SACUDIDOS durante los últimos diez años por los atentados terroristas de Nueva York, Pensilvania y el Pentágono, los tres escenarios del ataque protagonizado por Al Qaeda en suelo americano el 11 de septiembre del 2001, los norteamericanos no han conseguido aún cicatrizar sus heridas.
Una década ha transcurrido y, pese a que el presidente Obama declaró ayer en su mensaje radiofónico de los sábados que Estados Unidos es hoy más fuerte que cuando se produjeron los atentados, muchos pondrían en duda la declaración. ¿Qué es ser más fuerte? Económicamente es obvio que no es así.
La crisis ha trastocado muchas cosas, incluso el papel preponderante de la economía norteamericana, y nuevos actores –de una manera muy especial, China– han venido para sentarse en la mesa de las decisiones mundiales. El papel hegemónico en la política también ha entrado en revisión. En parte, por el multilateralismo en la toma de decisiones, pero también porque el nuevo mundo que surgió del 11-S cuestionó que la Casa Blanca fuera el único centro de decisiones. Pero quizás lo más preocupante para Estados Unidos una década después es su división interna. Una fractura desconocida en una sociedad que siempre había sabido dar muestras al mundo de ir unida.
A algo más de un año de las elecciones presidenciales, fantasmas de pasado, realidades del presente y los miedos del futuro atenazan a un país que, en muchos momentos de la historia, ha emergido con una vigorosidad envidiable. Hoy no es así. Y demócratas y republicanos se encuentran enzarzados en una batalla paralizante para Estados Unidos y para todos nosotros. Como si las lecciones del pasado sirvieran de bien poco.