Si uno lee los análisis que se hacen en EE.UU. sobre la crisis de deuda europea notará impaciencia en casi todos ellos. Desde Washington, la solución para apuntalar el euro parece obvia: la UE debe crear un gobierno económico y poner en pie un Tesoro, una Reserva Federal y todas las agencias reguladoras necesarias. La paradoja es que esta centralización masiva de poderes en Bruselas es deseable pero inviable. Lo que permitiría funcionar en el plano económico no funcionaría en el político. Esta semana hemos asistido al comienzo de un pleito ante el Constitucional alemán en el que se pone en cuestión las medidas urgentes de rescate a Grecia, por no respetar los límites de la cada vez más estricta delegación de poderes de Alemania a la Unión. En Francia, la preferencia no es fortalecer las instituciones europeas sino crear un reducido núcleo intergubernamental para gestionar los asuntos económicos –y, además, con el Banco Central subordinado a este directorio político. En los países

rescatados el anti-europeismo es rampante. Si las intervenciones no se hacen con inteligencia y permiten el crecimiento económico, la aventura terminará mal.

El problema de fondo es que la crisis económica ha llegado en un momento de menor confianza de los ciudadanos hacia el proyecto comunitario, tras el fiasco de la Constitución europea y la mal digerida ampliación al Este. Esta prevención ha aumentado al comprobar ante la primavera árabe cómo es de serio el déficit de seguridad europea. La única solución es hacer caso tanto al pensamiento federal norteamericano como a los defensores de la soberanía nacional en Europa. Necesitamos repensar de forma urgente qué debe hacer la Unión, aumentar su capacidad en todo lo relacionado con la moneda única y, a cambio, renacionalizar algunas competencias. El doble objetivo es salvar el euro y señalar límites nuevos que legitimen el poder europeo.