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12/03/2006 | El lobo Slobo

Ignacio Slobo

Ni una lágrima por el carnicero. Si acaso, el lamento civil de que haya muerto sin condena, aunque quede el consuelo de que al menos estaba en la cárcel a la espera de recibir su castigo en un juicio justo que no tuvieron sus víctimas.

 

Las víctimas de Sarajevo, de Dubrovnik, de Srebrenica, de Kosovo. Los niños asesinados delante de sus padres, los ancianos de ojos arrancados, las doce mil mujeres violadas por los soldados y milicianos serbios según el sangriento designio de la limpieza étnica. Las víctimas del delirio nacionalista, tanto da que se trate de un nacionalismo expansionista como de uno separador. Un delirio de odio, una pulsión de exterminio contra la diferencia, el demonio del desvarío genocida que marcó en el siglo XX la historia de Europa.

Una Europa que jamás podrá borrar su culpa en la catástrofe balcánica, el mayor fracaso de esa Unión que ahora languidece en su incapacidad para construir una cierta unidad política. Porque, al final, a Slobodan Milosevic lo derribó su propio pueblo harto de barbaries y derrotas, y fueron sus compatriotas quienes lo entregaron, comprados de manera miserable a cambio de las ayudas con que la UE trataba de paliar su conciencia culposa por haber permitido la barbarie yugoslava.

Eso no se puede olvidar. Fue Europa, la brillante y confortable Europa comunitaria, la que reconoció prematura e imprudentemente a Croacia, la que luego se cruzó de brazos ante la invasión de Bosnia y el cerco a Sarajevo, la que con su pasividad consintió la masacre de Srebrenica, esa fosa común de la dignidad colectiva. La que ante el brutal éxodo etnicista de Kosovo titubeó hasta que Clinton hubo de forzar una intervención por las bravas. Mientras los jerifaltes de Bruselas vacilaban durante años en sus foros diplomáticos tratando de negociar con el monstruo, los siniestros esbirros del nacionalismo comunista de Milosevic -y también, por cierto, los herederos del tristemente célebre fascismo croata- desataban una orgía de sangre y violaban con saña cadáveres de familias enteras en sus impunes correrías de horror. Ese baldón de cómplice vergüenza no se borrará jamás, y deberían recordarlo los que piensan que la Unión Europa puede erigirse alguna vez en freno contra las enajenaciones nacionalistas: por las buenas o por las malas, con procesos de secesión pacíficos o violentos, media docena de estados que han ingresado ya en la Comunidad o están en la lista de espera para hacerlo, no existían quince años atrás. Que tomen nota los que quieran entenderlo.

Magro consuelo, pues, la muerte del lobo Slobo en su celda holandesa. Durante una década campó a sus anchas en un yermo de muertos inocentes. Una tragedia que ensombrece nuestra condición de seres civilizados por haber condescendido, en un vergonzoso espectáculo de dubitativa transigencia, con los peores fantasmas de la alucinación extremista. Ay, los nacionalismos, maldita plaga.

ABC (España)

 



 
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