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16/02/2012 | Argentina: el silencio de los militares

Graciela Mochkofsky

Hace unos años, cuando se anularon las leyes del perdón y se reiniciaron los juicios contra los militares de la última dictadura argentina, me propuse entrevistar a quienes habían tenido responsabilidad en el planeamiento y ejecución del terrorismo de Estado.

 

Habían pasado treinta años, ya no estaba pendiente la justicia, pero quedaban (quedan todavía) un puñado de preguntas por responder. Para empezar: ¿cómo, en qué reuniones, quiénes, diseñaron el plan de represión clandestina: la organización en grupos de tareas que secuestraban por las noches, los campos de tortura, las "desapariciones"?, y ¿dónde están los cuerpos (¿las listas?) de los miles de "desaparecidos" que aún no se han encontrado?

El problema de estas preguntas era que, para responderlas, los militares debían admitir lo que habían hecho. No con un razonamiento político o ideológico sobre las razones de la dictadura, que habían hecho en distintas oportunidades, seguros de que los justificaba, sino el frío y detallado recuento de los hechos --una mirada al propio horror.

Me reuní con varios generales retirados, con ex ministros de la Junta Militar, con amigos e ideólogos de los represores. Ofrecí acuerdos de off the record, porque casi ninguno aceptaba hablar con su nombre y apellido. Con algunos me reuní largamente, una vez y otra. Pero luego de unos años me vi obligada a aceptar el fracaso: estos hombres no iban a hablar sobre los hechos. Se iban a morir en la cárcel sin contar lo que queda por contar.

¿Por qué?

Intenté explicarlo en una narración sobre mis encuentros con un ex general que tuvo un papel crucial. Lo publiqué el 24 de marzo de 2010, para un aniversario del golpe de Estado que dio inicio a la dictadura (1976), en el primer número de la revista digital el puercoespín, que co-edito con Gabriel Pasquini. Al leer ayer en la revista española Cambio 16 el complaciente reportaje al general Jorge Rafael Videla, presidente de la Junta Militar durante los años más sangrientos de la dictadura más sangrienta de mi país, recordé aquel relato y me pareció que, ante las autojustificaciones y las omisiones de Videla, volvía a ser relevante. Lo comparto aquí con ustedes.

***

Por la ventana del tren se sucedían despintadas estaciones de provincia, los baldíos, los recuerdos.

El departamento rectangular en el centro como una caja de zapatos. Las fundas baratas que escondían la tapicería gastada. Un niño rubio se colgaba de su cuello. El hedor de su aliento, que impregnaba las solapas de su saco azul marino, me rozaba la cara.

Sus agendas cargadas de notas esmeradas, minutas de reuniones, que, dijo, buscaría para el siguiente encuentro. ¿Dónde? ¿En el escritorio? ¿En la baulera? ¿en la casa de la hija? Esa vocación notarial que este país ha perdido. Esa memoria de detalles, nombres, órdenes, decisiones. Los papeles, los documentos, las listas. ¿Dónde se guardan los secretos?

No. Preguntaba mal: hasta cuándo.

***

Tomé un taxi desde la estación.

Habían pasado seis años. La mudanza le había sentado bien: ya no hedía. La casa era amplia, cómoda, llena de luz, de Casa-Foa.

–Nos la prestaron unos amigos que se fueron a vivir a los Estados Unidos –aclaró–. Hasta que vuelvan.

Le había llevado “Albert Speer, el arquitecto de Hitler”, de Gitta Sereny. Una exploración del arrepentimiento y la redención, una…

–Lo tengo –rechazó, condescendiente–. Me lo regaló mi hija. Leí 150 páginas y lo dejé. Lo que recuerdo es que Speer no era nazi, eso me parece central. Y también que habló después de su condena.

¿Entonces?

Entonces…

Tal vez si lo llamaba en seis meses, cuando la Corte anulara los indultos…

Lo llamé a los doce días y me invitó a pasar otra tarde en la casa. Y luego otra. Y otra. Durante meses.

***

Pasamos ese invierno en la nostalgia por su infancia. Un bisabuelo del siglo XIX había legado una fortuna a la familia. Luego, la vida en el campo; su bicicleta; el día en que la maestra particular llegó a la casa y le agregaron una cama en el cuarto de las hermanas. Había aprendido a leer leyendo La Nación. Recordó a cada director, maestro, compañero de primaria, del liceo militar, de la promoción, de las promociones anteriores y posteriores. Una tarde cualquiera evocó el momento en que llegó la orden de fusilar al general Valle. Le faltaba mucho para ser general, pero esquivó el asunto con excusas de etiqueta: llevaba uniforme de combate y “había que ir de servicio”.

