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23/07/2011 | Las ''guerras entre la gente'': el ejemplo del caso afgano

Pedro Valdés Guía

La guerra como mera confrontación de fuerzas y la instauración del orden como algo ajeno a la guerra.

 

En estas líneas me propongo dilucidar la relación entre el orden, como forma política, y la violencia en aquellas guerras que se han denominado “entre la gente”[1], consciente que de la concepción que se tenga de esa relación dependen, entre otros, aspectos tan importantes como la articulación de las relaciones civiles y militares (en lo que se ha llamado “enfoque integral”[2]) o la relación entre el poder militar y el poder autóctono en el Teatro de la guerra. Asimismo defenderé que la Victoria sólo puede fundarse en una aproximación adecuada a esa relación entre violencia y orden que evite cerrar la guerra en falso. Para ilustrar las tesis que propongo me apoyaré en uno de los ejemplos más paradigmáticos de las mencionadas “guerras entre la gente”, el actual conflicto afgano.

En primer lugar creo necesario referirme al concepto “Clausewitziano” de la guerra que, aunque lejano en el tiempo, ha continuado siendo el paradigma que ha guiado la dialéctica entre política y guerra en la mayor parte de esas “guerras entre la gente”, incluida la que se está librando en estos momentos en el Teatro de este país asiático.

Para Clausewitz la guerra se compone de innumerables duelos, en los que los contendientes tratan de obligar al enemigo a hacer su voluntad, una fuerza que se opone a la fuerza contraria (CLAUSEWITZ, 1999, I, 1, p. 179). El carácter de acción recíproca de esta confrontación de fuerzas «da a la violencia física en la guerra un carácter intrínsecamente irrestricto (…) puesto que cada luchador intenta imponer su ley al otro, ya que ninguno de los dos puede hacer menos que el otro, uno y otro tenderán lógicamente a hacer el máximo» (ARON, 1996, p. 107).

La guerra así concebida es en sí misma choque de fuerzas y nada dice respecto al orden político por el que se lucha o que se trata de imponer tras la victoria. La guerra constituye un tiempo que culmina con la victoria, momento en el que aparece la acción política, a la que corresponde la determinación del orden y su establecimiento efectivo. En este sentido, la acción política se concibe como un elemento externo a la guerra, a la que utiliza como instrumento necesario para obligar al enemigo a aceptar un orden determinado que es ajeno e independiente de la lucha que se ha librado. Ciertamente la política limita la guerra, pero la limita desde fuera. A la guerra le corresponde la derrota del enemigo y a la política la determinación y el establecimiento del orden; mientras más amplia sea la derrota, mayor libertad tendrá la política para establecer el orden deseado.

El pensamiento de Clausewitz se desarrolla a la sombra de las guerras Napoleónicas que inauguraron un nuevo paradigma consistente en actos abrumadores de fuerza militar destinados a derribar un régimen e instaurar otro (SMITH, 2007). La seriedad del empeño que obligaba a emplearse a fondo, y el hecho de que tal paradigma siguiese enmarcado en la solidez y vigencia del orden interestatal europeo, que obligaba a aceptar el veredicto del enfrentamiento ritualizado entre Ejércitos, explica que el teórico prusiano redujese la realidad propia de la guerra a la irrestricta confrontación de los Ejércitos en contienda.

Esta consideración de la guerra como una mera confrontación de fuerzas y la consecuente restricción de la victoria a la imposición militar sobre el adversario sigue fuertemente presente en el pensamiento militar occidental y se intenta adaptar, con más o menos fortuna, a muchas de las modernas intervenciones militares. Sin embargo el paradigma encaja mal cuando las intervenciones se producen en esas situaciones de anarquía y coacción que suponen un orden quebrado, y el choque de fuerzas, normalmente asegurado por la superioridad tecnológica, termina ocupando un papel secundario que rápidamente se considera superado. Entonces surge el verdadero problema, porque el desorden no sólo no se ha remediado, sino que se ha generalizado a consecuencia de la desarticulación de las estructuras de poder obrada por la acción bélica. Desorden que incluso se ve reforzado con una resistencia activa a la ocupación militar.

En estos casos, y una vez que lo propio de la herramienta militar, la guerra, ya se ha resuelto, comienza un complicado proceso de creación de poder en el que se quisiera relegar lo militar a un segundo o tercer plano, para dejar paso a toda un serie agencias civiles que tutelen a un poder artificialmente establecido. Sin embargo, la corrupción no tarda en invadir esa ficción de poder autóctono, poniendo de manifiesto su artificio, y el desorden impera con toda su retahíla de anarquía, arbitrariedad e ineficiencia. El dolor que siempre acompaña al desorden se generaliza, alimentando aquella resistencia primera que extiende su confrontación al seudo orden tutelado. El brazo militar adquiere protagonismo y recuerda, a todos los actores, algo obvio: la guerra no ha terminado.

El derrocamiento del régimen Talibán en Afganistán en el año 2001 respondió a esta concepción que reduce lo propio o específico de la guerra a la confrontación de fuerzas. Por ello, una vez que tal confrontación se consideró finalizada, tras la desarticulación y el desalojo del poder del régimen Talibán, se procedió a la edificación del régimen político afgano como parte de un proceso independiente de la propia guerra. Tras diez años de conflicto, los resultados de esa acción política no pueden ser más desalentadores, poniendo de manifiesto su incapacidad para establecer esa paz en el orden que constituye la esencia de toda verdadera Victoria.

En las próximas líneas ejemplificaré, apoyándome en reconocidos expertos, este paradigma “Clausewitziano” que ha guiado la actuación occidental en Afganistán. A continuación propondré una aproximación diferente que considero responde mejor al desafío que representan las denominadas “guerras entre la gente”. Esta propuesta consiste en entender la violencia de la guerra como el resultado de la integración de dos fuerzas que se oponen, por un lado, a otra contraria, los “actos contra” de un duelo (CLAUSEWITZ, 1999, I, 1, p. 179), y, por otro, al desorden, la fuerza de un orden (D’ORS, 1987, p.74), de manera que los actos que confrontan a la fuerza contraria son ya actos internos al orden que se trata de educir, y los actos de imposición de ese orden son también actos de confrontación, aunque sea de manera indirecta, de la fuerza enemiga. Más aún, cada “acto contra” de la violencia de la guerra debe tener siempre una doble referencia al enemigo y al orden. Para esta concepción, el orden no es algo externo, pergeñado en areópagos políticos, que acuden al instrumento de la fuerza militar para su imposición, sino una realidad que se va conformando con la propia guerra.

En este punto, volveré la mirada al país asiático para alumbrar desde esta nueva aproximación la realidad afgana. Por último, dados los resultados cosechados por aquel paradigma primero, si bien ampliamente modificado con el giro estratégico del 2009[3], apuntaré algunas reflexiones sobre el futuro de la guerra afgana.

Afganistán: un “no orden” derivado de la instauración de un “seudopoder”

Declarada la guerra contra el régimen Talibán en Afganistán durante el año 2001, la superioridad tecnológica y la potencia militar americana volcada en apoyo a la Alianza del Norte no tardaron en cosechar una fácil victoria, que fue seguida de la constitución de un poder político de carácter centralista fraguado en diversas conferencias internacionales y que culminó con la aprobación de la constitución afgana a comienzos de 2004. A éste poder se le otorgó la consideración de soberano y se le traspasó el dominio del espacio conquistado en la guerra, reservando a la fuerza militar un papel de tutela y afianzamiento de ese orden artificialmente constituido; así lo describen Kagan y Kagan:

He (Karzi) had not been a prominent tribal leader before 2001—he had not, in fact, been prominent at all. He was not chosen because he himself had negotiated the formation of a block of powerful leaders that he could then readily control. He was chosen through a complex, internationally-mediated negotiation process because he was acceptable to all sides. He then had to try to govern through a non-existent state in process of formation. Lacking a powerbase of his own and presented with powerful executive authorities, he relied heavily on his family and on known and trusted allies to consolidate his position and perform state functions (KAGAN, KAGAN, 2011, p. 27).

En aplicación del paradigma Clausewitziano descrito, al concebir la guerra como mera confrontación de fuerzas, una vez que las fuerzas militares del régimen enemigo estaban derrotadas y sus estructuras de poder y coacción desarticuladas, parecía lógico que el ruido de las armas dejase paso a la acción coordinada de una serie de actores civiles en la construcción de un nuevo orden, proceso en el que a la fuerza militar se la limitaba a labores de seguridad y de instrucción de las fuerzas del nuevo régimen tutelado, además de actuaciones contraterroristas mientras fuese necesario.

Sin embargo en la sociedad afgana se estaba germinando una realidad bien distinta. La victoria del 2001 fue acompañada por un alarmante vacío de poder y, mientras en lejanas conferencias internacionales se ideaba un régimen político para el suelo afgano, otros no tardaron en ocupar el espacio libre por la inhibición de la reducida fuerza militar ocupante en relación al orden político de cada espacio concreto; así lo describen Giustozzi, para todo Afganistán, y Forsberg, en relación a Kandahar:

By the end of 2001, however, the strongmen were re-emerging fast, filling the vacuum left in much of the countryside by the collapse of the Taliban regime… As well as the implicit threat of violence and financial strength, their success was also likely the result of the ability to provide a modicum of security in the absence of strong state institutions (GIUSTOZZI, 2007, p. 10) Kandahar’s politics have been shaped by an intense power struggle to fill the vacuum left in 2001, in which guns and money are the only guarantees of power (FORSBERG, 2010, p. 59).

