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16/06/2011 | La crisis griega y el futuro del euro

Lorenzo Bernaldo de Quirós

La crisis griega tiene serias posibilidades de comprometer el futuro de la Unión Económica Monetaria (UEM) Europea. Su impacto desestabilizador sobre la economía y las finanzas de la UEM es la materialización de las críticas formuladas por los euroescépticos en el debate de finales de los años ochenta y primeros noventa sobre los costes y beneficios de la introducción de una moneda única.

 

Por un lado, la instrumentación de una política monetaria común para economías con estructuras y posiciones cíclicas diferentes en un entorno, como el europeo, de escasa movilidad del factor trabajo se traduciría en la generación de serios desequilibrios en las fases altas del ciclo, por ejemplo burbujas de activos y pérdidas de competitividad, que sólo sería posible corregir en las etapas bajistas a un elevado coste social y económico. Por otro, la ausencia de una política fiscal centralizada imposibilitaba amortiguar mediante transferencias de renta los shocks asimétricos a los que se puedan enfrentar las economías integradas en una unión monetaria. En suma, Europa no era un área monetaria óptima y, en consecuencia, era un error adoptar una divisa común.

La situación actual de la Eurozona es la contrastación empírica de la crítica euroescéptica. Los países de la periferia incurrieron en un alto endeudamiento del sector privado durante la fase expansiva alimentado por una política de dinero barato, acumularon una creciente pérdida de competitividad y, cuando llegó la crisis, se embarcaron en estrategias fiscales expansivas para reactivar la demanda y/o para evitar la bancarrota de sus sistemas bancarios. Ahora, sin poder devaluar no tienen posibilidades de mejorar su posición competitiva y crecer. En consecuencia, carecen de la capacidad de generar los ingresos necesarios para pagar sus deudas. En este contexto, la alternativa de la devaluación interna, esto es, de una caída de los precios y salarios domésticos durante el período necesario para restaurar su competitividad es una terapia larga y dolorosa y la rápida reducción del trinomio gasto-déficit-deuda no basta para relanzar la actividad cuando el canal del crédito está obturado. Aunque necesarias, tampoco son suficientes las reformas estructurales. Las políticas de oferta tardan tiempo en surtir efecto. El final de la película es la amenaza de default.

En términos estilizados y con diferente gradación, esta es la situación de los países de la periferia europea: Grecia, Irlanda, Portugal, España y, si la tendencia no se invierte, de Bélgica y de Italia. El armazón institucional de la unión monetaria no ha resistido una perturbación económico-financiera como la que se desencadenó a raíz de la crisis de las subprime en el verano de 2007. Los mecanismos arbitrados hasta el momento para evitar la bancarrota de Grecia, de Irlanda y, hasta ahora, de Portugal, los famosos rescates no han funcionado y sólo han contribuido a hacer el problema mayor y a elevar el riesgo sistémico. Guste o no, los “rescatados” no tenían ni tienen un problema de liquidez sino de solvencia y por tanto no tienen capacidad para hacer frente a sus obligaciones ni la van a tener. Ante este panorama o se arbitran otro tipo de soluciones o la unión monetaria tiene altas posibilidades de saltar en pedazos.

En las actuales circunstancias caben dos opciones. La primera es que los grandes estados de la UEM, sobre todo Alemania, acepten convertirse en los prestamistas de última instancia de la Eurozona. Esto supone asumir el compromiso de realizar transferencias de renta a los países con dificultades y/o convertirse en sus avalistas en un mercado de bonos europeo cuando sea preciso. En la práctica, esto equivale a suponer que los costes para Alemania de una ruptura del euro son superiores a los que le reporta el mantenimiento de la moneda única. Con independencia del espíritu filantrópico de la patria de Goethe e incluso considerando que esas modalidades de ayuda incorporasen una fuerte condicionalidad es impensable que Alemania, su opinión pública, esté dispuesta a desempeñar ese papel. De hecho se ha convertido en el país más euroescéptico de la UE. Por otra parte, las ayudas unidas a la condicionalidad ya se han aplicado a Grecia e Irlanda con resultados desalentadores. En esta situación, quizá Alemania prefiera socorrer directamente a sus bancos en vez de hacerlo por vía indirecta socorriendo a Grecia, Irlanda, Portugal y los que vengan…

La segunda alternativa incorpora a las sabidas iniciativas de consolidación presupuestaria y de introducir reformas estructurales un elemento crucial: La reestructuración de la deuda. Dentro de las diversas posibilidades que ese término incluye y sin renunciar a ellas (extensión de los plazos de devolución o reducción de los tipos de interés de la deuda) la aplicación de una quita, esto es de una reducción del principal, constituye no sólo una medida imprescindible, sino además justa. En los malos tiempos, los acreedores han de soportar pérdidas, del mismo modo que en los buenos obtuvieron pingües beneficios. Esta es la lógica del capitalismo y, a diferencia de lo sostenido por el BCE, no tiene porqué tener un efecto demoledor sobre la estabilidad de la Eurozona, entre otras cosas, porque la actual tesitura europea conduce o bien una reestructuración ordenada y pactada de la deuda o bien a la default.No existe precedente histórico de crisis de deuda que se hayan saldado sin bancarrota en ausencia de quita.

A pesar de las cautelas del BCE, los acreedores se beneficiarían de la reestructuración por dos vías. En primer lugar, una quita pactada con los deudores elimina o, al menos, hace disminuir de manera drástica la incertidumbre. Conforme se restaura la confianza la inversión privada tenderá a aumentar, la fuga de capitales a disminuir y los precios de la deuda en el mercado secundario crecerán. En este escenario, la ayuda exterior sí resulta efectiva porque fortalece la voluntad y la capacidad de pago de los deudores. Al mismo tiempo, ese movimiento facilita enormemente la política de estabilidad presupuestaria y de reformas estructurales impulsada por los gobiernos. Los acreedores no cobrarán nunca si sus deudores quiebran y eso sí resultaría desestabilizador para el conjunto de la UEM.

Los temores sobre la suspensión de pagos de Grecia son sólo la punta del iceberg, esto es, el temor a que una solución fallida a la crisis de deuda griega se repita en el caso de otros estados con problemas. Desde esta perspectiva, Grecia es un test capital para intuir cual será el futuro del euro. Si los gobiernos del Viejo Continente no aciertan a dar una respuesta creíble y definitiva a cómo se solventan las crisis de deuda en una unión monetaria, el horizonte se perfila negro.

El Cato (Estados Unidos)

 


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