¿Será esta la última batalla de Silvio Berlusconi? O más bien hay que preguntarse: ¿cómo el jefe de Gobierno italiano ha podido sobrevivir a tantos sinsabores, la mayor parte autoinfligidos? La debacle en las elecciones municipales, confirmada ayer con la pérdida de las alcaldías de Milán y Nápoles, diezma las filas de su partido, el Pueblo de la Libertad; siembra la duda sobre la continuidad de la coalición entre sus socios de la Liga Norte; y podría abrir un nuevo ciclo en la vida política del país.
Berlusconi llegó al poder por una variedad de razones. La primera se nutría
de hastío y novedad. Hastío por la política y los políticos de la llamada I
República Italiana, con su tangentopoli, de comisiones y enjuague de
cargos; y novedad de comprobar si un hombre de negocios, que se había hecho a sí
mismo pero también así mismo, podía traer un cambio saludable. La segunda, que
la oposición no era una gran alternativa. El partido comunista sufría una
profunda transfiguración que le ha llevado hasta su presente encarnación como
izquierda para un barrido y para un fregado; y los diversos socialismos estaban
tan pringados como la derecha en el Antiguo Régimen. Finalmente la tercera, que
el nuevo líder no fue nunca el no-va-más electoral, puesto que perdió dos de
cinco elecciones nacionales, una de ellas ante competidor tan poco excitante
como el democristiano Romano Prodi.
Pero tenía que haber algo más. Italia es un país de reputación antes que de
imperio de la ley. Los problemas del político-empresario con la justicia, aunque
dañaran el prestigio exterior de la República, no eran tan inequívocamente
condenables para una parte del electorado. El catolicismo mediterráneo, que para
algo cuenta con el sacramento de la confesión, es tan escéptico de todo lo que
se ve como creyente en el misterio. Eso se llama fe. El hombre ha nacido para
errar, y si es un político, mucho más. Por ello, un bloque no menor de votantes
había preferido creer que carecían de base las acusaciones contra el líder de
peculado, soborno, e irregularidades institucionales de todo tipo, o incluso que
no había para tanto.
La reputación, sin embargo, es otra cosa, en especial en el terreno de las
mores, y doblemente si estas afectan al sexo opuesto. Las fiestas, con el
llamado bunga-bunga, en su residencia sin duda de recreo; las
acusaciones, fundadas o no, de inducción a la prostitución de jovencitas; y lo
que la moral recibida llamaría "vida disipada" del presidente del Consejo, han
dañado su imagen ante precisamente una parte del país que le era imprescindible
como caudal de sufragios. La propia Iglesia católica, que había aceptado como
mal menor a un divorciado -y ya dos veces- de piedad ignota, difícilmente podía
seguir apoyándole ni siquiera tácitamente. Parece probado que tanto en Milán
como Nápoles el voto católico ha cambiado de caballo. Y el mismo Berlusconi
había experimentado en los últimos años una transformación que lo alejaba de lo
que cabía esperar en un país de reputación y moral católica, con una especie de
insistente negación de la edad, la vejez, y la muerte, cuya cima fue la
declaración de su facultativo in-residence, de que a sus más de 70 años
era virtualmente inmortal.
Pero la derrota no solo puede significar el fin del principio de su retirada,
sino algo mucho más grave. Únicamente su posición en las instituciones había
hecho posible la aprobación de caducidades de ley y otras eximentes que
aliviaran su carga procesal, y si acaba perdiéndola su cuasi inmunidad
desaparece con ella. Aunque eso en absoluto apunte, sin embargo, a un castigo
ejemplar. En una reciente tertulia en París de corresponsales de los principales
diarios italianos, ni uno solo creía que el acosado líder fuera a servir pena de
prisión. Y todo ello mientras la renovación entre sus competidores se mueve con
la mayor parsimonia. El alcalde electo de Milán, Giuliano Pisapia (pronúnciese
Pisapía), es un maduro profesional, pero no de la política, y su gran valedor
nacional, el gobernador de Apulia, Nichi Vendola, exmiembro de Refundación y,
como católico y comunista, heredero de los dos credos que más adeptos han
perdido en los últimos 20 años, es aún una figura relativamente menor.
The Economist titulaba el 28 de abril de 2001: "Por qué Silvio
Berlusconi no está capacitado para gobernar", a la vez anatema y prospectiva
política. Una década más tarde el principio del fin podría haber comenzado.