No es de extrañar por tanto que ese débil “seudopoder” instaurado en esas conferencias internacionales careciese de la fortaleza necesaria para imponerse y se viera obligado a pactar con los poderes locales de coacción ya asentados, favoreciendo su dominio en la sombra al servicio de intereses personales o de grupo:

The top-down structure of the Afghan Constitution gives Afghanistan’s regional power-players considerable incentives for shadow ownership over provincial governments. Afghan provincial officials have considerable power to direct and mediate the distribution of state resources. They themselves are ultimately highly dependent on the central authorities who appoint them, and these central authorities in turn are frequently allied with regional powerbrokers (…) The potential power of a provincial governor means that local powerbrokers have an interest in either securing the office for themselves (which requires good relations with the Karzai administration) or having a weak and pliant figure installed (FORSBERG, 2010, pp. 42-43).

Además, la misma acción internacional, enfocada al establecimiento de un poder central, privó a la fuerza militar de toda soberanía política, obligándola a descansar en las mismas fuerzas de coacción que se convirtieron, por la vía de los hechos, en los únicos interlocutores válidos con la realidad local. Volviendo al ejemplo de Kandahar:

ISAF and the United States have been manipulated by actors, who otherwise had little influence, to build a significant powerbase and dominate official governance institutions. This has resulted in an unsustainable situation, heightened local antagonisms, and played into the Taliban’s bid to regain power in the Afghan South (…) ISAF has supported the very powerbrokers who have undermined the Kandahar government because of dependencies and expedience. ISAF and OEF rely heavily on Ahmed Wali Karzai and others, including the Sherzai family, Abdul Razak, and Matiullah Khan, for intelligence, manpower, and logistics security. Through inattentive contracting, ISAF has poured millions of dollars into their hands and supported and sanctioned the creation of personal militias (FORSBERG, 2010, pp. 59-60).

Esta mezcla de estructura política artificial y altamente centralizada y poder de coacción local en la sombra es corrosiva para las estructuras de poder tradicionales en la sociedad afgana cuando no abiertamente antitética a las mismas, lo que ha contribuido a su ulterior deslegitimación. De ello se ha derivado la desvinculación del pueblo en relación con el poder, al que se considera como una oligarquía corrupta que sólo busca su propio beneficio.

Esta desvinculación no tardó en ser aprovechada por el enemigo Talibán que, aunque derrotado, permanecía anclado en el santuario Pakistaní dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad. Kagan y Forsberg lo ponen de manifiesto para el sur de Afganistán y Giustozzi y Reuter para el norte:

The current government structure, in other words, is fundamentally antithetical to traditional Pashtun expectations about the relationship between local communities and the central government because it excludes the communities from having a meaningful voice in almost any decision at any level. Corruption and abuse of power fuel the insurgency in this context (KAGAN, KAGAN, 2011, p. 26).

Given the political dynamics described above, it should not be surprising that most Kandaharis see the government as a small, exclusive oligopoly devoted to its own enrichment, closely tied to the international coalition, which the family uses to maintain power and for financial gain. There is a growing feeling that the government’s interests are opposed to those of the population that is exploited and aggravated by the Taliban… (FORSBERG, 2010, p. 51).

… concluding that the Taleban have become very strong or even invincible would be wrong. They never were strong in northern Afghanistan – but their opponents were still weaker. In hundreds of interviews with Afghan locals, elders and officials repeatedly confirmed – and supported by circumstantial evidence – that Afghan government institutions on all levels and in most provinces neither reacted to the constant complaints of people about corruption, poor services and arbitrary behaviour, nor effectively countered Taleban advances. Taleban would expand their control, establish their authority, collect taxes, request the phone networks to be shut off at night – and repeatedly, provincial and district officials, ANA and ANP would give in. This is a government in self-abandonment (GIUSTOZZI, REUTER, 2011, p. 4).

El resultado inevitable de esa combinación de inexistencia de un orden concreto socialmente reconocido y de poder ejercido en la sombra por quien tiene capacidad de coaccionar no podía ser otro que la corrupción generalizada que, a su vez, ha terminado alimentando a la insurgencia, que se ha beneficiado de una explosión de negocios no públicos y, en muchos casos, ilícitos, en especial el que se refiere a la droga. En palabras de Grant:

The failure of the Afghan government and its international partners to prevent the explosion of the country’s opium economy was also a major factor behind the resurgence of the Taliban. Revenues from the opium industry account for as much as 50 per cent of the Taliban’s finances, its single biggest source of income. It is a basic point that no organization can survive without money, particularly not one that needs to fight a war. The failure of the Afghan government and its partners to provide alternative livelihoods and prevent the opium boom in the first place was a major contributor to the revival of the insurgency. By 2006, the estimated revenue from opium cultivation in Afghanistan was $3.1 billion, fully 46 per cent of the country’s entire GDP of $6.7 billion. Without this revenue, it is quite probable that the Taliban would have been unable to ratchet up and then sustain the insurgency on the scale that it did upon the escalation of hostilities in 2006 (GRANT, 2010, 13).

Ese poder pactado entre un sistema fuertemente centralizado y los agentes de coacción local y regional canaliza además gran parte de los ingentes recursos que la comunidad internacional está invirtiendo en Afganistán, afianzando unas estructuras de poder no públicas que trabajan para intereses espurios ajenos al bien común de las comunidades que integran el complejo mosaico afgano (KAGAN, KAGAN, 2011).

Un ejemplo significativo de la carencia de un orden real lo constituye la falta de un sistema judicial efectivo que haga imperar algún tipo de derecho. El sistema formal jurídico de Afganistán no sólo es incapaz de satisfacer las reclamaciones de la gente sino que, posiblemente, sea el elemento más corrupto del régimen afgano. Su ineficiencia y corrupción llevan a la gente a acudir al sistema tradicional de resolución de disputas o al sistema jurídico alternativo de los Talibanes.

The judiciary has been almost entirely neglected. There is increasing disillusionment as crimes go unpunished and courts are unable to adjudicate simple civil cases, such as those over land, a primary source of many disputes in Afghanistan. Yet, justice was regarded as a luxury after the intervention, and the rule of law is still considered an extravagance. Lack of justice has had a profoundly destabilizing effect on Afghanistan and judicial institutions have all but withered away in most provinces.

The majority of courts are inoperable and those that operate are understaffed, while pervasive insecurity, lack of proper training and low salaries have driven many judges and prosecutors from their jobs. Those who remain are highly susceptible to corruption (…) Afghan citizens, consequently, have lost confidence in the formal justice sector amid a pervasive atmosphere of impunity. While the Taliban’s version of rough and ready justice might not be acceptable to a majority of Afghans, in the absence of a functioning judicial system, there is often no other option.

… The U.S. and its international allies, in a desperate search for a quick fix, are beginning to look towards the informal justice sector…” (INTERNATIONAL CRISIS GROUP).

In the areas they controlled and influenced, the Taleban established their shadow administration, starting in the fields of justice and taxation, followed (in some cases) by education and health, with a significant impact on the lives of sections of the population. First and most importantly, their justice system delivered quick and rather nonpartisan justice through their mobile courts, normally consisting of a mullah and two assistants travelling on motorbikes. All parties vigilantly respected their verdicts. Wherever Taleban had power and the human resources, they installed these courts, which have been highly praised by local interviewees in various provinces. Once the Taleban commanded influence in a certain area and had set up their court, even people from adjacent areas would turn to them. Taleban justice lacks sophistication, but offers institutional coherence: Cases are decided quickly and without demands for bribes; verdicts are respected; an integrated chain of security and justice is maintained (GIUSTOZZI, REUTER, 2011, p. 2).

Como ya he señalado, este poder deslegitimado ha terminado incluso alimentando a una insurgencia tan contestada como la de los Talibanes, inicialmente rechazada por buena parte de la sociedad debido a su fuerte ideologización, contraria a las estructuras de poder tradicionales afganas. También constituye una lección significativa el hecho de que, al final, sean esas estructuras tradicionales, la llamada justicia informal, la mejor forma de contrarrestar esa extensión de la insurgencia.

En definitiva, basados en una concepción reducida y unilateral de la guerra, como mera derrota de la fuerza contraria, se pretendió cancelar la guerra afgana entre el año 2002 y 2004 con la instauración de un poder altamente centralizado. Esa cancelación, como luego analizaremos, dejó a la fuerza militar sin soberanía y, en definitiva, privó a la propia guerra de su virtualidad para generar un orden viable. Entonces, el “seudopoder” artificialmente instaurado no tuvo más remedio que pactar con los agentes de coacción locales, abriendo la puerta al ejercicio del poder en la sombra y a la corrupción consiguiente que terminó justificando primero, y dando alas después a una insurgencia que recordó a todos algo obvio: la guerra no sólo no había terminado sino que estaba comenzando.

