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21/09/2011 | Uruguay: Las causas del subdesarrollo y la pobreza

Hana Fischer

En estos días hay un gran revuelo político. Y no es para menos, ya que según anunciaron las autoridades de Aratirí, dejaron en suspenso sus planes de explotar yacimientos mineros en el país.

 

Aratirí es una firma de capitales indios creada por el grupo Zamin Ferrous. Su rubro principal es la extracción, procesamiento y exportación del hierro. Según la información de su página web, “Se trata de un importante proyecto nuevo ubicado en Valentines, en el centro este de Uruguay, con una inversión aproximada de US$ 3.000 millones que podría impulsar un crecimiento significativo de la economía uruguaya”.

Esa cifra representaría la más alta inversión que el Uruguay haya tenido en su historia. ¡Con razón que el gobierno y todo el sistema político se han puesto tan nerviosos!

Consideramos que lo que está ocurriendo con respecto a este mega proyecto, y las reacciones que han tenido los diferentes actores políticos, dan pie para hacer un análisis de la razones por las cuales Uruguay es un país pobre, despoblado y subdesarrollado.

Para empezar, veamos qué es lo que está planteando el sistema político:

El diputado José Carlos Cardoso del Partido Nacional, propuso nacionalizar el hierro con el fin de obtener una ganancia superior al 5%, que es el canon fijado en el Código Minero. Cardoso se reunió con el presidente José Mujica, y éste último se entusiasmó tanto con la propuesta, que incluso mencionó la posibilidad de obtener un 50% (palabras textuales: “fifty-fifty”), en el negocio con la minera.

Una nacionalización, no es algo que le rechine al senador herrerista Luis Alberto Heber, por lo que eventualmente, estaría dispuesto a aceptarla. Por su parte, el líder de Alianza Nacional, el senador Jorge Larrañaga, considera que entre todas las alternativas disponibles, la que más le agrada es la tesis de Juan Andrés Ramírez, quien sostuvo que si lo que se quiere es que el Estado tenga el control de casi todo el hierro, lo único que hay que hacer, es aplicar el Régimen de Reserva Minera. Según Larrañaga, “Este mecanismo blinda al país, mejora sus potencialidades y si queremos obtener más recursos para el Estado, esta es la mejor opción”.

También desde el Frente Amplio, se sumaron las voces que apoyan la idea de que el Estado obtenga más beneficios en el negocio minero.

Y hasta el Partido Independiente, quiere una mayor ganancia para el Estado en la explotación minera.

Una de las pocas voces disidentes, ha sido la del ex ministro de Industria y actual senador, el socialista Daniel Martínez. Él ha expuesto dos argumentos, que ninguno de los políticos o partidos mencionados parece haber considerado:

  1. Que los recursos mineros ya están nacionalizados, en virtud del Código Minero (Ley Nº 15.242 de 8 de enero de 1982). En efecto, en su artículo 4to. expresa: “Todos los yacimientos de sustancias minerales existentes en el subsuelo marítimo o terrestre o que afloren en la superficie del territorio nacional integran en forma inalienable e imprescriptible, el dominio del Estado”.
  2. Que cobrar un canon mayor puede poner en riesgo la rentabilidad de la empresa privada, y por ende, hacerla desistir de realizar esa inversión.

Las propuestas hechas por los diversos actores —que abarcan todo el espectro político nacional— sacan a la “luz” las razones por las cuales seguimos formando parte del “Tercer Mundo”. Y, no por ser conocida, es menos cierta la expresión: “El desarrollo está en la mente”. O sea, que la riqueza de una nación no reside en sus recursos naturales sino en su cultura. Y por “cultura”, no nos estamos refiriendo a tener conocimientos “enciclopédicos” —a la manera que lo entienden los jerarcas de la educación, que para colmo de males, son los encargados de controlar la “formación” de todos los estudiantes— sino el poseer las ideas adecuadas. Y al expresar “ideas adecuadas”, nos estamos refiriendo a aquellas que promueven el bienestar entre las diferentes capas sociales.

