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20/08/2011 | Krugman y la antieconomía

Juan Ramón Rallo

Dejó escrito Lionel Robbins que la Economía es la ciencia que estudia la distribución de medios escasos hacia fines competitivos. Dado que nuestras necesidades superan los recursos de que disponemos para satisfacerlos, se vuelve imprescindible economizar esos recursos; a saber, dedicarlos siempre a aquellos objetivos que resulten prioritarios.

 

El keynesianismo supuso un radical giro copernicano hacia la Antieconomía: al contrario que los clásicos, el problema fundamental no era ser muy cuidadoso en el uso que les dábamos a unos recursos siempre escasos para evitar despilfarrarlos, sino lograr, como fuere, la plena ocupación de esos recursos. La Economía dejó de ser una ciencia que estudiaba cómo los medios derivaban su valor de usarse para la consecución de los fines más valiosos (usos productivos) para convertirse en una pseudociencia que otorgaba valor en sí mismo a la utilización de los recursos con independencia de sus objetivos (usos improductivos).

El enésimo chascarrillo keynesiano, protagonizado cómo no por Paul Krugman, podrá sorprender a aquellos que todavía pensaban que eso del keynesianismo era algo serio, pero desde luego no asombrará a quienes conocemos las entrañas del monstruo. Ni corto ni perezoso, el de Princeton afirmó en una entrevista en la CNN que lo que necesita la economía estadounidense para salir de la depresión es un incremento masivo del gasto, como el que nos proporcionó el rearme militar de la II Guerra Mundial o como el que podría proporcionarnos otro rearme militar estimulado por los temores a una invasión alienígena. Sólo eso: en apenas 18 meses, según Krugman, todas nuestras dificultades estarían solventadas.

No es la primera vez que Krugman alaba la guerra como un importante catalizador de la actividad económica. Aunque a muchos izquierdistas les agrade atribuir buena parte de la crisis actual a todo el gasto y endeudamiento públicos en el que tuvo que incurrir Bush a cuenta de la guerra de Irak (y en este caso… ¡tendrían razón!), el Nobel ya les explicó en 2008 que esa narrativa no es coherente con el resto de su credo: “El hecho es que, en general, las guerras son expansivas para la economía, al menos en el corto plazo. Recordad, la II Guerra Mundial puso fin a la Gran Depresión. Los 10.000 millones de dólares que cada vez gastamos en Irak van dirigidos, sobre todo, a adquirir bienes y servicios producidos en EE.UU., lo que significa que la guerra ha sustentado la demanda”.

Los liberales clásicos siempre tuvieron bien claro que lo que hace florecer una sociedad no es la guerra, sino el comercio. La guerra tiende a ser mutuamente destructiva, a destruir la división internacional del trabajo, a acabar con las vidas de miles de seres humanos, a dilapidar el capital y a instaurar un control económico sobre el país derrotado que durante un período más o menos prolongado suele asemejarse mucho a la planificación central del socialismo.

Aun así, sería absurdo negar que en ocasiones las guerras son necesarias e incluso económicamente convenientes, pero no porque generen riqueza, sino porque minimizan su destrucción. Es el caso de las guerras defensivas: si un invasor está decidido a arrasar una comunidad, esclavizar a su población y a pasar a cuchillo a los más débiles, sería absurdo recibirlos con los brazos abiertos esperando convencerles de que comerciando y abrazando a Adam Smith todos seremos felices y comeremos perdices. Pero insisto: en todo caso, la guerra no sería un bien, sino un mal menor.

Para Krugman y Keynes, la guerra sí es, en cambio, económicamente un bien, mas no porque les encanten las matanzas o porque piensen que el botín de guerra será suficiente para sufragar sus gastos, sino porque la guerra constituye uno de los pocos casos en los que el Gobierno está aparentemente legitimado para tomar un control absoluto de la economía y, por tanto, para darles algún tipo de empleo a todos los factores productivos. No importa que esos empleos nada tengan que ver con la satisfacción de las necesidades de los distintos individuos, pues lo único importante es que todos estén ocupados en algo, aunque no se dediquen a producir nada de valor. El ejemplo histórico no es sólo la II Guerra Mundial, sino también la Alemania nacional-socialista; ya lo dijo John Kenneth Galbraith en La era de la incertidumbre: “Hitler fue el auténtico precursor de las ideas keynesianas”.

El pésimo razonamiento de Krugman a cuenta de las bondades de una invasión extraterrestre culmina especialmente al final: según el Nobel, si después de readaptar toda la economía a la guerra intergaláctica descubriéramos que todo había sido un fraude a lo Orson Wells, que nunca había existido riesgo de invasión alguna, todos nos enriqueceríamos notablemente, pues habríamos disfrutado de todo el gasto militar asociado a las guerras sin ninguna de sus funestas consecuencias.

En otras palabras, una vez descubrimos que todas las inversiones que hemos efectuado para defendernos de los extraterrestres no tienen ninguna utilidad y que han supuesto una dilapidación de capital que haría parecer la burbuja inmobiliaria como una granito menor, entonces resultará que todos somos más ricos. El razonamiento es brillante: riqueza es pobreza, economizar es despilfarrar, acertar es equivocarse, lo esencial es lo inútil. Orwell redivivo. La Antieconomía.

El Cato (Estados Unidos)

 



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