The sentiment of many delegates at the Loya Jirga where the new cabinet was announced in June 2002 was summarized by one female activist: “This is worse than our worst expectations. The warlords have been promoted and the professionals kicked out. Who calls this democracy?” (…). The inevitable consequence of all this neglect was disillusionment amongst ordinary Afghans and the progressive erosion of the legitimacy of the state. This was to be ruthlessly capitalized upon by the Taliban, which offered itself up as the defender of ordinary Afghans against the capricious machinations of Karzai, the warlords and their foreign backers. So ineffectual were the political and economic reconstruction efforts outside of Kabul that the Taliban were able to start establishing shadow governments to rival the official government in everything from judicial matters, to schools, to the delivery of essential services. In 2007, the Taliban even unveiled a 23-page shadow constitution, and by the start of 2010, they had established shadow governments in 33 of Afghanistan’s 34 provinces (GRANT, 2010, p. 12).

De esta manera occidente se vio involucrado en una guerra lidiada por una fuerza militar carente de soberanía, en defensa de un régimen que compensaba su impotencia con el pactado apoyo de los nuevos dueños de la coacción local y regional. Con estas armas, la lucha contra un enemigo firmemente anclado en el país vecino, dispuesto a imponer “su régimen” a través de la guerra, y con una clara voluntad de vencer, difícilmente podía arrojar un balance positivo. No es de extrañar que después de diez años la sociedad afgana se muestre insegura y considere que apenas existe un orden efectivo que la ampare:

Polling data provide one metric for gauging local perceptions of security. In Afghanistan, public opinion data indicate that insecurity remains one of the country’s biggest problems… For instance, data released in early 2010 reported that nearly 50 percent of Afghans thought that their security from crime and violence was “somewhat” or “very” bad. Another set of data from 2008 indicated that nearly 50 percent of Afghans “often” or “sometimes” feared for their personal safety or that of their family. Nearly two-thirds (61 percent) said they had “some fear” or “a lot of fear” when traveling from one part of Afghanistan to another. Incidents of kidnapping appear to have increased over the past several years as the Taliban, other militant groups, and criminal syndicates have set up checkpoints along roads (JONES, MUÑOZ, 2010, p. 9).

El giro dado a las operaciones Afganas en el año 2009, con la aproximación COIN (Contrainsurgente)[4] al conflicto afgano, ha intentado poner remedio a aquellas graves carencias, impulsando, por la vía de los hechos, una relación mucho más estrecha entre la fuerza militar y el orden local y regional en Afganistán. Sin embargo no está consiguiendo los resultados deseados debido a que la fuerza militar no tiene más remedio que contar con ese “seudopoder” previamente instaurado y, además, ha carecido de un andamiaje conceptual que le permitiese impulsar un nuevo paradigma para la relación entre la guerra y el orden en el que integrar a todos los actores. Como bien han reflejado recientemente dos conocidos asesores del general Petreus, en esencia la aproximación al problema ha seguido siendo funcional: «The international community has relied for too long on structural and procedural approaches to Afghanistan’s problems» (KAGAN, KAGAN, 2011, p. 27).

Todo ello explica el balance final de muchos analistas que consideran los resultados como ciertamente desalentadores:

… the Bonn agreement of 2001, and the Afghan constitution that followed, effectively created a centralized structure of government. The United States was actively involved in this process, pouring significant resources in time and money over the last nine years into attempting to forge a functional central government that would radiate authority out to the provinces. The results, in light of this vast investment, have been disappointing. The experience of recent years – heavily focusing on the development of the central government at the expense of local institutions – has demonstrated that the central government in Kabul influences local governance only modestly, and sometimes in ways that disrupt the traditional patterns of local society (BARNO, EXUM, 2010, p. 17).

En definitiva, la realidad afgana desacredita una victoria concebida como mera derrota de una fuerza militar contraria, y a la que sigue la constitución tutelada de un orden. Afganistán pone de relieve que la gestión funcional es incapaz de convertir esas victorias militares en verdaderas victorias creadoras de un orden cierto y estable. La guerra se ha clausurado precipitadamente y esa buscada Victoria definitiva, esa estabilidad en el orden, se niega a ser engendrada por ningún proceso funcional y exige la acción creadora de una paternidad bélica que no se puede eludir.

La victoria como el establecimiento de un orden a través de la guerra

La guerra no ha terminado porque, en las denominadas “guerras entre la gente”, es posible pedirle algo más a la violencia de la guerra, que no se limita a la confrontación de fuerzas; dicha confrontación sólo adquiere sentido como parte de otra confrontación más fundamental y primera: la del desorden mediante la instauración de un nuevo orden.

Cuando la guerra busca la imposición de una forma o sistema político determinado, destruido el régimen previo vigente en ese espacio concreto, por precario que fuese, y enfrentadas dos concepciones existencialmente contrapuestas, donde no hay elementos comunes que preservar, se cumple aquel silencio de todo derecho del que hablaba Cicerón “Silent leges inter armas”[5]. «En aquel momento las leyes impotentes, callan… Se cumple, en cambio, una ley que no es jurídica, sino biológica, la del instinto de conservación» (D’ORS, 1954, p. 39). Ante ese silencio, el proceso de instauración ha de ser correlativo a la destrucción que supone la guerra pues, de lo contrario, el vacío de ley será inmediatamente copado por la coacción de los más fuertes, que si no son combatidos, impedirán o corromperán cualquier lejana y externa imposición política posterior.

En esta “guerra entre la gente”, al anverso de la destrucción le debe acompañar siempre el reverso de la instauración, que no es una suerte de construcción que resulta de la eficaz combinación de ámbitos funcionales, sino una fuerza comprometida en engendrar un poder legítimo para ese espacio concreto. La forma política no es una realidad preconcebida e impuesta por la fuerza de las armas, sino el resultado del diálogo establecido entre quien es soberano en fuerza y la realidad concreta que le interpela. Esta “guerra entre la gente” consiste precisamente en esa mezcla de confrontación de toda oposición y diálogo con la realidad del espacio concreto de donde se educe la primera formalización del orden.

Es una violencia, confrontación de enemigo y desorden, que integra bajo su coacción cuantas funciones son precisas (económicas, jurídicas, políticas, técnicas,…) para instaurar un orden en diálogo con la realidad del espacio concreto. Coacción necesaria, precisamente, para evitar la instrumentalización o secuestro de esas funciones por intereses espurios o enemigos y para asegurar su concurrencia al establecimiento efectivo del orden buscado. Diálogo necesario para que el poder investido por ese orden sea socialmente reconocido. Coacción y diálogo constituyen así aspectos complementarios que reclaman integración y liderazgo en el Jefe de la fuerza militar, en quien concurre la fuerza de las armas, con la voluntad de imponer un orden legítimo.

Esta combinación entre soberanía obtenida por la violencia de las armas y diálogo en busca de la legitimidad da lugar a la forma política como estructura de poder reconocida, tanto para cada espacio concreto como para la totalidad del Teatro de la guerra. Sólo entonces la guerra es un golpe de fuerza que inaugura, funda y justifica un derecho. La Victoria no es un requisito previo necesario para dejar paso al proceso de construcción de un poder. La Victoria es el momento instituyente de un orden a través de una fuerza realizativa, de ese golpe de fuerza que inaugura, funda y justifica un derecho en un espacio concreto (DERRIDA, 1997).

Frente al inmediato traspaso de soberanía a un régimen impuesto tras la desarticulación de las fuerzas enemigas, la instauración del orden a través de la propia guerra exige preservar esa soberanía, entendida como poder de decisión último, en la fuerza militar. La combinación de soberanía y fuerza de las armas es condición necesaria para establecer un diálogo con la realidad dirigido al advenimiento de un orden legítimo, pues sin soberanía el diálogo carece de contenido y sin la fuerza de las armas no hay garantía alguna de que la constitución de ese orden llegue a ser una realidad efectiva. En ese proceso, el poder se delega de manera creciente en personas e instituciones locales identificadas a través de ese diálogo que la fuerza militar entabla con la realidad concreta, de manera que se edifique, no cualquier orden, no una mera imposición externa, sino un orden a la medida de la historia y la cultura de esa tierra.

La fuerza militar, que detenta un poder fundado en la violencia de la guerra, dialoga con quienes constituyen fuentes de autoridad para edificar un orden posible. La fuerza militar es un poder que se autolimita al preguntar y aceptar la respuesta de aquellas personas e instituciones que son reconocidas como autoridad en cada espacio concreto, poniéndose al servicio de una realidad institucional e histórica que trata de impulsar y, en ocasiones, de encauzar.

He señalado que este diálogo exige reservar a la fuerza militar la condición de soberano, no porque acumule todo el poder, que delegará de manera creciente, sino porque no puede perder su potestad de última instancia de decisión que asegura que el orden que se está generando no es copado por elementos de coacción y extorsión que constituyen la ruina potencial de cualquier sistema político. Quien renuncia a ese poder último, quien pierde el timón del ámbito de decisión final, pierde la condición de soberano por mucha fuerza aparente que ostente.

