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10/08/2011 | Keynesiano

Iván Alonso

Adjetivo. Dícese de lo relativo a la doctrina de Keynes. Úsase también últimamente para designar una sabiduría presuntamente perdida que habría de iluminar al género humano y mostrarle el camino de la recuperación de esta crisis en la que el capitalismo salvaje lo ha sumido.

 

John Maynard Keynes (Maynard para sus amigos) nació en 1883, en Cambridge, Inglaterra. Fue un prolífico escritor con una intensa actividad diplomática e intelectual. Su paso por la India nos dejó Indian Currency and Finance, un estudio del sistema monetario de ese país. Su participación en la comitiva británica que asistió a las deliberaciones del Tratado de Versalles produjo The Economic Consequences of the Peace, que presagiaba la hiperinflación alemana de los años ‘20. Su liderazgo intelectual en la conferencia de Bretton Woods nos legó el Fondo Monetario Internacional. Desde su cátedra en el Trinity College publicó el notable Tract on Monetary Reform y el menos notable Treatise on Money. Pero lo que le dio fama imperecedera fue su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, publicada en 1936.

Hasta entonces Keynes se consideraba a sí mismo uno de los economistas “clásicos”, persuadido de que los mercados equilibraban la oferta y la demanda de los distintos bienes y servicios. Pero algo debía de andar mal con esta teoría, a la luz del enorme desempleo que padecían Inglaterra y las principales economías del mundo. En el mercado de trabajo, no bastaba con reducir el salario para aumentar el empleo. Se necesitaba, creía Keynes, una nueva teoría que pudiera explicar el fenómeno del desempleo, una “teoría general” en la que el pleno empleo apareciera solamente como un caso especial del funcionamiento de la economía capitalista.

Esta teoría general descansa en tres supuestos. Primero, que la gente solamente gasta en bienes de consumo una fracción de cada dólar adicional de ingresos que recibe. Segundo, que las tasas de interés no dependen de cuánto ahorre la gente, sino de cuánto dinero haya en circulación. Tercero, que las decisiones de inversión dependen de las tasas de interés y del estado de ánimo de los inversionistas.

Con estos dos últimos supuestos, Keynes corta el vínculo entre las decisiones de ahorro e inversión. Las tasas de interés no sirven para equilibrar el uno con la otra. Y, dado el primer supuesto, no todo lo que no se gasta en bienes de consumo se gasta en bienes de capital. Dicho de otra manera, la suma del consumo y la inversión puede ser menor que el ingreso total, por lo que en cualquier momento puede producirse una insuficiencia en la demanda por las cosas que un país produce. Esta insuficiencia en la demanda se resuelve empleando menos trabajadores. Ni siquiera una reducción de los salarios sería capaz de restaurar el pleno empleo en esas circunstancias.

La posibilidad de una insuficiencia en la “demanda agregada” es la partida de nacimiento de lo que se conoce hoy con el desagraciado nombre de macroeconomía. Durante mucho tiempo la teoría keynesiana parecía ser la única explicación posible del fenómeno del desempleo. Y aun lo sigue siendo para un gran número de economistas. Pero hay otra teoría más plausible, debida a un eminente profesor californiano llamado Armen Alchian y lamentablemente poco conocida, que atribuye el desempleo a la dificultad de descubrir en cada momento del tiempo qué cosas es rentable producir con la mano de obra disponible. Esas dificultades se exacerban en tiempos de crisis porque un movimiento brusco en los precios de los activos o en la disponibilidad de crédito puede alterar sustancialmente los patrones de consumo.

Volviendo a la doctrina keynesiana, pensaba Maynard que la insuficiencia de la demanda era una tendencia inexorable de las economías capitalistas y que la única manera de revertirla era expandir cada vez más la intervención estatal en la economía para mantener la inversión pública y privada en un nivel compatible con el pleno empleo. En esto también su diagnóstico estuvo equivocado, y los efectos secundarios de su prescripción resultaron intolerables.

Este artículo fue publicado originalmente en la revista Fausto (Perú).

El Cato (Estados Unidos)

 



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