Si la primavera árabe se ha caracterizado por el desbordamiento de las ilusiones, el verano árabe se definirá por las incertidumbres. Transcurridos cinco meses del estallido de las revueltas, la ola de cambio se ha partido en tres olas menores.
Túnez y Egipto han roto radicalmente con el pasado, pero su futuro dista de
estar asegurado: son la ola democrática. Argelia, Marruecos, Jordania y Arabia
Saudí han optado por abrir la espita de las reformas para así quitarse la
presión popular de encima: son la ola reformista. Libia, Siria, Yemen y Bahréin
han optado por la fuerza: son la ola represora.
Gestionar un panorama como el que presentan estas tres olas es sumamente
complicado: la comunidad internacional está concentrándose en los casos extremos
(de democracia o de violencia) y dejando de lado los casos intermedios (los
reformistas). Esto tiene sentido, pues lo prioritario en este momento es
conseguir, a un extremo, asegurar que se celebren unas elecciones democráticas
limpias y justas en Túnez y Egipto y, al otro, poner fin tanto al conflicto
bélico en Libia como a las matanzas en Siria. Por un lado, nada nos interpela
más que la extensión de la democracia a Túnez y Egipto: son dos faros que pueden
iluminar todo el mundo árabe y poner fin a la anomalía democrática que allí ha
venido rigiendo. Por otro, nada nos divide y pone más a prueba nuestra
coherencia que la respuesta ante el uso de la violencia: en el recorrido que va
del envío por Francia de material antidisturbios a Ben Ali al ofrecimiento de
helicópteros de ataque a los rebeldes libios hay un trecho tan largo en lo
conceptual como escaso en el tiempo. No obstante, como se desprende de la
tibiedad con la que Europa y Estados Unidos tratan a los escasamente ejemplares
países del golfo Pérsico, o como se adivina en las dudas sobre si exigir la
salida del poder de Bachar el Asad en Siria, ni Washington ni Bruselas las
tienen todavía todas consigo a la hora de dar una respuesta unificada y
coherente a casos que en el fondo son bastante similares.
Cerrar la herida en la continuidad de las reformas democráticas que supone
Libia y poner fin al oprobio que significa la salvaje represión siria es
crucial, de ahí que la UE se haya por fin lanzado a abrir una representación en
Bengasi y a incrementar la presión sobre El Asad. Pero no conviene olvidar a los
regímenes reformistas: si algo hemos aprendido en los últimos meses es a
sospechar de las manifestaciones de estabilidad que vienen de países no
democráticos con importantes déficits sociales. Además, las dificultades que la
comunidad internacional está teniendo a la hora de actuar sobre aquellos que,
como Gadafi en Libia, El Asad en Siria o Saleh en Yemen, optan por la violencia
contra sus ciudadanos proporcionan una razón adicional para asegurarse de que
aquellos que, como Marruecos o Argelia, han optado por la vía reformista (en
distintos grados) no lo hagan de forma puramente táctica, sino realmente
comprometida y sin posibilidad de marcha atrás.
Con razón, Estados Unidos, la Unión Europea y los organismos internacionales
se están volcando en asegurar el éxito de las reformas en Túnez y Egipto: en las
últimas semanas hemos visto, sucesivamente, importantes anuncios de ayuda
provenientes de Washington y Bruselas (condonación de deuda, créditos,
asistencia técnica y acceso a mercados), a los que se ha sumado el Banco
Mundial, el G-7/G-8 y pronto lo hará el Fondo Monetario Internacional. Aunque
ambos países celebrarán pronto elecciones, no son las urnas las que darán de
comer a tunecinos y egipcios: con un turismo hundido, los inversores
internacionales en compás de espera y unas fronteras con Libia por donde se
filtra la inestabilidad y los refugiados, las perspectivas de crecimiento
económico en la región ya han sido revisadas a la baja, de un 5% estimado
originalmente a un 3,5%. Aunque desde Europa parezcan cifras de crecimiento
aceptables, no lo son para estos países, pues esos ritmos de crecimiento no
permiten cubrir el inmenso déficit social, ni crear el suficiente número de
empleos para el ingente número de jóvenes desempleados que hay en dichos países.
La democracia es un proyecto frágil e incierto: de la última ola
democratizadora, las revoluciones de las rosas en Georgia, naranja en Ucrania o
de los tulipanes en Kirguizistán han acabado empantanadas en la mediocridad de
unas élites corruptas y con resabios autoritarios y unas instituciones frágiles
y de baja calidad democrática. Es precisamente lo que se trata de evitar
ahora.
jitorreblanca@ecfr.eu