El que todo orden requiera la violencia para existir conlleva algo mucho más grave, y es que quien impone ese orden debe ser más fuerte que el que intenta incumplirlo o subvertirlo. En otras palabras: que es natural que tenga la potestad el más fuerte (…) Parece algo brutal, pero es real y profundamente natural y conveniente, pues el gobierno del débil siempre tiende a ser más opresivo que el gobierno del fuerte (D’ORS, 1987, p. 75).

La Victoria, la verdadera Victoria, la Victoria que instaura un orden estable, sólo puede derivarse de un verdadero poder, cabeza indiscutible de una violencia única e integradora de cuantas funciones sean precisas, que lleve a efecto y término la decisión que la situación requiere. En situaciones de crisis, se sigue al poderoso, lo vital es el poder, ejercido y reconocido. Así lo expresa Killcullen refiriéndose a las guerras civiles y a las insurgencias:

… in civil wars and insurgencies, popular support tends to accrue to locally powerful actors rather than to those actors the population sees as more congenial (…) the more organized, locally present, and better armed a group is, the more likely it is to be able to enforce a consistent system of rules a and sanctions, giving the population the order and predictability it craves in the deeply threatening, uncertain environment of insurgency. As Stathis Kalyvas puts it: “as the conflict matures, control is increasingly likely to shape collaboration” (KILCULLEN, 2009, p. 67).

No se trata de desechar o minusvalorar las capacidades jurídicas, policiales, económicas, diplomáticas, tecnológicas… que son tan de actualidad en eso que se ha llamado “enfoque integral”, sino de entender que sólo podrán coadyuvar a la constitución de un orden integradas en esa violencia de la guerra en diálogo con la realidad concreta y dirigidas a la instauración de un poder legítimo. Por sí mismas, nada pueden, e incluso terminan alimentando, manejadas por la corrupción y la arbitrariedad, ese mismo desorden que se trata de erradicar.

Como ya he indicado, el sentido de lo que “la situación requiere” no lo determina el poder sino la autoridad, que no equivale a poder ni, menos todavía, a mera capacidad de coacción local. La autoridad es múltiple y siempre es autóctona de ese espacio donde se desarrolla la guerra. «La autoridad es el saber socialmente reconocido y la potestad es, precisamente, el poder socialmente reconocido (…) pregunta quién puede y responde quién sabe, pues en efecto, sólo puede preguntar quien tiene potestas para hacerlo, y sólo puede responder quien tiene autoridad por su saber reconocido» (D’ORS, 1987, p. 47). En cuanto saber reconocido, son autoridad aquellas personas e instituciones que, en atención a sus cualidades morales, la legitimidad que les da la tradición o el servicio que prestan a su comunidad, son capaces de expresar una opinión con trascendencia social. En una situación de silencio del derecho, constituyen la única base para cualquier poder que busque ser socialmente representativo.

En definitiva me refiero a un proceso progresivo de delegación de funciones entre el poder militar y el poder autóctono mediado por la autoridad de cada espacio concreto, que culminará con la transferencia definitiva de ese poder cuando la guerra haya terminado.

Aunque sin una estructura conceptual que le permita diferenciar autoridad de poder, el importante libro de Killcullen (2009) está lleno de referencias a esa necesidad de fundar el poder en la autoridad para lograr un poder reconocido como condición de su soberanía. Al referirse a su experiencia personal en Timor: “… showed me the power of traditional authority structures (…) to affect the actions of the local people. In particular, the traditional establishment exercised immense influence on the critical choice of political allegiance…” (KILCULLEN, 2009, p. 199). Como uno de los principales asesores y artífice intelectual del giro copernicano imprimido por Petreus a la Guerra de Irak, identifica como una de las claves para que el poder militar genere estabilidad: “Look for leaders who occupied positions of authority within several local power networks: tribe, mosque, business, governance, etc…” (KILCULLEN, 2009, p. 165). Al analizar la tendencia al terrorismo del salafismo infiltrado en las comunidades musulmanas asentadas en occidente: “… the more cohesive and robust the authority structures are within an immigrant community, the smaller is the risk of terrorism and unrest emerging spontaneously from the group” (KILCULLEN, 2009, p. 251).

Entonces, ¿qué corresponde al ámbito de la política? Es necesario distinguir esa relación dentro y fuera del Teatro de la guerra. Fuera del mismo, la guerra constituye un aspecto de la totalidad política que continúa durante las hostilidades (ARON, 1996, pp. 67-73) con su lógica y con las formas de actuación que le son propias. A esa acción política que continúa fuera del Teatro, incluyendo a la guerra como un aspecto más de la totalidad política, le corresponde la determinación esencial y genérica de quién es el enemigo, y el sentido del orden a imponer, más como determinación de aquellos límites mínimos que no se deben sobrepasar que como determinación de su contenido específico. En el entendimiento de que esa determinación del enemigo y de los límites dista mucho de ser estática o permanente.

Ahora bien, dentro del Teatro de la guerra, en ese espacio en el que se autoriza a unos hombres a tomar la vida de otros, el modo de la acción política resulta transformado por la guerra. Allí donde la guerra comienza termina la política tal como es entendida en la paz, no por anulación sino por intensificación de aquello en lo que consiste (HERRERO, 2007, p. 241). Si lo político es un comportamiento que afronta aquellas situaciones donde los hombres se encuentran seriamente divididos (SCHMITT, 1932), en la paz esa división puede ser resuelta por la mediación y la acción política se produce en presencia del enemigo, sin buscar su eliminación. Sin embargo, en la guerra la imposibilidad de la mediación deja paso a la lucha, hasta la eliminación física, del enemigo. Todas las necesarias mediaciones dentro del Teatro para instaurar un orden deben hacerse al amparo e integradas en esa negación primera de cualquier mediación con el enemigo. Pues cuando la guerra busca la Vitoria como sustitución de un orden por otro, dentro del Teatro de Operaciones no hay espacio para mediación alguna con el enemigo. Ciertamente, la estabilización e imposición de esa primera formalización del orden en que consiste la Victoria exige una actuación “al modo de la política”, que no es propiamente acción política, pues si quiere ser efectiva en un espacio en el que han callado las leyes ante el ruido de las armas, debe realizarse siempre integrada en esa violencia en que consiste la guerra. Esto no significa que no haya lugar para la actuación de políticos, diplomáticos u otras agencias gubernamentales dentro del Teatro de la guerra, sino que esa actuación, como cualquier otro esfuerzo, debe realizarse integrada en esa coacción violenta con la que la fuerza militar trata de establecer un orden a través de la guerra.

Cuando la acción propiamente política quiere materializarse de manera independiente, e incluso soberana, en el Teatro de la guerra, se encuentra ciega, sin capacidad de diálogo en una realidad en la que sólo se puede estar presente con la fuerza de las armas, por lo que es puesta fácilmente al servicio de intereses espurios. No puede extrañar que allí donde la defensa de lo justo no se funda en la ley sino en las armas; «U.S. policy makers currently find themselves at a loss to recommend solutions for problems in a land and culture they know so little about» (BARFIELD, NOJUMI, 2010, pp.40-41).

En esta guerra instauradora, el político, y la acción civil en general, deben dejar paso al liderazgo del general que, inmerso en aquella noche en la que “Silent leges inter armas”, se sabe ejecutor de una violencia que es a la vez destructora e instauradora en busca de la Victoria como la primera formalización de un orden cierto y estable. Entonces, junto a aquellos límites antes mencionados, el general precisa recibir del poder político un mandato al estilo de aquel senatus-consultum ultimum del Senado romano en el que se le concedía a un cónsul una “potestas máxima” para la conquista de un territorio o la derrota de un enemigo (D’ORS, 1954, p. 41). “Potestas” que, apoyada en la violencia bélica, aspira a constituir una soberanía desde la que edificar un orden en diálogo con la realidad del Teatro de la guerra.

En definitiva, en medio de ese “silent leges inter armas” de la “guerra entre la gente” que busca imponer un orden nuevo, hablamos de una fuerza militar integradora de todos los esfuerzos como parte de una única violencia, en cuanto fuerza de un orden en confrontación con toda oposición, que se inviste de legitimidad histórica cuando constituye un poder que se autolimita al preguntar y aceptar la respuesta de aquellas personas e instituciones que son reconocidas como autoridad en cada espacio concreto, poniéndose al servicio de una realidad institucional e histórica que trata de impulsar y, en ocasiones, de encauzar de acuerdo con el propósito político que ha ocasionado la guerra.

De esta manera será una fuerza dotada de legitimidad histórica al materializar con su violencia una decisión que «pone un orden…, pero no lo puede modificar hasta tal punto que el orden sea una "pura creación" espontánea de la decisión. La decisión formaliza y determina las posibilidades de orden de una situación concreta. Un orden concreto, por tanto, (que) es en parte fundamento y en parte consecuencia» de la Victoria (HERRERO, 2007, pp. 161-162).

Por último, para que la fuerza militar constituya ese golpe de fuerza que inaugura, funda y justifica un derecho (DERRIDA, 1997), un golpe de fuerza que genere obediencia, no basta con la legitimidad histórica, es también preciso que encierre esa palabra "mística" y, por tanto, no manipulable, que constituye la fuente de toda obligación (HERRERO, 2003, pp. 132-133), a la que denomino legitimidad de origen.

