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09/01/2005 | Rusia, 1905-2005, Nicolás II y Putin

Daniel Reboredo

A comienzos del siglo XX, el Imperio ruso presentaba claros síntomas de crisis política, económica y social. La declaración de guerra a Japón en 1904 por disputas territoriales y la posterior derrota rusa agravaron la situación interna del Imperio zarista.

 

La incapacidad del Gobierno para hacer frente a todos los problemas existentes favoreció el apoyo y desarrollo de movimientos de protesta entre la población y la oposición política. El 'Domingo Sangriento', del que mañana 9 de enero se cumplen cien años, fue la chispa que encendió la Primera Revolución rusa. Los precedentes de la misma fueron los múltiples episodios protagonizados por campesinos sometidos y arruinados por pagar el rescate de su servidumbre (abolida a la medida de sus señores en 1861) y obreros con salarios de hambre y jornadas de más de 12 horas diarias. A esto se unió la desastrosa guerra contra Japón, iniciada en agosto de 1904, que todavía endureció más las condiciones de vida del pueblo ruso, y el deseo, por parte de algunos sectores de la burguesía, de una reforma del régimen autocrático y semifeudal en la dirección de una mayor apertura hacia el desarrollo capitalista.

La Revolución rusa de 1905 (el prolegómeno de la que en 1917 destruyó el zarismo) tuvo tres fases perfectamente definidas: el Domingo Sangriento de San Petersburgo (enero); la sublevación de los obreros de Odessa y de la tripulación amotinada del acorazado Potemkin (junio) y, finalmente, el mejor dirigido y más difícil de reprimir, la Semana Sangrienta de Moscú (diciembre). A nosotros nos interesa el primero de ellos, en el que se refleja lo paradójico y extraño de la revolución. La organiza nada menos que un sacerdote que tenía una fe absoluta en el zar y que mantenía excelentes relaciones con la temida policía zarista, la 'Ojrana', el clérigo ortodoxo Gueorgui Apollónovich Gapón, quien, desde 1903 y con el patrocinio de la Policía, organizó 'clubes' a modo de embriones de futuros sindicatos controlados por el poder y los grandes industriales. Su misión reformista se veía como un contrafuego dirigido a frenar la acción de los mencheviques, bolcheviques y otras fuerzas revolucionarias que pretendían acabar con la autocracia.

En la fiesta de Reyes de 1905 (según el calendario ruso de la época) se acordó una huelga general en San Petersburgo que obligó a cerrar casi todas las empresas de la ciudad. Al estallar la huelga, el cura Gapón propuso que el 9 de enero los obreros se congregaran en procesión pacífica ante el Palacio de Invierno, con rosarios, estandartes religiosos y retratos del zar, con objeto de entregarle una petición en la que se expondrían sus reivindicaciones. En las primeras horas de la mañana, más de 120.000 personas desfilaron acompañadas de sus familias, mujeres, niños y ancianos, entonando canciones religiosas y sin armas. Más de mil cayeron muertos ante los fusiles de las tropas zaristas y más de 2.000 resultaron heridos, empapando de sangre las calles de San Petersburgo. Fue una enseñanza sangrienta la que los obreros recibieron este día. El 9 de enero murió fusilada su fe en el zar. Comprendieron que sólo luchando podían conquistar sus derechos. La noticia del crimen sangriento de Nicolás II corrió como un reguero de pólvora por toda Rusia. No hubo ciudad donde los obreros no se declarasen en huelga en señal de protesta contra el crimen y donde no formulasen reivindicaciones políticas. A partir de esta fecha, la lucha revolucionaria de los obreros tomó un carácter más agudo y más consciente. De las huelgas económicas y de solidaridad, los obreros pasaron a las huelgas políticas, a las manifestaciones y, en algunos sitios, a la resistencia armada contra las tropas zaristas.

