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08/09/2011 | Las lecciones de Libia

Vicente Echerri

El dilatado derrocamiento de Gadafi –tirano en fuga, desafiante aún desde el escondrijo donde se encuentra– es como si presenciáramos una revolución en cámara lenta. A pesar de los hechos de armas; de la violencia, por momentos brutal, con que se dirime el conflicto; del progresivo acoso a que se ve sometido el régimen; toda la acción (al menos vista desde aquí) tiene una lentitud casi operística.

 

Hasta las bombas que dejan caer los aviones de la OTAN podría pensarse que deshacen sus objetivos a un ritmo más moroso que lo habitual. El resultado es una especie de función didáctica, de clase magistral sobre una guerra civil de relativa poca intensidad que se nos muestra diariamente “en vivo” en los noticieros de la tarde.

La ventaja que esto puede tener para los espectadores es la lección de política que recibimos gratis, y especialmente a partir de las reacciones que esta guerra ha suscitado en el resto del mundo. La manera en que ha servido –al igual que antes lo han hecho los conflictos de Irak, Afganistán, los Balcanes, etc.– para contribuir a definir los campos. La guerra de Libia es una guerra mundial en miniatura en la que casi todos toman partido.

Por tratarse de una revolución popular que se propone derrocar una tiranía corrupta, se supondría que los gobiernos que insisten en llamarse revolucionarios (como los de Cuba, Zimbabue, Venezuela) apoyen a los rebeldes. Las escenas de caos y de júbilo que vemos en las noticias, a muchos cubanos nos recuerdan el júbilo y el caos de los primeros días que siguieron al triunfo castrista en 1959, la improvisación de autoridades, la fe popular. Sin embargo, esos regímenes “revolucionarios” han hecho causa común con Gadafi, al extremo de anunciar que no reconocerán al gobierno salido de esta revolución. A simple vista parecería una inconsecuencia.

Luego, resulta palmario que la solidaridad entre tiranos se impone al simple ideal revolucionario. Una revolución que aspira –conforme a las declaraciones de sus líderes– a instaurar la democracia en Libia, con pluralidad de partidos y respeto a las libertades fundamentales, provoca la inmediata desconfianza de las revoluciones devenidas tiranías. Creen sus líderes que la rebelión –el expediente que alguna vez usaron para la toma del poder, por ejemplo, en los casos de Cuba y de Zimbabue– es anatema cuando cuestiona la legalidad de regímenes que el mito revolucionario ha servido para perpetuar. Luego, el discurso de la revolución nacionalista, tan esgrimido por ciertas dictaduras, demuestra su indiscutible falsedad.

El genuino anhelo de un pueblo que quiere disfrutar de los beneficios de la libertad –sin la cual, como es bien sabido, toda justicia social que dimana de la gestión política no es más que expresión de resentimiento, venganza y prebenda– es un anuncio ominoso para cualquier tiranía que, naturalmente, le teme al contagio de una acción libertadora. Los tiranos creen, con toda razón, que el desalojo violento de un déspota sienta un precedente para su propio fin, cuando el apego al poder y su mantenimiento hace mucho se ha convertido en la única razón intrínseca de su supervivencia. Una revolución democrática –o que tal se proclame– sirve, sobre todo en estos tiempos de comunicaciones inmediatas, para poner al descubierto y cuestionar radicalmente la legitimidad de toda tiranía. La caída de Gadafi, como antes la de Mubarak, ilegitima por contraste los despotismos que subsisten. ¿Por qué no en Cuba, en Siria, en Zimbabue, en China…? La alineación, discreta o desembozada, de estos regímenes con el de Gadafi, que dicta el miedo propio a perecer, contribuye a resaltar una existencia intolerable.

Un último ingrediente que explica la defensa del casi extinto régimen libio de parte de sus homólogos (o de los que aspiran a serlo, como el caso de Venezuela) es el odio a la acción hegemónica de Occidente, encabezada por Estados Unidos, y su arbitraje en la escena internacional. Las grandes democracias han operado decisivamente en la remoción de Gadafi con la suficiencia de los que saben que existe un solo orden jurídico internacional realmente válido y respetable que es el que ellas representan y que alguna que otra vez pueden llegar a hacer valer con sus armas. Tal expediente pone en precario el futuro de todas las otras tiranías que hoy subsisten en el mundo. Aunque aún se mantenga por algún tiempo, ese tiempo está llamado a ser el de su fin.

© Echerri 2011


Miami Herald (Estados Unidos)

 


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