Una fuerza que es considerada legítima en sí misma, legítima de origen, cuando encierra esa palabra mística que resulta de la concurrencia de múltiples factores que hacen de ella lo que vulgarmente se llama una fuerza justa. Factores entre los que podemos citar la justicia de la causa por la que se ha iniciado la guerra (a mayor tiranía del régimen derrocado, mayor legitimidad de la fuerza de ocupación), el respeto al valor sagrado de la vida humana inocente y no combatiente, la proporcionalidad en el empleo de la fuerza, la distinción entre el combatiente y el criminal (con el respeto y honor que, aunque enemigo, se deben al combatiente) o la defensa de límites infranqueables en relación con el orden que se trata de imponer (desde la conciencia clara de que la dignidad humana está más allá de cualquier tradición o forma histórica determinada).

Sólo una fuerza firmemente fundada en estas legitimidades de origen e histórica podrá instaurar un orden verdadero como fruto de la guerra al que llamamos Victoria.

La Victoria en Afganistán

Volvamos nuestra mirada a Afganistán ¿Puede la guerra conformar una forma política para el escenario afgano? ¿Añade algo esta concepción a los ingentes esfuerzos volcados por la comunidad internacional para dotar a Afganistán de un orden estable? ¿Qué sentido tienen poder, diálogo y autoridad en el Teatro afgano?

Para responder a estas preguntas, me parece oportuno volver al inicio de este conflicto para recordar algo que es bien conocido: el derrocamiento del régimen Talibán constituyó una excelente oportunidad para la edificación de un orden estable para Afganistán. Las heridas y agravios sembrados durante los años de hierro de la dictadura Talibán y el desplazamiento, cuando no desprecio, por las estructuras tradicionales de poder afganas constituían una ocasión privilegiada para recomponer un orden estable, coherente con la realidad histórica afgana, que, desde la invasión soviética, llevaba más de tres décadas de disrupción y aplastamiento continuos. Desgraciadamente, la operación Enduring Freedom careció desde el primer momento, no sólo de una voluntad clara de instaurar un orden, sino del bagaje intelectual para hacerlo.

The focus on counter-terrorism operations in Afghanistan at the expense of a more population-centric strategy was to characterise the American approach in the crucial months and years immediately following the invasion, squandering the vital opportunity to monopolise on the demoralised disarray into which the Taliban had been thrown, and the goodwill and high hopes of the Afghan people (GRANT, 2010, p. 9).

Tras más de diez años sosteniendo o, más bien, apuntalando el centralista sistema político afgano instaurado tras la guerra, profundamente deslegitimado ante gran parte de la población afgana, empiezan a levantarse muchas voces autorizadas que reclaman la construcción de un sistema político de abajo hacia arriba en diálogo con la compleja realidad social, cultural y religiosa afgana.

Over most of its history, when Afghanistan has been governed effectively, it has been governed in a decentralized manner. Local governance, often executed through a traditional blend of overlapping tribal, family and state structures, has long been the decisive influence on ordinary Afghans, especially outside major urban centers (…) The United States should now adopt a stronger bottom-up approach to governance, investing in those local power structures and leaders who best represent the local populations (…) It should work with Kabul appointed governors when possible – but around them when necessary (BARNO, EXUM, 2010, p. 79).

Top-down efforts to establish security through the central government are likely to fail unless they include a more-effective bottom-up strategy that leverages local communities, especially in rural areas. As one study concludes, “the recent history of Afghanistan is one of revolts against the central power and of resistance to the penetration of the countryside by state bureaucracy” (Roy, Islam and Resistance in Afghanistan, p. 10, citado por Jones y Muñoz) (JONES, MUÑOZ, 2010, p. 84).

Es más, han sido los propios Talibanes, en su empeño por establecer un efectivo orden local y regional, los que han puesto de manifiesto que es ahí donde se decide el éxito o el fracaso en Afganistán.

… local, accountable, effective governance is the lynchpin for success or failure in Afghanistan—not tactical military victories. The Taliban recognize this reality and are already waging a political war, not just a military one. We must do the same (COOKAN, WADHAMS, 2010, p. 35).

Este diálogo con la realidad concreta precisa, en primer lugar un conocimiento profundo del “nomos”[6] de la tierra afgana capaz de reconocer a aquellas personas e instituciones que están revestidas de autoridad, que no de poder o coacción, en atención a su dignidad, sabiduría o depósito de tradiciones y valores socialmente apreciados y respetados. Con la mediación de esa autoridad, debe comenzar a delegarse el poder, hasta que las estructuras de un orden local socialmente reconocido estén firmemente asentadas. Proceso que lleva tiempo y que debe estar permanentemente tutelado por la fuerza de las armas.

The first step toward impeding the resurgence of warlords and their militias is to work through legitimate local institutions, not individuals… Outsiders have a limited ability to shape local societies and improve institutional capacity. Most outsiders fail to realize that there is no optimal form of state organization and that there are not always clear-cut “best practices” to solve public administration problems. Rather, state-building is context specific. States are not black boxes, as economic theories long assumed. Instead, history, culture, and social structures influence the preferences and utility functions of individuals (JONES, MUÑOZ, 2010, p. 8).

La misma idea expresan Kagan y Kagan y Forsberg en referencia a la concreta realidad Pashtun:

Improvements to Afghan governance will come through greater local participation in representative institutions in the Pashtun areas. This is not a foreign, ideological drive to “democratize” Afghanistan, but rather a recognition that local representative institutions are the foundation of Pashtun tribal culture (…) The current government structure runs counter to traditional Pashtun expectations about the relationship between local communities and the central government because it excludes the communities from having a meaningful voice in almost any decision. It hyper-empowers the executive vis-à-vis representative bodies at every level. This imbalance of powers generates a feeling of alienation and resentment among many Afghans, particularly Pashtuns. It has also facilitated discriminatory and predatory government behavior that fuels a sense of injustice and, therefore, passive and active support for the insurgency (KAGAN, KAGAN, 2011).

ISAF has lacked an effective political strategy and often worked at cross purposes with itself since it took responsibility for Kandahar in 2006. It’s official policy is to strengthen official governance institutions, but is has simultaneously strengthened and enabled those forces which undermine and manipulate Kandahar’s formal government. ISAF is right to make the formation of strong Afghan institutions its ultimate strategic objective. The strength of these institutions will determine the Afghan state’s ability to ensure security and provide essential services like fair and impartial justice. But institutions are not formed in a vacuum, and in Kandahar strong governance institutions can only be built with close attention to the informal power system that determines their ultimate shape (FORSBERG, 2010, p. 60).

Ese papel de mediación de la autoridad es esencial, máxime en una sociedad como la afgana, donde las estructuras tradicionales de poder han sido combatidas durante más de treinta años en un esfuerzo por sustituirlas, primero, por otras de carácter socialista y, después, por una red de Muyahidines ideologizados que nada tiene que ver con la historia de Afganistán. Además, el diálogo del que venimos hablando, no sólo trata de impulsar una realidad institucional e histórica, sino también de encauzarla allí donde es incompatible con la legitimidad de origen, a la que antes me he referido, o con los límites establecidos por el poder político a la Fuerza Militar.

… the past 30 years of war have severely weakened many traditional authorities and increased the power of armed actors (COOKAN and WADHAMS, 2010, p. 6).

In Kunar, this traditional authority structure has been especially heavily corroded through war and its attendant social chaos, with the introduction of new actors (religious extremists, foreign fighters including the Coalition, and the Afghan government) and the growth of an unemployed, traumatized, deracinated youth population vulnerable to recruitment by groups like Gulbuddin Hekmatyar’s HiG, the Taliban Peshawar shura, associated networks like those led by Jalaludin and Siraj Haqqani, or by AQ itself. This in turn has marginalized tribal elders, government representatives, and sometimes also mullahs -though in many cases extremists have cooperated with the traditional religious establishment in alliances that have superempowered the mullahs- (KILCULLEN, 2009).

Es evidente que una condición primera para ese diálogo es la presencia entre la gente; en este sentido, la aproximación COIN a las operaciones en el teatro afgano desde el año 2009 constituye un elemento imprescindible para el establecimiento de un orden verdadero sobre el suelo afgano.

… deploying soldiers in amongst the population, as opposed to permanently housing them in heavily fortified bases - save for when they venture out in heavily fortified patrols - the likelihood that those soldiers will take casualties is increased. However, this interaction with the population is precisely what is needed if the level of conflict is to be reduced, and with it the number of casualties, in the long-term (…) The reluctance to operate with and among the Afghans meant that ISAF was incapable of protecting the population from attack and enabling the reconstruction teams to operate as they needed to (GRANT, 2010, 25).

Sin embargo, no basta con que la fuerza militar esté entre la gente, para quien busca el orden a través de la propia guerra, la soberanía, el poder de decisión último, constituye un atributo necesario que no se puede transferir hasta que la constitución de ese orden sea una realidad efectiva. El diálogo dirigido al establecimiento de un orden está permanentemente amenazado por aquellos que exigen el poder político en virtud de su capacidad de coacción pues, en definitiva, el orden es una decisión sobre el poder. En este diálogo la violencia de la fuerza militar juega un papel fundamental, ocupando el vacío del silencio de la ley entre las armas.

