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10/02/2006 | Entre Chile y Chávez

Luis Alberto Lacalle Herrera

Sin perjuicio de que quedan por dilucidar otros episodios electorales en distintos países de Iberoamérica, luego de las elecciones llevadas a cabo en Bolivia y Chile, cabe reflexionar acerca de las distintas orientaciones que parecen buscar los gobiernos ya instalados.

 

Sin perjuicio de reiterar que nos parece exagerado y carente de base el afirmar que sopla por el continente un viento de izquierda susceptible de una generalización que incluya en una misma categoría a Chile, Bolivia, Uruguay, Brasil y Venezuela, es posible especular en función de qué «modelo» desarrollarán su acción las nuevas administraciones. Esta especulación sobre el futuro es pertinente por la actitud mental y forma de pensar de la izquierda iberoamericana, tan proclive a buscar categorías y modelos en los que subsumirse, en busca de la comodidad de la fórmula y el molde.

Uno de los caminos es el que podemos denominar «chileno», a partir de la exitosa actuación de la Concertación de izquierda que en ese país desde 1990 gobierna -y lo hace bien- y gana las elecciones desde entonces. La presidenta Bachelet se hará cargo del poder en un país cuyo presidente saliente deja el cargo con un impresionante apoyo del 70 por ciento de la opinión pública. Ha sido el pragmatismo y la habilidad política de una izquierda que, conducida por la mano maestra del presidente Alwyn, enfocó ese primer periodo pos dictadura con un sentido de bien común y de sano nacionalismo que hoy rinde frutos de prosperidad, independencia internacional y respeto del mundo entero. Nadie puede negar las credenciales de progresismo de la Democracia Cristiana trasandina, ni la pura cepa socialista de su partido del mismo nombre. Tampoco la heroicidad de los luchadores contra la dictadura. La explicación de los resultados beneficiosos no está muy lejos, siempre que se mire con sentido de realismo el acontecer político y social de cualquier país. En Chile nadie incurrió en la simpleza de decretar que todo lo hecho por el Gobierno de Pinochet era malo. No se siguió el impulso suicida de aquellos marxistas que procuran la «tabula rasa» a partir de su obtención del poder, los perseguidores de fantasmas, los jacobinos dispuestos a volver a la atrocidad de guillotinar todo lo anterior, sin beneficio de inventario y para parir al «hombre nuevo». Esta práctica, que tanto se llevó a cabo en la lucha del siglo XIX por la independencia de América, no ha muerto del todo. Chile, luminosamente, se negó a esa terrible tentación de la generalización, supo discernir y con verdadero sentido nacional continuó lo que era bueno, sin temores ni complejos. De esa manera de actuar ha surgido una política exterior que no teme a los negocios con EE.UU.... o con China, un desarrollo capitalista de una eficacia poco común y una posición de respeto en el ámbito mundial que nadie , en el continente, puede igualar.

En otro extremo ocupa un lugar destacado la «revolución bolivariana», llevada por la ola de petróleo a precios sin precedente y el activismo del presidente Chávez. Las características de este movimiento son las tradicionales en Iberoamérica. Un antinorteamericanismo que no distingue entre esa gran nación y su criticable política exterior, la búsqueda de «culpables» para explicar los errores y defectos propios y la generalización de los fenómenos políticos locales que son, por definición y desde la raíz, distintos según el país de que se trate. Aquí la opción es la diametralmente opuesta a la de Chile. En lugar de atender a las obligaciones del mandato recibido, que es el de gobernar, Venezuela que en mucha necesidad está de progresar, se practica la intromisión en la casa ajena, la uniformización de la imaginería en detrimento del realismo a que nos llaman las cosas cuando de ejercer el poder se trata. Todo ella sin perjuicio de mantener fortísimas relaciones económicas con los EE.UU, gozando de un «alca» propio y penetrando en el mercado doméstico norteamericano con 7.000 gasolineras.

Bolivia recién estrena Gobierno y parece ser que Evo Morales se mantiene en un plano de realismo prometedor, más allá del que hereda una situación de injusticia y legítimos reclamos sin parangón. Ha sido más cuidadoso en sus posturas reales que en sus declaraciones, lo cual es un avance positivo. En el Uruguay se delinean, en el variopinto conjunto del Frente Amplio gobernante, dos tendencias. Los izquierdistas conservadores y antiguos que no han renovado siquiera el lenguaje y quienes advierten que una cosa es la oposición, y otra, muy otra, el Gobierno. Unos se complacen en recibir a Chávez, devenido sin base alguna «socio político» del Mercosur, y trenzan con su gobierno relaciones variadas -asociación en el canal de TV «Telesur», participación en bancos, donaciones para hospitales (debe hacerse constar que hasta la fecha sólo son promesas)-. Otros que ven los resultados trasandinos empiezan a comprobar cómo es el mundo real, advierten que una cosa era en las calles, y otra, muy otra, los despachos de ministro.

Si bien no es trasplantable ninguna experiencia, los criterios para el ejercicio del poder son categorías universales, pués los seres humanos y sus pasiones son las mismas. Y los moldes ideológicos a los que tanto tributo se paga, también. Está en la lucidez personal de los gobernantes y en la claridad de metas de sus partidos políticos el optar. Nunca es fácil hacerlo y sin duda lo es menos para los izquierdistas, tan afectos a la rotulación y el encasillamiento. Pero como pocas veces se ve con mayor claridad la diversidad de rutas, colocados en la cruz de los caminos posibles. De un lado, la adaptación del interés nacional a los resultados sin confundir el medio con el fin. Del otro, volver a los 60 en el lenguaje y la práctica, en el encendido de las pasiones en pro de las proclamas huecas y la verborragia enemiga de las realizaciones, en el mundo de imaginería tan grato a sus culturas y la sustancia dura y contundente de las verdaderas realizaciones....

(*) Ex presidente de la República Oriental de Uruguay

ABC (España)

 



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