Para poder comprender cabalmente cuáles son las doctrinas que generan “desarrollo”, nada mejor que estudiar los diferentes fundamentos sobre los que han sido edificadas la América Latina y la América Anglosajona respectivamente.

Cuando tantos gobernantes latinoamericanos están festejando a lo grande los 200 años de la independencia de sus países, es relevante hacer notar, que, para el ciudadano común, no ha variado tanto el contexto político que prevalecía en la época colonial. Han cambiado los dirigentes, pero no las prácticas.

Juan Bautista Alberdi fue uno de los más grandes pensadores argentinos. Él fue quien redactó las “bases”, que inspiraron a los constituyentes de su país a mediados del siglo XIX. El resultado fue la Constitución de 1853, que encaminó —a una hasta ese momento pobre, despoblada y anárquica Argentina— hacia el desarrollo. Mientras que sus ideas guiaron la labor de los gobernantes (hasta 1930 aproximadamente), esa nación fue tan próspera, que llegó a rivalizar hasta con EE.UU.

Alberdi señala, que “Nuestro derecho colonial no tenía por principal objeto garantizar la propiedad del individuo sino la propiedad del fisco. Las colonias españolas eran formadas para el fisco, no el fisco para las colonias. Su legislación era conforme a su destino: eran máquinas para crear rentas fiscales. Ante el interés fiscal era nulo el interés del individuo. Al entrar en la revolución, hemos escrito en nuestras constituciones la inviolabilidad del derecho privado; pero hemos dejado en presencia subsistente el antiguo culto del interés fiscal. De modo que, a pesar de la revolución y de la independencia, HEMOS CONTINUADO SIENDO REPÚBLICAS HECHAS PARA EL FISCO” (énfasis agregado).

A la inmensa mayoría de nuestros políticos, les agrada la idea de que el “Estado” se quede con más plata. Pero la pregunta es, ¿para qué?

No es ningún misterio que el “Estado” gasta mucho y mal. Es un verdadero destructor de la riqueza que produce el ciudadano común —los “nabos de siempre”, como diría Tomás Linn. El argumento que con el dinero que recaudan nuestras autoridades —“que no persiguen el lucro”, según el cliché tan en boga— tendremos más escuelas, hospitales e infraestructura que usufructuaremos todos los habitantes, son puros cuentos chinos. La educación pública es un horror, tanto desde el punto de vista edilicio como de calidad de la enseñanza; en los hospitales falta de todo, y hay que esperar meses para ser atendido u operado; y otro tanto se puede decir en cuanto a la infraestructura para el transporte….

El gobierno recauda y recauda, supuestamente para esos fines. Sin embargo, la experiencia se ha encargado de demostrar, que el verdadero objetivo de los gobernantes de cualquier pelo, es mantenerse en el poder. Y en consecuencia, el dinero se gasta teniendo esa meta en la mira. Por esa razón hay tanto despilfarro, nadie controla adecuadamente el gasto y las burocracias suelen estar muy bien atendidas. Ni siquiera el Tribunal de Cuentas puede hacer algo efectivo al respecto.

Nada mejor que estudiar la evolución histórica del ferrocarril en Uruguay, para “visualizar” esa realidad. Debe ser único en el mundo, el caso de un país que habiendo tenido un magnífico sistema férreo de la mano de inversores privados (¡que para peor eran extranjeros!), una vez que éste paso a manos del “Estado”, quedó reducido a la insignificancia.

Ante esta realidad palpable y cotidiana, lo increíble es, que cada vez que un hecho hace explotar de indignación a la opinión pública, la salida que el sistema político en conjunto encuentra, es “ingeniar” nuevas maneras de obtener dinero. Y muy frescos afirman que esta vez sí, es para mejorar la educación, la salud, la seguridad, la situación de las personas viven en la calle, la infraestructura… ¿les suena conocido?

Lo que no es tan común, es que se señale abiertamente —como se ha hecho recientemente— que se van a utilizar los dineros “públicos”, para premiar o castigar a los medios de prensa, según la cobertura que hagan de los temas que al gobierno le interesa que se sepan, o por el contrario, que se ignoren.

