de Declaración Balfour para las colonias ilegales.
Obama no podía ceder con tal gesto, pero ha cometido un pecado: ha hecho el
gesto exactamente contrario, señalar las fronteras de 1967.
No sabemos qué sucederá si EE UU e Israel no aprovechan la actual oportunidad
para encauzar rápidamente el conflicto y cerrar lo más pronto posible un acuerdo
de paz. No está de la mano de los débiles y divididos palestinos hacerlo, aunque
algún margen tienen para alejarse del desastre. Pero hay un mundo nuevo que no
espera, con potencias emergentes, una demografía cambiante y poderosa y un
impulso democrático que darán la vuelta a las coordenadas clásicas del
contencioso y pueden arrinconar a los actuales protagonistas.
El nuevo revés de Obama ante Netan-yahu sería un incidente de recorrido, un
mero juego en el largo setque ambos mandatarios están librando sobre
Oriente Próximo, si no fuera también otro roto en la nueva política árabe de
Washington, con su clamoroso silencio sobre Arabia Saudí y la exhibición de una
prudencia similar a la empleada en los primeros días de la primavera árabe con
Mubarak ante la criminal actuación de Bachar el Asad.
El balance final del cruce de discursos entre ambos deja al proceso de paz en
peor situación que antes, con las partes más alejadas y más clara la trayectoria
de colisión, para septiembre, cuando la Autoridad Palestina pida y obtenga el
reconocimiento del Estado palestino en la Asamblea General de Naciones Unidas
con un voto en contra de Washington. La credibilidad del giro árabe de la
política exterior de Obama quedará dañada entonces, como ya ha quedado dañada
ahora, después de la terrible estocada que acaba de recibir de su aliado.