ISAF’s stated strategy of countering the Taliban in Kandahar with a population-centric counterinsurgency and strengthening Afghan governance institutions will become incoherent if the interests of local powerbrokers remain unchallenged. The coalition will not win the population over to the government unless it decouples the government of Kandahar from a small oligarchy that is perceived to rule by virtue of its guns and money (…) ISAF must alter the fundamental dynamics of its relationship with local powerbrokers and take the initiative with a proactive and decisive strategy. If ISAF is committed to population-centric counterinsurgency and governance reform, ISAF must transform the dynamics of politics in Kandahar (FORSBERG, 2010, p. 9 y p. 59).

The United States and the ISAF should, therefore, be less concerned with propping up unpopular officials appointed from Kabul and more concerned with meeting the security and economic needs of local populations that oppose both the return of the Taliban and hegemony from Kabul, particularly if it is backed by foreign troops. Their very presence in the heart of rural Afghanistan is destabilizing if they are seen as defenders of an unpopular Kabul regime rather than the local population (BARFIELD, NOJUMI, 2010, p.46).

Sólo desde esta posición de soberanía última se está en condiciones de desarrollar ese delicado proceso en el que el poder se delega de manera creciente edificando, paso a paso, un orden a la medida de ese espacio concreto y en consonancia con los límites establecidos por el poder político al Comandante de la fuerza militar.

These irregular wars are not only more complicated but require time to forge relationships with the people… and time to assist in establishing responsive local governance in a secure, stable environment. We have learned, painfully, that security is the necessary precondition for responsive governance and economic development (GRANT, 2010 -prólogo del general KEANE).

Un orden edificado de abajo hacia arriba, fortaleciendo una realidad institucional reconocida por la gente como legítima, y de arriba hacia abajo, como una administración central respetuosa con aquella realidad institucional y, de manera progresiva, garante de la misma, que cumple funciones vitales que sólo se pueden desarrollar desde un poder central.

… communities in rural areas that resisted the government’s attempts to interfere in their affairs never rejected the need for governance. They just believed that their own informal institutions better maintained long-term local order than any distant government could. As significant, all communities in Afghanistan, even those most insistent on preserving their own autonomy, accepted the need for an Afghan government in Kabul that could take on the higher-level responsibilities that require a state structure. These include preserving internal security, protecting the country from hostile neighbors, and negotiating on the nation’s behalf for benefits from the larger international community. To be successful, all policy proposals need to consider which institutions are best designed to accomplish what tasks most effectively at which level (BARFIELD, NOJUMI, 2010, pp.42-43).

Edificación bidireccional y progresiva del orden que permitirá a la fuerza militar ocupante situarse, paso a paso, en un segundo plano en el que no perderá la capacidad de decisión última hasta que la guerra no haya terminado.

Developing a successful bottom-up strategy requires building competent national army and police forces that retain a preponderance of power, which can crush revolts, conduct offensive actions against militants, and help adjudicate any inter- and intratribal disputes that might occur (JONES, MUÑOZ, 2010, p. 57).

De hecho, esta dialéctica respetuosa entre el poder central y la rica y variada realidad institucional afgana ha sido la clave de la estabilidad durante el largo periodo de la monarquía Musahiban.

In sum, the Musahiban dynasty, which included Zahir Shah, Nadir Shah, and Daoud Khan, ruled Afghanistan from 1929 to 1978. It was one of the most stable periods in modern Afghan history, partly because the Musahibans understood the importance of local power... As anthropologist Thomas Barfield concluded: «Political stability in rural Afghanistan under the Musahibans rested on the tacit recognition of two distinct power structures: the provincial and subprovincial administrations, which were arms of the central government, and tribal or village structures indigenous to each region. While the central government had been effective in expanding its power into the countryside, its goals were limited to encapsulating local political structures in order to prevent them from causing trouble. It never attempted to displace or transform the deep-rooted social organizations in which most people lived out their lives (Barfield, Afghanistan, p. 220)» (JONES, MUÑOZ, 2010, p. 43).

Desgraciadamente, como se apuntó en el apartado anterior, el caso afgano es un paradigma de todo lo contrario y, a pesar del despliegue de ciento cuarenta mil hombres en el Teatro, la soberanía última se ha entregado a un régimen fuertemente centralizado cuya acción sobre la realidad local y regional se fundamenta en el acuerdo o la transigencia con los poderes de coacción establecidos, por lo que a la fuerza militar le queda escaso margen de actuación para impulsar y apoyar una gobernabilidad local legitimada.

American policy in Afghanistan fails to draw on the cultural and historical lessons of local governance in the country. It has wrongly assumed that building up a strong centralized government with formal institutions is the key to stability there (…) In spite of such efforts, government authority at the provincial and district levels has failed to take root and remains ineffective (...) equating governance with government.

Governance is the manner in which communities regulate themselves to preserve social order and maintain their security. Government is the action of ruling, the continuous exercise of state authority over the population it governs (BARFIELD, NOJUMI, 2010, 2010, p.40).

El resultado de esa falta de soberanía última de la fuerza militar ha sido, en reiteradas ocasiones, la impotencia, cuando no la instrumentalización, de la Coalición, ante esos poderes en la sombra que minan toda legitimidad y orden efectivo.

… the sense of impunity that has allowed the powerful to ignore the rule of law must be curbed. Removing the most notorious offenders may be politically difficult, but it is noteworthy that even weak and marginal figures have never faced any consequences… It is useless to talk of a rule of law without consequences (BARFIELD, NOJUMI, 2010, p. 47).

Así lo ejemplifica Forsberg en relación a las provincias afganas de Helmand y Uruzgan:

More important is the question of who replaced government officials in question, and whether changes in personnel can exploited for more systemic reforms. There have been multiple case in which ISAF has expended significant political capital to remove a given official, Sher Mahmad Akhundzada in Helmand or Jan Mohammad in Uruzgan for example, but has achieved only cosmetic changes because the individuals who succeeded these men did not have sufficient influence or ISAF support to tackle key challenges to their authority (FORSBERG, 2010, p. 64).

Falta de soberanía última de la Fuerza Militar que no ha dudado de poner de manifiesto el propio presidente Karzai cuando se ha visto excesivamente presionado:

Indeed, there is evidence that the recent standoff between President Karzai and President Obama, where Karzai went so far as to threaten to join the Taliban if the Americans did not stop pressuring him, was intended to signal his operational independence loud and clear (GRANT, 2010, p.36).

Así pues, una condición necesaria para la Victoria es un poder militar que retenga su potestad de última instancia de decisión para asegurar que el orden que se está generando no terminará arruinada por elementos de coacción y extorsión.

La fuerza militar no sólo debe ser soberana respecto de los poderes autóctonos que se van generando, sino que también debe ser cabeza indiscutible de una violencia única que integre cuantos esfuerzos sean precisos, económicos, jurídicos, diplomáticos, técnicos… en orden a edificar esa primera formalización del orden de la que vengo hablando. Lo esencial es el orden efectivo, que la gente se sepa representada y protegida; todo lo demás sólo adquiere sentido si viene de su mano, como consecuencia o manifestación de ese orden. La realidad afgana desacredita la extendida mentalidad de que tras el desarrollo viene el orden. Cuando este desarrollo no se presenta integrado en el orden, los ojos atemorizados de la población buscan un soporte que les de seguridad, de manera que cuando éste se presenta, a él se rinden todos los tributos, incluido el del desarrollo que, por esta vía, puede terminar al servicio del enemigo.

Clearly, for these people, concepts such as alternative livelihoods, education, and information are entirely academic unless and until some form of effective government presence and control is established and the enemy is driven off. This would first require a security presence of Coalition and Afghan military and police units (…) In insurgencies and other forms of civil war, community leaders and tribal elders find themselves in a situation of terrifying uncertainty, with multiple armed actors—insurgents, militias, warlords, the police and military, terrorist cells—competing for their loyalty and threatening them with violence unless they comply. They tend to seek what we might call “survival through certainty,” attempting to identify consistent rules they can follow in order to keep their people safe. If these rules, or an actor capable of enforcing them, are not consistently present, then they tend to swing to the side of whichever force is present at any given moment that in civil wars and insurgencies, popular support tends to accrue to locally powerful actors rather than to those actors the population sees as more congenial (KILCULLEN, 2009).

El plan de ISAF contempla tres líneas de operaciones independientes, una liderada por las fuerzas militares, la de seguridad, y otras dos en las que la fuerza militar juega un papel de apoyo, las de gobernabilidad y desarrollo. El planteamiento aquí defendido implicaría la integración de la seguridad y la gobernabilidad en una única línea de Operaciones, liderada por la fuerza militar y orientada al establecimiento de un orden efectivo a través de esa dinámica de delegación progresiva de poder. Además, la línea de desarrollo debería tener un papel instrumental y subordinado a aquella otra del orden. Lo esencial es el poder, ejercido y reconocido, no el desarrollo económico. En situaciones de crisis, se sigue al poderoso.

