Hace unas fechas, en el diario “Hindu”, de Nueva Delhi, se publicaba un artículo sobre el papel que India debía de jugar en el mundo. El autor hacia un canto al nuevo poder hindú, incluso alardeaba de que le sobraban alimentos que podían distribuirse en África. Lo más llamativo era que el fundamento del artículo era el declive de Occidente. No parece probable que cuando el analista redactara su escrito tuviese como referencia “El declive de Occidente” de Oswald Spengler, todos los indicios indican que se refería a la situación actual.
No es objeto de este análisis corroborar o
no la tesis de Spengler, ni de apoyar el determinismo histórico, sino de
comprobar que los acontecimientos apoyan una tendencia. En este sentido, tanto
la actual crisis de Estados Unidos como la de Europa, conforman una situación
en la que estos actores, los más conspicuos representantes de Occidente, ya no
son los únicos que dictan la agenda internacional.
Uno de los rasgos que definen la situación
es que, en términos históricos, la aparente pérdida de fuelle de Occidente ha
sido muy rápida. De “El fin de la Historia, el último hombre” del
profesor Francis Fukuyama, al documento del Departamento de Defensa “Sustaining
US Global Leadership: Priorities for 21st Century Defense” en que se adopta
una postura estratégica americana más defensiva, sólo han transcurrido veinte
años. Otro dato curioso es que, en 2014, habrán transcurrido veinte y cinco
años entre la salida de las tropas soviéticas y las americanas de Afganistán.
En el caso soviético, la retirada, resultó ser el heraldo del fin del imperio,
mientras en el caso americano, la postura tendencial de Defensa para los
próximos años se ha anunciado en el inicio del 2012.
Los historiadores tienen una ardua tarea
en explicar a las generaciones venideras, las causas de estos fenómenos, para
lo que dispondrán del conocimiento suficiente para ello. En el tiempo presente
sólo pueden efectuarse reflexiones e intentar contextualizar los
acontecimientos. La transición del centro de gravedad mundial desde la zona
Atlántico-Urales a Asia-Pacífico, tiene que tener una explicación plausible que
debe deducirse desde diferentes ámbitos.
Si buscamos la característica del tiempo
presente encontramos, como la más llamativa y, quizás, más influyente, la
capacidad de difusión de la información a nivel global. El fin de la monotonía
estratégica de la Guerra Fría, dio paso a una situación de un aluvión de
información, en forma de noticias, que conformó una potente narrativa capaz de
que arrollar cualquier atisbo inquisitivo. Se conformó un ambiente determinado
por un enorme aumento en las posibilidades de relación entre grupos y personas.
Lo curioso de esta situación globalizante es que se identificó y divulgó en sus
aspectos financiero y económico, cuando el efecto afectaba tanto a individuos
como a sociedades. De esta forma, la cualidad de factor geopolítico de la
“globalización” quedo preterida y sus efectos se disimularon mediante el
multilateralismo ideológico.
La Historia es pródiga en ejemplos de
globalización, la última entre dos siglos como la presente, fue entre el XIX y
XX y su consecuencia fue el fin de los imperios, la descolonización y un nuevo
orden mundial. ¿Sería frívolo comparar los felices veinte con los
constructivistas noventa? ¿Sería casual relacionar el crack del 29 con la
crisis de 2008?. Por ese camino podrían construirse modelos de predicciones,
pero caeríamos en el historicismo.
Todas las vías de investigación para
encontrar explicaciones a la situación geopolítica actual pasa por la autopsia
de la última década del siglo XX. La caída de los imperios produce
inestabilidad y la situación actual está conformada por los restos de la
desaparición del imperio otomano, del resultado de la descolonización y de los
fragmentos del imperio socialista, que forman el crisol de la inestabilidad a
la que, probablemente, habrá que añadir la configuración del continente europeo
resultante de la crisis de la Unión Europea.
La caída del Imperio Soviético dio una
segunda oportunidad al wilsonismo, pero macerado en posmodernismo. El
predicamento del multilateralismo utópico como base del orden mundial formaba
parte de una especie de vuelta a la mitología para explicar la Historia, la
divulgación de fábulas como “comunidad internacional” o “gobernanza mundial”
formaron un filtro que distorsionaron la percepción de la realidad. La
superposición de la euforia de la rápida desaparición de una amenaza esencial
percibida, de la enorme capacidad de comunicar, todo ello en un magma de
ausencia de realismo, conformó una narrativa que lejos de actuar como
instrumento se convirtió en dogma.
Los fundamentos de la presente narrativa
absolutista no son nuevos. La evolución del hombre, desde estados salvajes al
proclamado nivel de perfección actual, no habría sido globalmente uniforme, ese
estado de sofisticación lo representa la “Civilización Occidental”. La
apariencia, deducida de su actuación, es que las “élites” occidentales han
metabolizado el hecho de su privilegio evolutivo y que han asumido que los
hechos que ocurren forman parte de esa progresión lineal de los humanos, sin
lugar para los retrocesos, y que la pauta interpretativa de ese proceso
evolutivo está compuesta por los “valores occidentales”, de los que esas
“élites” son sus misioneros.
Existen pocas dudas que esos “valores” han
sido algunas de las referencias de actuación de “élites“ no occidentales, pero
no las esenciales. Para los actores de las revoluciones con nombre de colores o
de las estaciones anuales, “Occidente” es poder desnudo, influencia cultural,
apostasía, progreso, mercado, decadencia… Pero Occidente también narcotiza a
Occidente, porque asume que sus valores son absolutos, de validez universal, y
ese es el problema: la universalización de una cosmovisión particular. No es
que los “valores” occidentales sean equivocados, pero lo que tiene sentido en
determinadas sociedades, no lo tiene tanto en otras.
El efecto de esta narrativa tan potente es
un amplio desfase entre la percepción de lo que ocurre y la realidad. Ante
cualquier conflicto que surge se desencadena un reflejo condicionado, tanto en
los políticos como en los medios de comunicación, por el que cualquier
situación siempre se interpreta en el sentido de confrontación entre los que
luchan por abrazar los “valores” occidentales y aquellos que se oponen. Esta es
la manera en que se han tratado todas las situaciones de conflicto desde el fin
de la Guerra Fría.
Esta ceguera ha impedido a Occidente
percibir los cambios reales que se han venido produciendo en el mundo en las
dos últimas décadas, muchos de ellos impulsados por sus propios actos. Existen
otras cosmovisiones en condiciones de competir con la Occidental, dada la
vitalidad y estoicismo de las sociedades que las sustentan. Los estados
occidentales han seguido aferrados a su narrativa dogmática, se diría,
parafraseando a Max Weber, han motivado sus decisiones en lo que sería una
“ética de la convicción”, en contraposición a la “ética de la responsabilidad”
que se guía por sus consecuencias.
La identificación de la distribución real
del poder en el mundo, el nuevo “orden mundial” y la adaptación a sus
consecuencias, constituyen el gran reto de Occidente que es, ante todo una
cuestión de índole “cultural”, por lo tanto, de las más difíciles. La
multipolaridad, con la disminución del protagonismo de las instituciones
internacionales, la regionalización y fragmentación, así como las coaliciones
ocasionales, serán parte del paisaje. Lo que tenemos ante nuestros ojos es un
mundo de suma cero, con vencedores y perdedores, muy diferente del de todos
ganadores, preconizado en los años 90 del siglo XX. El resultado es que
Occidente ya no dicta la agenda global y, muy posiblemente, no vuelva a hacer
lo en mucho tiempo.