¿Y todo por qué?

Porque los reporteros de unos periódicos andaban haciéndola de espías y sobornando gente con tal de conseguir la nota. Confundieron su papel con el de un policía. Y, más tarde que pronto, destapose la cloaca.

Steve Richards escribe en The Independent que la relación de Cameron con el antiguo periódico finiquitado, News of the World, lo coloca, como participante entusiasta, “dentro de una vieja y agonizante era en que las autoridades eran sumisas ante el imperio de los medios”. Lo dice como si esa circunstancia ya fuera cosa del pasado en Inglaterra o en otros países.

Serge Halimí, desde París, recuerda que cuando Tony Blair llegó al poder decidió cortejar a Murdoch, dueño de los diarios The Sun y The Times y del canal televisivo Sky News, y finalmente logró el apoyo del grupo mediático a cambio de derechizar su programa de gobierno.

Y lo que ocurre es otra de las novedades inéditas de nuestro tiempo porque no se habían dado como tales: el enorme poder que tienen las empresas de televisión y de radio en los países de democracia simulada.

Siempre se asoció a los medios con la propaganda política, desde los años veinte cuando en Alemania la radio entró en todos los hogares de manera masiva y promovió el triunfo del nazismo. Sin embargo, sólo en las últimas décadas se ve que la competencia política de la televisión ha ya transformado —o trastornado— todo el equilibrio de las relaciones de poder y ha hecho de la democracia “participativa” otra cosa.

En Alemania, que no es de los países menos civilizados, la televisión tiene una presencia muy discreta y apolítica en la vida cotidiana. Sus locutores no son protagónicos y se limitan a dar las noticias sin comentarios verbales o gestuales.

Son cosas de la época. El Estado ya no es lo que solía ser hace 30 años. En algunos países el Estado ya no existe y se gobierna según los intereses de ciertos grupos. La competencia electoral es otra luego de la intervención interesada de los medios. El caso único de México, digno de más de un estudio académico, es que hemos hecho de la televisión una especie de partido político que puede decidir —si es que no lo ha hecho ya— quién habrá de ser el próximo Presidente de la República.

En su discurso de despedida en 1960, el presidente Dwight Eisenhower habló de un complejo militar industrial que se imponía en la política y en los destinos de la nación. A nuestro tiempo corresponde la beligerancia de un complejo propagandístico empresarial que ha cambiado las reglas del juego y puede estorbar la expresión de la verdadera voluntad popular en las urnas.