Los sucesos argentinos son verdaderamente alucinantes. Desde anuncios oficiales ridículos hasta las más alocadas medidas, pasando por una sociedad que muta en poco tiempo de la euforia a la depresión, de la idolatría a la demonización, hechos que en cualquier otro país serían causantes de revueltas, aquí no llegan siquiera a la primera plana de los periódicos.
Inmerso en el aquelarre al cual nos hemos acostumbrado, días atrás, en los dominios del presidente Kirchner, una comisaría fue rodeada por una turba que baleó su fachada y asesinó a un policía en forma brutal (como veremos más adelante, no sería el único muerto que dejaría la jornada violenta).
¿Quiénes protestaban? Sindicalistas y obreros petroleros. ¿Qué pedían? Ciertamente no la abolición de la propiedad privada y la colectivización de sus empresas. Tampoco se manifestaban a favor de un más equitativo reparto de la riqueza o, al menos, de mecanismos que sirvan de paliativos contra la pobreza que afecta al 45% de nuestros conciudadanos. El nuevo sindicalismo argentino, versión siglo XXI, “lucha” contra el “bajísimo” mínimo no imponible del impuesto a las ganancias. Parece que los obreros mejores pagos del país encuentran insoportable el hecho de tener que aportar parte de su sueldo al erario público. ¿Pero acaso no es ese mismo sindicalismo uno de los que se llenan la boca pidiendo más estado, más intervención, más regulación? Podríamos discutir largamente si tal cosa es beneficiosa o dañina –personalmente me inclino por la segunda opción- pero no puede negarse que para instrumentar un proyecto estatista todos tienen que pagar impuestos. El asistencialismo, la obra, la salud y la educación públicas requieren, para ser llevadas a la práctica, de cuantiosos fondos –que no pueden provenir sino de los ciudadanos a través de los impuestos. Así, grosso modo, es el modelo escandinavo que tanto encandila a los partidarios del monopolio de la fuerza locales.
Si lo arriba expuesto es correcto, nos encontramos con un serio problema. A saber: los mismos que piden más impuestos, estado providencia o, lisa y llanamente, comunismo, se resisten –en este caso violentamente- a someterse a los instrumentos que lógicamente siguen a sus planteos. Es decir: quienes están por la socialización, la “solidaridad” y la activa participación del estado en la economía (todo esto a punta de pistola si es necesario), muestran activamente su descontento a la hora de pagar impuestos que sirven para sostener los Planes Trabajar, los comedores infantiles, la educación y la salud públicas.
Pese a ser una incoherencia notoria, no es un fenómeno nuevo en el ámbito de la izquierda argentina. Uno de los motivos del fracaso estrepitoso del gobierno del ex presidente Alfonsín fue que éste se dio cuenta que la “redistribución” con la que soñaba implicaba forzosamente una extracción de recursos a los sectores medios y altos de la sociedad, que no sería tolerada por el grueso de su base electoral (la clase media). Como en el sur hace unos días, en la década de los ‘80s las mismas personas que votaban con el “corazón” por la socialdemocracia no respondían con el “bolsillo” propio a la hora de aplicarla.
Al mismo tiempo que daban muerte al oficial Sayago durante una manifestación en favor de la suba del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias, un buen número de obreros (la marcha fue muy nutrida) mató también las últimas esperanzas marxianas de clasismo y conciencia del proletariado. Pese al aparente revivalque experimentamos en Sudamérica, no parece ya posible que sean los ideales de la izquierda revolucionaria -al estilo “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”- quienes los orienten de aquí en más. En su lugar, parece se perfilan un egoísmo desvergonzado y un nihilismo incendiario y agresivo para cubrir el vacío dejado por la “muerte” del profeta alemán.
No es la intención de estas líneas dejar la impresión de que está mal manifestarse en contra de los gravámenes fiscales (por supuesto siempre que sea dentro de los cánones de la civilidad). Simplemente deseamos poner el acento en la falta de integridad y autoridad moral que aqueja a muchos de los impulsores de políticas económicas enroladas dentro del “progresismo”, la socialdemocracia o el marxismo. Ello sucede porque los mismos que piden a gritos una mayor participación económica estatal no están dispuestos a sustentar su posición con su propio patrimonio. Adoptando en forma cabal un izquierdismo de café, creen cándidamente que la tan ansiada “redistribución” es fácilmente asequible subiendo los impuestos de Amalita Fortabat y alguno que otro ricachón más.
Tampoco sería legítimo inferir de lo argumentado que debajo de todo socialdemócrata se esconde un farsante. Numerosos países europeos refutarían tal análisis. Allí buena parte de los ciudadanos, tan puntual como honestamente, tributan al fisco proporciones de sus ingresos que oscilan entre el 65 y el 75%.
Nuestra conclusión es la siguiente: pese a pretender monopolizar la posesión de la bondad y las buenas intenciones, el progresismo y la izquierda argentina en general, caen -como lo haría cualquier “burgués”- en actitudes por demás egoístas y pusilánimes.