The strategy approved by President Obama in December 2009, recently reaffirmed following the December 2010 Annual Review of Afghanistan and Pakistan (ARAP), was thus the first to commit the United States, NATO, and their non- NATO allies to fighting an insurgency and addressing corruption and abuse of power within the Afghan government. It significantly reduced the emphasis on development and economic progress and on the protection of physical infrastructure that had marked previous ISAF approaches. It focused instead on protecting the Afghan population and helping the Afghan government begin to address those of its own failures that were alienating the people and creating fertile ground for insurgent recruitment and activity (KAGAN, KAGAN, 2011, p. 13).

… the more organized, locally present, and better armed a group is, the more likely it is to be able to enforce a consistent system of rules a and sanctions, giving the population the order and predictability it craves in the deeply threatening, uncertain environment of insurgency. As Stathis Kalyvas puts it: as the conflict matures, control is increasingly likely to shape collaboration (KILCULLEN, 2009).

Esta integración de seguridad y gobernabilidad en una única línea de Operaciones haría justicia a una demanda habitual de la realidad concreta afgana. En muchas ocasiones, el mejor servicio a la gobernabilidad es precisamente un “modo específico” de dar seguridad que conoce y utiliza en apoyo a ese esfuerzo la tradición y complejidad local. Igualmente, no hay mejor seguridad que sentirse gobernado legítimamente y saber que ese poder está respaldado por la fuerza militar.

Esta integración se pone de manifiesto día a día por la interacción entre los Provincial and Reconstruction Teams (PRTs) y las agrupaciones operativas de las fuerzas de la coalición en Afganistán. Teóricamente, los PRTs, equipos interdisciplinares que integran elementos de seguridad, cooperación al desarrollo, asesoramiento político, cooperación cívico-militar, información, acción psicológica…, desarrollan cometidos de apoyo a la gobernabilidad y al desarrollo de las provincias y los distritos afganos, mientras que las agrupaciones operativas realizan labores de seguridad. Sin embargo, en la práctica, no es posible deslindar esos campos de actuación y la máxima eficacia se obtiene cuando ambos esfuerzos se integran bajo un único liderazgo militar.

No es el objeto de este artículo exponer en detalle esta interacción entre seguridad, gobernabilidad y desarrollo en la microrealidad afgana; sin embargo considero que no hay solución de continuidad entre esos esfuerzos; su rendimiento es máximo cuando se integran bajo un mismo liderazgo en la realidad de la violencia de la guerra, violencia en cuanto fuerza que se opone a toda oposición y a todo desorden para afirmar un orden con vocación de coherencia en relación a la realidad del espacio en que se trata de imponer. Cuando esto no se entiende, y, por ejemplo, se concibe el apoyo al desarrollo como una función autónoma e independiente de la guerra, entonces los proyectos, desde hospitales a fincas de producción agraria, y la ingente inyección de dinero que los acompaña, terminan sirviendo al más fuerte que, normalmente, no es el poder legítimo que se trata de impulsar, sino aquel que tiene más capacidad de coacción, muchas veces de carácter criminal, cuando no directamente el enemigo.

Ciertamente en todos estos esfuerzos, y en cada una de las facetas, la delegación de poder y autonomía debe ser creciente en la contraparte afgana, eso sí, sin perder nunca el recurso a la última palabra propio del soberano mientras la guerra no haya terminado. Desgraciadamente, salvo en el ámbito de la seguridad en el que, por razones obvias, las fuerzas de la coalición internacional no pueden renunciar a su soberanía y, por tanto, trabajan en estrecha colaboración con las fuerzas de seguridad afganas, pero siempre manteniendo la “última ratio” en sus manos, en todos los demás campos, la denunciada concepción funcionalista ha entregado esa “última ratio” a manos afganas, con lo que la capacidad de esos líderes militares de los PRTs para influir en la gobernabilidad varía de un sitio a otro y, en cualquier caso, nunca es determinante.

Más alarmante es el caso de aquellas organizaciones de carácter gubernamental que, profundamente ignorantes del papel necesario de la violencia en relación a la instauración de un orden estable, pretenden evitar toda “contaminación militar” en el desarrollo de sus proyectos “civiles”. No es que no acepten integrar su esfuerzo en el más amplio de la guerra que se está luchando, sino que pretenden subordinar a la fuerza militar a un papel auxiliar de protección de su propia actuación y, todo ello, ¡dentro del acontecer de la guerra! A nadie puede extrañar que, en ocasiones, el resultado de tal actuación sea un servicio rendido al enemigo que se trata de erradicar.

He defendido que sólo una fuerza firmemente fundada en las descritas legitimidades de origen e histórica podrá instaurar un orden verdadero como fruto de la guerra al que llamamos Victoria. Victoria también en Afganistán, pues en la medida en que rija un orden verdadero, los Talibanes no podrán beneficiarse de esa ola de descontento que busca su amparo frente a la arbitrariedad y coacción que muchas veces se esconden tras el aparato del poder afgano. Además, un orden estable y legítimo, capaz de ejercer una autoridad real y efectiva, pondría coto al terror que es motor principal para la adscripción de los afganos a la causa Talibán.

Ninety percent of the people you call “Taliban” are actually tribals. They’re fighting for loyalty or Pashtun honor, and to profit their tribe. They’re not extremists. But they’re terrorized by the other 10 percent: religious fanatics, terrorists, people allied to [the Taliban leadership shura in] Quetta. They’re afraid that if they try to reconcile, the crazies will kill them. To win them over, first you have to protect their people, prove that the extremists can’t hurt them if they come to your side (Afghan provincial governor, March 15, 2008, recogido por KILCULLEN, 2009)

Perspectivas en la actual coyuntura afgana

Hasta aquí he tratado de argumentar que la realidad afgana desacredita una victoria concebida como mera derrota de una fuerza militar enemiga a la que sucedería la constitución tutelada de un orden mediante la acertada aplicación de procesos funcionales. Frente a esta concepción he propuesto trabajar en la conformación de la forma política como parte integrante del esfuerzo de la propia guerra, como el resultado del diálogo entre quien llega a ser soberano a través de la violencia de la guerra y la realidad concreta del Teatro que le interpela.

Ahora bien, ¿qué sentido tiene esta aproximación en la presente coyuntura afgana? Es evidente que no nos encontramos en un momento fundante, como el del 2001 tras la caída del régimen Talibán. De hecho, casi desde el primer momento la fuerza militar ocupante cedió la soberanía al régimen que se instaló tras la conferencia de Berlín en territorio afgano. Es cierto que la galopante corrupción, la inexistencia del imperio de la ley, la dependencia absoluta de la ayuda económica exterior y la extensión por todo el país de una creciente insurgencia obligaron a un replanteamiento general de la campaña afgana durante el año 2009, aportando más fuerzas militares y una nueva aproximación, denominada Contrainsurgente, que está permitiendo paliar algunos de los errores que se cometieron en el principio.

La aproximación COIN vigente en el teatro afgano desde el 2009 está mucho más próxima a la defendida instauración del orden a través de la propia guerra. Después de nueve años de esfuerzos por apuntalar un régimen fuertemente centralizado, ahora se otorga mucha más importancia a la interacción entre las fuerzas militares y la realidad local donde estas actúan, involucrando a aquellas como agentes activos para asegurar una gobernabilidad efectiva en los pueblos y distritos de Afganistán. El fin de las fuerzas de la coalición y de las fuerzas de seguridad afganas ya no es perseguir y eliminar insurgentes, actividad que sigue siendo necesaria pero que carece de sentido, e incluso puede ser contraproducente, si no se acompaña de un esfuerzo por asegurar el orden y la estabilidad en cada área geográfica de actuación con carácter permanente.

Se podrían enumerar multitud de aspectos que ponen de relieve esa estrecha asociación entre guerra y orden que presupone la aproximación COIN. Una mayor presencia entre la población de las fuerzas militares de la coalición, el impulso decidido a la constitución de unas poderosas fuerzas de seguridad afganas, ejército y policía, y la voluntad de actuar de manera conjunta con ellas hasta que los afganos puedan desarrollar operaciones autónomas, una implicación mayor en la gobernabilidad a nivel local y provincial, el desarrollo de fuerzas de defensa local, la reintegración de insurgentes a sus comunidades locales…

En concreto, las fuerzas de defensa local o la recuperación e impulso del sistema tradicional de resolución de disputas vigente en muchas pequeñas localidades, constituyen ejemplos paradigmáticos de esta nueva aproximación al conflicto que trata de reforzar a las estructuras locales afganas frente a la permanente coacción de un poder central corrupto, de grupos criminales, o de los insurgentes que han establecido una estructura de poder paralela a la oficial. De hecho, en contra de lo que podría indicar una aproximación superficial, esas fuerzas de defensa locales son la antítesis de las temidas milicias de los señores de la guerra y constituyen un poderoso elemento de defensa comunal anclado en la tradición histórica afgana.

We define a local defense force as a traditional, community-based group composed of local civilians who police their own communities against insurgents and criminals. They are small, village-level, defensive, and under the control of local shuras or jirgas. In many cases, these patrols should be organized within the existing tribal system. Where the tribal system has broken down, the Afghan government should work with the legitimate local institutions to establish local defense forces.