–Una o dos horas después recibí a los oficiales que habían ido. El golpe psicológico era terrible. Me dijeron: mejor que no fuiste, no te podemos ni contar. Murieron como en la Guerra de la Independencia, gritando ¡Viva la Patria! Gritando a los que los fusilaban que no debían tener remordimientos porque estaban cumpliendo una orden y era su deber. Bromeando que tenían las botas manchadas y no iban a morir con las botas limpias…

Cuando quedamos solas, su mujer susurró:

–Apurate si le querés sacar algo. Se está empezando a perder.

Su cuerpo parecía contener todavía una fuerza caballuna, pero se lamentaba de múltiples achaques. Si se sacaba los audífonos se volvía sordo; sobre el final del invierno se rompieron y debí gritarle penosamente. Tenía la presión alta. Un médico quería abrirle la columna vertebral para frenar el estrangulamiento de un disco lumbar que apretaba nervios. Dolía. Dolería más y más hasta que ya no pudiera caminar. El general temía enfrentar el cuchillo de los matasanos. Pedaleaba una bicicleta que ya no iba hacia el campo ni a ninguna otra parte, mientras miraba noticias en la televisión.

Me apuré.

Por darme algo, me ofreció un secreto irrelevante: Videla preparaba un libro de memorias. Había pedido a sus viejos colaboradores que escribieran un capítulo por cabeza. El general no había escrito el suyo. Nadie leería un libro de Videla. Nadie, excepto ellos mismos.

Pero hasta cuándo, General. Hasta cuándo.

Yo tenía que saber, remarcó, que él se había opuesto desde el comienzo.

–A mí me hicieron callar luego de que me quejé de que no aparecieran los cuerpos. Yo quería que aparecieran con el nombre en un cartelito. Para facilitar el trabajo.

Se explicó:

–Vos sólo sos desaparecida si alguien dice: Mochkofsky desapareció.

Le interesaba hablar de ideas, no de hechos ni datos nimios.

–No quiero hablar de cosas desagradables como las que te interesan a vos.

Estaba de mal humor, tal vez porque yo había encendido el grabador.

La mucama paraguaya había calentado una pizza Sibarita y nos la había servido con jugo de manzana. El general quería algo más; sacudió una campanita. Pero la mucama no volvió. El general comenzó a sacudir la campanita en forma frenética. Rendido, se quejó a su mujer:

–Tu empleada no me da bola.

La mujer dijo un nombre y la mucama apareció enseguida.

***

Se presentía el verano.

Mejor tomarnos un tiempo, dije. Esperar.

Creí que el silencio mismo lo quebraría, como antes.

Pero no volvió a llamarme. Cuando me rendí, su mujer me informó que el médico había vencido: le habían cortado de un tajo la espalda para componerle los huesos.

La recuperación llevó meses.

Luego vino la infección que el urólogo desestimaba. Cuando llegó al Hospital Militar, le diagnosticaron septicemia. Reunieron a la familia para que se despidiera enseguida: con ese cuadro y esa edad, siete de cada diez morían.

Sobrevivió.

La mujer del general, una belleza de formas redondeadas y ojos gatunos, transmitía sensualidad, empatía, determinación, aun en la cafetería del hospital. En el jardín se apreciaba el fin de la primavera. Ella observó que los árboles sobre Luis María Campos estallaban de flores lilas; desde la ventana del cuarto en que vivía prisionera hacía cinco meses, esa visión la consolaba.

–La gente cree que trabajo acá.

A prueba y error, los médicos habían dado con el antibiótico que salvaría la vida del general. En el proceso, sus piernas se convirtieron en columnas ulceradas que dejaron a la vista huesos y tendones. No podía sostenerse en pie.

–Está desanimado y angustiado. No puede ver cómo sigue su vida.

Cuando no había visita, se entretenían con la televisión. Siguieron los juicios públicos contra el general Bussi y el general Menéndez.

–Menéndez –-resumió la mujer del general, con admiración–-, un señor: ‘Asumo total responsabilidad’.

En cambio, Bussi.

–Lamentable. ¡Lloraba! Una vergüenza. Le dije (al general): ‘Vos no vas a declarar, o te pegás un tiro. Pero ese papel no lo hacés.’

Ese era el problema, dije.

–Se van a morir sin hablar. Todos se van a morir sin hablar.

Claro.

–No quieren quedar como traidores ante sus pares.

No, ¡no! Debía convencer a su marido de que hablara. Ahora: ahora o nunca.

Se comprometió a intentar, por ninguna otra razón que la siguiente: estaba harta de esconderse. Pero me advirtió:

–No está bien de la cabeza. Desvaría.

Más tarde telefoneó, apenada:

–No sabe quién sos.

***

Se sucedieron cuatro meses, dos angioplastías, cinco stents. La infección regresó y esta vez no daban con el antibiótico que supiera combatirla. Ya no sabía dónde estaba.

–Hoy está en Estados Unidos, ayer estaba en Perú…

Vive una aventura tras otra: se interna en la selva, tiene un romance, está otra vez en el poder.

Tuvieron que atarlo a la cama.

El Pais (Es) (España)

 


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