Como expresa Alberdi, “Con un derecho constitucional republicano y un derecho administrativo colonial y monárquico, la América del Sud arrebata por un lado lo que promete por otro: la libertad en la superficie y la esclavitud en el fondo”.

Hablando de derecho “monárquico”, el considerar que los recursos del subsuelo le pertenecen al sistema gobernante, y no al dueño del predio donde se encuentran —como señalaría la lógica— es otra de las “herencias” culturales que la España colonialista nos legó. Y esa es una de las principales razones por las cuales, ese potencial de riqueza no ha sido adecuadamente explotado en nuestro país. Nadie tiene incentivos para hacerlo e incluso, para el dueño del campo, es una molestia que extraños estén invadiendo su propiedad. Por lo tanto, por más que sepa que en el subsuelo hay algo valioso, se va a cuidar muy bien de hacerlo saber públicamente.

Por otra parte, actualmente el senado tiene a estudio un Acuerdo de Promoción y Protección de Inversiones entre Uruguay y la India. Este tratado incluye una cláusula, que impide la nacionalización de los emprendimientos comerciales, incluida la extracción de minerales. Eso ha hecho que muchos legisladores titubeen entre aprobarlo o no.

Ante la duda, es bueno que tengan presente estas palabras de Alberdi: “Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de colocar la civilización sudamericana bajo el protectorado de la civilización del mundo”.

EE.UU. es un país desarrollado y rico, porque el sustrato cultural del cual se nutren sus instituciones, es más adecuado para alcanzar esos objetivos. Aunque en un principio, estuvo a punto de sucumbir a causa de los mismos errores que nos caracterizan a nosotros.

Los colonos ingleses que llegaron a Norteamérica en 1620 a bordo de “Mayflower”, estuvieron a punto de morir de hambre durante los dos primeros años de su estancia en tierras norteamericanas. Según el mito, sobrevivieron gracias a que los indios les enseñaron a plantar maíz.

Sin embargo, la verdad es menos romántica y más compleja. Según un pacto que habían realizado los emigrantes cuando aún estaban a bordo, todas las propiedades y la producción serían disfrutadas en forma comunitaria. Es decir, no habría propiedad privada y todo le pertenecería al “Estado”, quien luego haría la “distribución” de la riqueza.

En función de esos parámetros, se organizó durante esos primeros dos años la vida de los colonos ingleses en América. Cuando el “Mayflower” regresó a Inglaterra a los cuatro meses de haber arribado, ya había fallecido la mitad de los colonizadores, incluso el primer gobernador.

El segundo gobernador, William Bradford, permaneció en ese cargo durante muchos años. Tiempo después, escribió un libro titulado En la Plantación Plymouth, donde narra la historia de esa epopeya.

A través de esa obra, contada por un testigo presencial, es que sabemos lo que realmente ocurrió. En la zona donde estaban los colonos, el clima es muy duro, con inviernos muy crudos. Las cosechas de 1621 y 1622 fueron muy malas. Bradford señala, que “los individuos recibían las mismas raciones de comida sin relación a su nivel de producción y a ningún residente se le permitía que cultivara sus propios alimentos”.

La gente pasaba hambre y muchísimos morían. El desánimo era la nota general. Todos hacían el menor esfuerzo posible, y había mil excusas para no ir al campo a trabajar la tierra. Los más jóvenes y emprendedores se sentían explotados, y era común el robo de alimentos.

El gobernador afirma que “el sistema económico imperante era una maldición”, porque su dinámica hacía, que “hasta los miembros más correctos de la colonia llegaran a sentir poco respeto por los demás, y en general, reinaba una atmósfera de injusticia y de esclavitud”.

Frente a este estado de cosas, Bradford decidió dar una vuelta de timón, y sentar nuevas bases para la convivencia. En su libro cuenta, que “Empezamos a pensar y considerar cómo podríamos obtener una cosecha mejor y no tener que languidecer en la miseria. Después de un debate largo y extenso, los miembros de la comunidad decidieron que cada familia y/o persona decidiría cuánto sembrar de una manera independiente… a cada familia se le adjudicó una parcela de tierra proporcional al número de personas que la constituía”.

