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05/02/2006 | No podemos marcharnos, ni tras cien muertos

John Keegan

Tony Blair describió el fallecimiento del soldado británico número cien en Irak como una «tragedia», una respuesta pública apropiada, aunque sin nada de excepcional, al anuncio de una baja que se ha vuelto tan tristemente familiar. Recientemente me enfrenté a una noticia similar.

 

El yerno de una vecina fue asesinado en Irak. A última hora de una noche de domingo, un visitante vestido con un traje negro llamó a la puerta buscando la dirección de nuestra vecina. «Debo verla con urgencia», dijo agitado. Hasta la mañana siguiente no me enteré del motivo de su visita. Y de ese modo, en nuestro pequeño pueblo, donde todos nos conocemos, nos alcanzó la realidad de la guerra de Irak. Nunca volveré a sentirme indiferente ante la noticia de una muerte en servicio activo. Este episodio me hizo comprender que cien muertes en combate significan cien rachas de angustia familiar y que, mientras las tropas sigan en Irak, no habrá garantías de que no vuelvan a producirse episodios como ése. Que el número de muertos haya suscitado oposición a la guerra es comprensible. Después de una victoriosa invasión que derrocó a un maligno y peligroso caudillo, la campaña se ha atascado en una caótica operación de seguridad interna que no resuelve nada. No se atisba un final. El Gobierno británico, aunque sin comprometerse, ya ha empezado a debatir el cese de nuestra participación.

¿Qué deberían pensar los electores británicos? Muchos se oponían a la participación en la guerra antes de que empezara. El conflicto se ha vuelto más impopular desde entonces, y ahora socava la autoridad del Gobierno y la principal tendencia de su política exterior, que es mantener unos estrechos vínculos militares, además de políticos, con la Administración estadounidense. Yo apoyé la decisión del primer ministro de ir a la guerra; ¿cómo puedo justificarla ahora? Incluso retrospectivamente, considero la decisión comprensible y justificada. Sadam jugó con la ONU y su conducta amenazaba con poner en peligro la paz de Oriente Próximo. Se negó a confesar que poseía armas de destrucción masiva y de ese modo dio a sus enemigos de la comunidad internacional motivos para emprender acciones contra él. Recibió su merecido.

La cuestión ahora es si persistir en los intentos de pacificar Irak y derrotar a la insurrección que lo enmaraña, sin empeorar la situación. ¿No sería mejor retirar las tropas occidentales y dejar que los iraquíes lidiaran con las dificultades de su país? Ése es el consejo de la desesperación. Los esfuerzos occidentales por reinstaurar un gobierno estable en Irak no han hecho más que empezar. Abandonar ahora supondría condenar a la zona más extensa de Irak (el centro y el sur) a que se la disputaran facciones religiosas que prefieren insistir en la violencia antes que admitir la derrota. La ya espantosa cifra de muertos aumentaría. Los débiles cimientos del Gobierno electo se verían socavados y al caos parcial le sucedería el caos total. También habría consecuencias lamentables fuera de Irak. El desorden podría extenderse a Arabia Saudí, Jordania o Siria, y tentaría a los ayatolás iraquíes a intervenir en el sur de Irak. Lo que comenzó como una pacificación acabaría, por causa de la evacuación, provocando una guerra.

Ahora es fácil ver qué debería haberse hecho pero no se hizo. El Pentágono, que asumió la responsabilidad de la guerra, se opuso con firmeza a permitir que cualquier elemento del régimen baazista colaborara en la transición de la dictadura, aparentemente porque creía que la promesa de la democracia tendría un efecto transformador automático en los sentimientos iraquíes. Estaba equivocado. La decisión de empezar totalmente de cero ha complicado profundamente la tarea que debe realizarse.

En ocasiones, la historia ofrece respuestas. Aunque a regañadientes, los victoriosos aliados en Alemania aceptaron en 1945 la ayuda de ex nazis para reinstaurar el gobierno civil con gran éxito. En un ejemplo incluso más pertinente, los británicos, después de haber derrotado al gobierno sij en Punjab en 1848, alistaron a numerosos regimientos del Ejército sij bajo los colores británicos y los utilizaron para restablecer la paz. El trabajo se hizo ordenando a los oficiales británicos que tomaran el mando de los soldados sij y que se ganaran su lealtad. Probablemente ya sea demasiado tarde para esperar un desenlace similar en Irak. La sedición ya está arraigada. Sin embargo, es pronto para afirmar que la guerra contra el desorden está perdida. Si las tropas occidentales se retiraran, la insurrección simplemente se intensificaría. Ya que hemos iniciado el problema, debemos insistir hasta que se haya restablecido algún tipo de paz.

Los que se muestran críticos deberían recordar que en nueve décimas partes de Irak reina la paz. Miles de ciudades y pueblos no se ven afectados por la insurrección y siguen considerando libertadores a los británicos y a los estadounidenses. No se les puede abandonar a los terroristas, fanáticos y amigos de la difunta dictadura. Insistir en que deberíamos seguir como hasta ahora es un argumento impopular. Pero que sea impopular no implica que sea erróneo.

Resta una última consideración. Oriente Próximo es sumamente complicado, y una de sus complejidades viene dada por la determinación de Irán de convertirse en una potencia nuclear. Retirar a las fuerzas occidentales de Irak ahora supondría alentar a Irán a que persistiera en su desafío nuclear. Aunque una acción militar contra Irán sea impensable, es como mínimo prudente conservar la capacidad para emprender una acción militar en la región.

EDA © The Daily Telegraph

(*) Historiador, periodista y autor de «The Iraq war»

The Daily Telegraph (Reino Unido)

 


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