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21/03/2006 | Lula resucita, el mito se desvanece

Antonio Saenz de Miera

EL rostro de Lula, durante algún tiempo, significaba para muchos el cambio necesario y posible en América Latina.

 

Si nos centramos en el personaje, el Lula que vimos en la Cumbre Iberoamericana de Salamanca no parecía el mismo que el que saludaba eufórico a las multitudes que lo aclamaban en Oviedo en 2003 cuando acudió a recibir el Premio Príncipe de Asturias. El Lula triunfador, seguro de sí mismo, daba paso a un Lula que trababa de pasar desapercibido, atribulado, seguramente, por los problemas internos que entonces afloraban en su país, en su partido.

Algo había sucedido que afectaba a la línea de flotación del mensaje con el que había llegado al gobierno. El «patrimonio ético» del PT saltó por los aires cuando un antiguo aliado suyo, Roberto Jefferson, denunció la compra de votos a los diputados de otros partidos a través de unos pagos mensuales. El escándalo fue de una enorme magnitud y produjo una serie de dimisiones en cadena que afectó a personajes de la relevancia de Dirceu, el todopoderoso jefe del gabinete de Lula, a dirigentes del PT, ministros y diputados.

Aun cuando nunca se pudo probar su participación en los hechos ni, sorprendentemente, su conocimiento de los mismos, Lula quedó seriamente tocado. Nada podía afectar más a su imagen pública y a la credibilidad de su gobierno que el espectáculo de cinismo y desvergüenza de sus más allegados colaboradores y acusó el golpe. Thomas Skidmore, estudioso americano, lo veía en aquellos momentos como un «fantasma». A finales del mes de agosto, el ex presidente Cardoso no creía que Lula pudiera reaccionar; «está acabado», nos decía en la sede de su Instituto en Sao Paulo, pero no consideraba ni prudente ni aconsejable el proceso de «impeachment» que reclamaba un porcentaje amplio de ciudadanos brasileños. La alternativa de una figura meramente decorativa, sometida a una muerte lenta, parecía, en aquellas circunstancias, lo mejor para el país. En la posibilidad de la reelección ya no creía nadie.

El fenómeno Lula, las expectativas y las esperanzas que había suscitado su llegada al poder parecían entrar en una fase de agotamiento irremediable. Y no porque el gran cambio social prometido siguiera sin verse por ninguna parte, sino porque el aura ética con el que había aparecido en la escena internacional se había desvanecido casi de un plumazo.

Pero el tiempo en política produce cambios inesperados: las encuestas más recientes no sólo avalan la acción del Gobierno sino que también abren la posibilidad de que Lula pueda ganar las próximas elecciones. La corrupción política y el PT han quedado, con el paso del tiempo, en un segundo plano. Y es que unos meses en política es mucho tiempo si se sabe manejar con habilidad y sentido de la anticipación. No ha sido ese el caso del PT, que sigue sin levantar cabeza, pero sí el de Lula que ha logrado desentenderse inteligentemente de sus antiguos aliados; la realidad es que nadie ha logrado involucrarle en un proceso de corrupción que sigue cobrándose nuevas víctimas. A los partidos de la oposición, preocupados por evitar una crisis institucional de consecuencias imprevisibles, Lula se les ha ido de las manos. Y, en cualquier caso, para los más pobres, la mayoría social en Brasil, los asuntos de corrupción política no son prioritarios. Los problemas éticos quedan ya para ellos muy lejanos y han dejado de tener importancia si es que alguna vez llegaron a tenerla. Ocurre además que, en los últimos meses, la situación económica y el empleo no van mal y eso es algo que pueden percibir, muy especialmente, los que reciben ayudas de Bolsa Familia (los beneficiarios de este programa son el 20 por ciento de los votantes) que son los que, probablemente, darán su voto a Lula.

Estas nuevas perspectivas electorales han cambiado también, en cierto modo, el rostro y el mensaje de Lula; hay atisbos de populismo en su deseo de aparecer como el candidato de los trabajadores y los desheredados y olvidarse de una clase media a la que tiene prácticamente perdida. Y esto no sólo en la retórica de los discursos, sino también en la propia acción política. Ya no están en juego tanto la ética o los principios como la rentabilidad electoral de todo lo que se diga o lo que se haga desde el Gobierno. Seguirán bajando los intereses, aumentarán los beneficiados de Bolsa Familia y el gasto público hará milagros. Lo de siempre.

Lula no está acabado; ha sido capaz de salir a flote en una situación muy complicada. El timón de la economía lo ha llevado, en general, con tino y las cuentas sociales, según los últimos indicadores, empiezan a mostrar signos positivos. Siguen pendientes las grandes reformas prometidas y necesarias; de algunos programas estrella como Fome Zero ya ni se habla; las desigualdades en Brasil siguen siendo tremendas y la violencia, sorprendentemente ausente del debate político, sigue creciendo en las grandes ciudades. Ya vemos, pues, que nada nuevo hay bajo el sol, y que los cambios profundos que necesita Brasil, ni Lula ni nadie puede resolverlos en cuatro años de gobierno. No me atrevo a decir que la perdida del aura ética que le sostenía casi como un personaje intocable era previsible, pero tampoco nos puede sorprender que algo así haya ocurrido en el complejo y contradictorio mundo brasileño. Lula se ha dejado en la gatera algo más que unos pocos pelos sin importancia; lo que ha ido perdiendo en el camino es el humus que fertiliza la democracia y da solidez a los valores que la sostienen. Ahora es un político más, para algunos bajo sospecha, en el inestable panorama social iberoamericano. Pero ahí está, y nadie puede escatimarle el mérito de haber resurgido cuando ya casi nadie daba un duro por él. Paradojas brasileñas, Lula resucita, pero el mito se desvanece. En las circunstancias actuales, ¿le darían el Premio Príncipe de Asturias?

(*) Presidente de honor del Consejo de Fundaciones

ABC (España)

 


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