La incapacidad de Nicolás II para entender la necesidad de reformas en 1905 aceleró la Revolución rusa. El autoritario e incapaz Nicolás II debió de darse cuenta de que la sociedad rusa necesitaba reformas, en lugar de insistir, con su falta de inteligencia política, en la naturaleza divina de su cargo. La masacre descubrió a 'Nicolás el sangriento', como pasó a ser conocido desde ese momento, no sólo como un hombre cruel y despreciable, sino también como un monarca sumamente estúpido. La gran revolución tardó más de 12 años en producirse, pero es en la fecha del 9 de enero de 1905 cuando se puede ver claramente la ruptura total entre el zar y su pueblo.

Vladímir Putin no es Nicolás II. Pero al igual que éste sueña con el Imperio zarista. En este caso con la reconstrucción del mismo y con convertirse en el zar de todas las Rusias. El último episodio en este sentido lo hemos tenido en Ucrania, pero habrá más. Después de las masacres del Teatro de Moscú y de la escuela de Beslán, en Osetia del Norte, ha asumido todo el poder dando un golpe de muerte a la Constitución y a las instituciones que ofrecían una imagen de Rusia cercana a la democracia formal. Desde entonces es candidato a convertirse en un nuevo Stalin. Con el pretexto de la lucha contra el terrorismo, no vaciló en imitar a George W. Bush y declarar la guerra preventiva. Aprovechándose del rechazo de los rusos al terrorismo checheno y del miedo a la inseguridad, Putin quiere implantar la pena de muerte, limitar la libertad de circulación y concentrar los poderes, aunque ello suponga decenas de violaciones de la Constitución. Para un pueblo diezmado por los zares, después deportado en masa por Stalin y ahora masacrado por Yeltsin y Putin, el terror impuesto por Moscú sólo sirve para alimentar el terror de los descendientes de las víctimas, y el nacionalismo ruso sólo aumenta el nacionalismo checheno.

Al problema checheno se une la acción de EE UU, que quiere debilitar a la segunda potencia nuclear mundial, obstaculizar su intervención en Oriente Próximo y Medio, impedir una posible alianza con Europa o China y sabotear su riqueza petrolera y gasística. Mientras tanto, Putin, con el pretexto de la lucha antiterrorista, da alas al capitalismo salvaje, elimina la gratuidad de los servicios sociales, suprime los frágiles elementos de democracia y refuerza el nacionalismo ruso, encerrando al país en un capitalismo ilimitado y oscurantista y condenándolo a una inacabable guerra en las montañas del Cáucaso.

El nuevo zar se asienta en una farsa burlesca y dramática, la representada por un modelo político agotado que, por no tener, no tiene ni oposición a la que hacer responsable de la gestión gubernamental; por una desastrosa estructura económica que utiliza tecnología obsoleta; por una pobre diversificación productiva; por una peligrosa dependencia de los precios del petróleo; por una sangrante y vergonzosa prosperidad de los oligarcas en detrimento de las pequeñas empresas y, finalmente, por una crítica situación social corroída por la imparable corrupción y por el aumento constante de la brecha entre ricos y pobres.

Nicolás II no vio la necesidad de cambiar las cosas tras el 'Domingo Sangriento' de 1905. Vladímir Putin, coincidente con éste en una concepción del mundo más cercana de lo que se pueda pensar, está cayendo en el mismo error y los ciudadanos rusos tendrán que recordarle su papel y la miseria hacia la que les aboca, por mucho que intente taparla con el nacionalismo imperial. El detonante de esta realidad llegará cuando los ciudadanos rusos tomen conciencia de la farsa del nuevo zar, consolidado mediante un sinfín de aberraciones autoritarias, una gran maquinaria represiva, la anulación de los medios de comunicación opuestos a su política y la falta de una oposición política real. Y no olvidemos la responsabilidad del denominado mundo occidental, permitiendo la masacre chechena y las formas autoritarias de Putin. Y dentro de él, una UE que prioriza sus intereses comerciales sobre los políticos, sociales y humanitarios.

Correo Digital (Argentina)

 


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