… there are at least five institutions for organizing local forces. In each case, they implement the decisions of local jirgas or shuras. These forces are significantly different from warlord militias. Warlords are charismatic leaders with autonomous control of security forces who are able to monopolize violence within a given territory. Their militias are beholden to individuals, not to a community, making them fundamentally different from community policing forces. Warlords view themselves as above the tribe and, unlike traditional forces, do not answer to the jirgas or shuras (JONES, MUÑOZ, 2010, pp. 26 y 55).

Junto a esta nueva aproximación, cualificadas voces se han levantado solicitando una aproximación más agresiva y comprometida de ISAF que permita una transformación profunda del sistema político afgano, reforzando la autoridad local y tradicional y poniendo coto a la corrupción del gobierno central.

At the local and district levels, coalition military forces, diplomats and development officials must expand their partnership with a wide range of key actors across the traditional power structures of Afghan society to better assure lasting success. At the grassroots level outside the capital, aid and development must aim to empower local leadership and support local needs… (BARNO, EXUM, 2010, p. 17).

The international community has relied for too long on structural and procedural approaches to Afghanistan’s problems. Success requires helping to change the way Karzai and Afghanistan’s elites see how the state can and should be run—structures and procedures are the details that will follow that change. We are not starry-eyed about the prospect of accomplishing such change. It will be very difficult, and it may prove impossible. In that case, our mission will fail with all of the dire consequences that will follow. But hard is not hopeless in Afghanistan any more than it was in Iraq in 2007. There is sufficient potential convergence of interests between the U.S. and its allies and President Karzai, and indeed the ultimate desires of many of his rivals, to suggest that success in this endeavor is possible. There is also sufficient basis in Afghanistan’s history and culture to suggest that it can be enduring. (KAGAN, KAGAN, 2011, pp. 27-28).

Sin embargo, es necesario ser realistas, y todos los esfuerzos de las fuerzas de la coalición junto a las afganas por limpiar de presencia insurgente y asegurar las áreas más importantes, por población y trascendencia económica, de Afganistán, no pueden remediar las grietas en los cimientos de un sistema político sobre el que se puede influir pero que escapa al poder de decisión de la coalición. Cuando reconocidos autores reclaman una acción más agresiva que ataje decisivamente la gangrena de la corrupción generalizada, aciertan en el diagnóstico pero ignoran que hace tiempo que se prescindió del instrumental necesario para atajarla.

Estas líneas se han escrito más para expresar un “deber ser” general de estas “guerras entre la gente” como imposición de un orden, ilustrado con ejemplos de la realidad afgana, que para proponer soluciones a esa realidad que, desde el principio, transitó por itinerarios bien distintos a los que se hubiesen recorrido en aplicación de la teoría que hasta aquí he expuesto.

En este sentido, es difícil hacer pronósticos. Lo conocido del futuro son dos fechas, 2011 y 2014, inicio y ¿fin? de un proceso de transferencia de los cometidos de seguridad de manos de la coalición a manos afganas. Precisamente es este campo el único en el que ISAF nunca ha perdido la última palabra, no será por casualidad que es el único donde los resultados son acordes a las expectativas con aceptables perspectivas de éxito. Pero es evidente que esto no basta. Giustozzi y Reuter lo expresan claramente en su trabajo de Abril de 2011 en el que describen el resurgimiento Talibán en el, hasta hace no mucho considerado inmune, norte de Afganistán:

When, in late 2009, US Special Operations Forces started, and in 2010 enormously increased, their ‘capture-and-kill’ operations, mainly in Kunduz and Baghlan provinces, the Taleban were militarily substantially weakened there. But the Afghan government is not becoming stronger at the same time: as if detached from any serious effort to regain control or to establish better governance, which the people desperately demand, all levels of Hamed Karzai’s government lack serious commitment to establishing the government’s authority. Despite constantly losing local commanders and fighters, the areas formerly fully controlled by the Taleban have not come under firm government control either, but have fallen into a vacuum in which militias and Taleban are struggling for dominance (GIUSTOZZI, REUTER, 2011, p. 4).

El resultado es que, incluso en ese norte afgano, feudo tradicional de la Alianza del Norte que se enfrentó a los Talibanes, lo que marca la diferencia entre control Talibán o gubernamental es la presencia de las fuerzas de ISAF:

This contributes to a very unstable status quo, turning ISAF’s presence (or absence) into the factor that decides the balance of strength between the insurgents and the government. The inherent dilemma of ISAF’s present successes against the Taleban is that its presence is not sustainable indefinitely. A withdrawal of ISAF combat forces in 2014 – or at any other time – might facilitate a return of the insurgents. Furthermore, judged from its performance in 2010, doubts are justified that the Afghan government will be able to contain the insurgency on its own (GIUSTOZZI, REUTER, 2011, p. 3).

La realidad es tozuda y demuestra que las ingentes inversiones económicas, la intensa actuación de unidades de operaciones especiales, el desarrollo de infraestructuras… de poco sirven si no se integran como un todo en esa violencia de la guerra al servicio de la instauración de un orden legítimo.

Despite enormous financial contributions from the international community for improving its infrastructure, governmental institutions are incompetent, incapable or simply not interested in responsible governance in most fields. The core deficit lies in the justice sector: the police are notorious for corruption, and the same applies for the courts. Neither the provision of security nor the dispensation of justice is functioning, because corruption among officials is omnipresent; few can escape it even if they want to (…) ‘People with integrity are an error in the system. We cannot change it, and it destroys us.’ Top positions in the police and the administration are sold to the highest bidder who then demands bribes to be passed from bottom to the top. Repeatedly, villagers interviewed would say that when the ANP are called, if they ever arrive, they will first ask for money for the fuel they spent on the trip, then for lunch, then for additional payments… Dysfunctional institutions are one factor, omnipresent corruption another; both lead to low confidence in the government. Regardless of the Taleban presence, people do not turn to government officials to resolve their disputes. In interviews in Kunduz, Baghlan and Takhar, people told similar stories of crime cases and disputes over land, property and even within families that either could not be resolved over years or the judges ruled in favor of the highest bidder (GIUSTOZZI, REUTER, 2011, p. 11).

En definitiva, he presentado unas reflexiones concebidas a la luz de este trágico conflicto afgano que cada día se cobra muchas vidas, de soldados, de insurgentes y de inocentes civiles. Sin embargo su propósito no es identificar soluciones para esta situación concreta, sino ir más allá y apuntar los elementos que, a mi juicio, deben integrar cualquier intervención militar con vocación de instaurar un nuevo orden en lo que se ha dado en llamar “guerras entre la gente”, ya sea en Afganistán, Libia, Somalia o cualquier otro lugar donde se asienten configuraciones políticas, o la impunidad de su ausencia, que constituyan una amenaza existencial que no se puede tolerar.

Soy consciente de haber defendido unos principios polémicos, especialmente para aquellos a los que les gustaría reducir toda guerra a una suerte de crisis cuya resolución fuese una tarea eminentemente civil, en la que lo militar juegue un primer acto cada vez menos relevante. Creo honradamente que la realidad no es así, aunque para algunos lo más desconocido del mundo sea la propia realidad. Pedro Valdés Guía, Comandante diplomado de Estado Mayor Notas
[1] “War amongst the people”, término introducido por Smith para referirse a aquellas guerras en las que “the people in the streets and houses and fields – all the people, anywhere – are the battlefield” (SMITH, 2007).

[2]Enfoque integral (comprehensive approach): «The effective implementation of a comprehensive approach requires all actors to contribute in a concerted effort, based on a shared sense of responsibility, openness and determination, taking into account their respective strengths, mandates and roles, as well as their decision-making autonomy» (http://www.nato.int/cps/en/natolive/topics_51633.htm [consultada el 17/06/2011]).

[3] Giro de estrategia anunciado por el presidente Obama en su discurso en la Academia militar de West Point en diciembre de 2009 y materializado primero por el General McChrystal, y luego por el General Petreus, Comandantes en jefe de ISAF (International Security Assistance Force [Afganistán]).

[4] El termino contrainsurgencia fue introducido por el Teniente Coronel francés David Galula en su libro Counterinsurgency Warfare: Theory and Practice (1964), fuente de inspiración para muchas publicaciones militares. En el se expone un enfoque de la guerra irregular que se ha denominado “aproximación COIN” y que otorga un carácter multidisciplinar integrado a la lucha contra la insurgencia, entendida como una lucha por la población.

[5]Cicerón, Pro T. Annio Milone, 10.

[6] …nomos significa, primero, tomar o coger algo; después, significa también el reparto y la división de lo que se ha tomado; por último, expresa la explotación y la utilización de lo que se ha adquirido mediante el reparto, es decir, la producción y el consumo. Coger, repartir y aprovechar son todos ellos procesos elementales de la historia de la humanidad, tres actos de un drama primordial. Cada uno de esos tres actos tiene su propia estructura y su propio proceso. Por ejemplo, el reparto presupone medir, contar y evaluar lo que se va a repartir. Las palabras proféticas: "contado, pesado, repartido" (mene, tekel, ufarsin), en el quinto capítulo del Libro de Daniel del Antiguo Testamento, remiten al segundo acto del drama primordial en tres actos: el nomos de la Tierra (SCHMITT, El nuevo nomos de la tierra).

Grupo de Estudios Estratégicos (España)

 


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06/08/2011|

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