Bradford destaca, que “Esta medida tuvo un éxito magnifico. Convirtió a cada miembro de la colonia en una fuerza productora, y en 1623, se obtuvo mucho más maíz del que se había obtenido anteriormente, librando al Gobernador de grandes problemas”.

La consecuencia de transformar a cada familia en dueña única e independiente de una parcela —para que la administraran de acuerdo a sus propios intereses— fue, “que la mujeres acudieran voluntariamente a ocuparse de sus tierras y llevasen con ellas a sus pequeños. Eran las mismas que antes, bajo el sistema comunitario, alegaban que no poseían las fuerzas o destrezas necesarias para tales tareas” y, por lo tanto, no iban.

El milagro que transformó a esa colonia situada en una región donde el clima es inclemente, y que además, en aquel entonces estaba totalmente aislada, no fue otro que la institución de la propiedad privada.

A partir de 1623, las cosechas fueron muy abundantes. Y el resto, es historia conocida: con el correr del tiempo EE.UU. se convirtió en el país más rico e innovador del mundo. Alcanzó el desarrollo y la prosperidad.

Que la agencia calificadora Standard & Poor’s haya rebajado la nota de calidad crediticia de EE.UU. es una prueba más de lo acertado de nuestro análisis. Durante el siglo XX los diferentes gobiernos, y principalmente los dos del XXI (los de George W. Bush y Barack Obama), se dedicaron a nacionalizar empresas y bancos, aumentaron en forma impresionante la plantilla estatal y gastaron; gastaron mucho más allá de las posibilidades reales del país. Los políticos estadounidenses también están despilfarrando el dinero de sus contribuyentes y desplazando al sector privado en la toma de decisiones económicas. Y es por eso, que ya no son más una nación “AAA”.

Con respecto a Uruguay, estamos cumpliendo 200 años que comenzamos nuestro proceso independentista. Desde que tenemos vida como nación autónoma, hemos pasado por muchas vicisitudes. Dentro de ellas, la más increíble y a la vez más desconocida por la inmensa mayoría, es que hubo un período en que Uruguay fue un país desarrollado.

Consideramos que un país se ha desarrollado, cuando se convierte durante varias décadas en forma ininterrumpida, en polo de atracción tanto para las inversiones como para las personas. Es decir, se convierte en una “tierra de oportunidades”, donde los habitantes en base a su propio esfuerzo, creatividad y ahorro, pueden ascender en la escala social. Un lugar donde la posición económica relativa de los individuos, no dependa de tener “buenos contactos” políticos ni privilegios.

Uruguay estuvo en esa situación distinguida, durante la segunda mitad del siglo XIX hasta los primeros años del XX. En ese período, y no por casualidad, los gobernantes aplicaron políticas de tendencia liberal. Existía clara conciencia de que el productor de riqueza es el individuo, y no el “Estado”. Al Estado le estaba vedado realizar actividades comerciales y/o financieras. Sus fines estaban limitados a asegurar el orden, la paz y la justicia dentro de la República. Durante ese lapso, el PBI real per cápita era comparable al de los países más ricos de aquel entonces, que eran Inglaterra, Francia y Alemania.

Luego volvieron a triunfar las ideas “monárquicas”. Y el objetivo principal de la legislación no ha sido el de garantizar la propiedad del individuo, sino la del fisco. El resultado fue el estancamiento económico, la mediocridad y por ende, la emigración de los más capaces.

Actualmente y desde hace varios años, Uruguay está pasando por una etapa de crecimiento económico excepcional, dado lo que ha sido la media histórica. Esto se ha traducido en menores índices de desempleo y un nivel de vida más alto para la población en general.

Esto ha llevado a que algunos pronostiquen, que estamos en camino de convertirnos en un país desarrollado. ¿Será así?

Lo vemos muy difícil, mientras prevalezca esta “cultura” política entre los encargados de dirigir los destinos de la nación.

El Cato (Estados Unidos)

 


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