Esa situación puede definirse con un verdadero estado de guerra de baja intensidad que podría derivar en guerra sucia si no son manejadas bien las cosas. Pero, en todo caso, se trata de una guerra en la cual ya se está utilizando recursos bélicos como, por ejemplo, que “en la guerra vale todo”.
En efecto, por una parte, los campesinos interculturales y los policías están cortando a los indígenas marchistas la posibilidad de que se provean de agua y alimentos de tal manera de reducirlos por medio del hambre y la sed y obligarlos a desistir de sus planes. Se trata de una actitud inhumana, pero en circunstancias de un suceso bélico, todos los recursos serían valederos para derrotar al “enemigo”.
En este estado de guerra entre hermanos ya se han cerrado las posibilidades de establecer una tregua y de firmar un armisticio y, por tanto, se ha llegado al punto de que cualquier aproximación podrá ser un diálogo de sordos y terminar en un baño de sangre. De otro lado, el asunto ya se ha convertido de local en nacional e inclusive con derivaciones mundiales. Es más, ninguna de las partes quiere retroceder y unos y otros se agraden verbalmente y mostrándose los dientes y los puños.
Entre tanto se han originado dos nuevos fenómenos. El Gobierno carece de apoyo en la retaguardia y, al mismo tiempo, la población urbana muestra su apoyo moral y material a los marchistas, en un proceso similar al que ocurrió hace años cuando un grupo de mujeres encabezado por Domitila Chungara movilizó a todo el pueblo boliviano, y produjo el desplome del gobierno de Hugo Banzer, y cuando se cumplió una de las leyes de la política nacional que indica que las dictaduras en Bolivia nunca duran más de seis años.