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19/03/2012 | Estados Unidos marca el rumbo

Antonio Caño

Las elecciones de noviembre son un referéndum sobre el papel del Estado en la sociedad del siglo XXI. Su resultado puede tener efectos globales en un tiempo de angustia por el futuro.

 

Decía recientemente en Washington el embajador de Estados Unidos en España, Alan Solomont, que todas las elecciones presidenciales norteamericanas son “un diálogo sobre el modelo de país que queremos”: las de 2004 fueron sobre la seguridad; las de 2008, sobre el cambio, y las de 2012 serán un diálogo sobre el papel que el Estado debe desempeñar en la sociedad del siglo XXI.

Se trata de un debate que el mundo ha conocido desde que los primeros avances de la sociedad del bienestar, en su interpretación moderna, se abrieron paso en el Reino Unido de comienzos del siglo pasado, y que de forma intermitente se ha ido repitiendo, con dos puntos de referencia fundamentales: la versión socialdemócrata de los países escandinavos, especialmente Suecia, donde el Estado se reserva el derecho a establecer justicia distributiva, con altísimos impuestos y fuerte capacidad intervencionista, y la versión liberal, predominantemente anglosajona, en la que el Gobierno ejerce más de árbitro que de protagonista.

Esta controversia, algo marginada durante varias décadas de bonanza económica que permitieron un enorme progreso generalizado en los cinco continentes, ha cobrado nueva intensidad y vigencia a raíz de la crisis de 2008. Algunos movimientos sociales, como el de Ocupa Wall Street o el de los indignados en España, han puesto el acento en la desigualdad social que se ha pagado como precio por ese progreso. Los pobres han mejorado sus condiciones de vida, pero los ricos han prosperado mucho más, y la distancia que se ha abierto entre ambos grupos sociales se ha multiplicado extraordinariamente.

Con ese problema se ha convivido amablemente durante 30 años en los que, pese a las continuas desregulaciones, privatizaciones y concesiones al sector privado, los recursos alcanzaban para satisfacer las necesidades crecientes de una mayoría. Pero hoy, cuando las grandes economías del mundo se declaran incapaces de mantener el estatus anterior, una sensación de angustia por el futuro se ha apoderado de todas las sociedades desarrolladas. En Europa, el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, reconocía en una entrevista con The Wall Street Journal en febrero que el modelo social europeo “ya se ha acabado”. En Estados Unidos, el volumen de su deuda nacional, superior a los 15 billones de dólares, hipoteca su papel como superpotencia mundial. Incluso en China, donde el crecimiento económico comienza a remitir, los nuevos líderes que asuman el poder a final de este año serán los primeros que tendrán que ocuparse no solo de crear riqueza, sino de responder a los brotes de malestar popular por el desequilibrio social. Es solo cuestión de tiempo que potencias emergentes, como India, Brasil o Argentina, se preocupen por sus propias desigualdades, lo que, de alguna forma, está ya ocurriendo también en Rusia.

¿Qué hacer? ¿Qué medidas se requieren para crear sociedades más justas —y, por tanto, más felices y mejor incorporadas a la dinámica democrática— sin poner en peligro el progreso? ¿Debe el Estado actuar con mayor energía en la distribución de los recursos disponibles o hay que dejar que la economía de mercado corrija libremente sus defectos y nos transporte de nuevo a todos a una era de prosperidad? ¿Hay que aferrarse al Estado de bienestar para garantizar los beneficios de los que hoy gozamos o renunciar a una gran parte de ellos para no perderlo todo? Es un debate de gran complejidad y gigantescas consecuencias. Probablemente, como han adelantado algunos intelectuales, es la cuestión que ocupará durante buena parte del siglo XXI el espacio que acaparó en el siglo XX la pugna entre el comunismo y el capitalismo.

Una forma de afrontarlo es en el ámbito local. Cada país debería preguntarse qué cambios extraordinarios ha experimentado en los últimos 30 años y qué impacto pueden tener ante el futuro. Si hay que abordar un tiempo nuevo, mejor es saber, con la mayor precisión posible, de dónde partimos. En España, por ejemplo, en las tres últimas décadas, no solo se ha registrado una espectacular modernización y desarrollo económico, sino que se han vivido fenómenos como los de la llegada por primera vez en la historia de cientos de miles de inmigrantes, el desafecto religioso de millones de personas que proveían de familias que se asumían católicas, el terrorismo, la corrupción, la descentralización del sistema educativo o la incorporación de minorías marginadas, como la de los homosexuales, que han debido de dejar huellas profundas sobre las que meditar.

Esa es la reflexión que esta campaña electoral puede permitir en Estados Unidos. En términos puramente políticos, los norteamericanos tendrán que escoger entre una oferta —la de Barack Obama— que defiende un Estado responsable de la suerte de los menos favorecidos, y la de cualquiera que sea el candidato republicano, que apostará por reducir aún más el espacio de influencia del Gobierno. Pero este dilema, al que volveremos más adelante, está condicionado aquí, como en cada lugar, por unas particularidades históricas y culturales que lo hacen más complicado que la mera opción por una fuerza política.

Está en juego cómo se prepara la sociedad estadounidense para seguir siendo líder mundial, qué innovaciones hay que incluir, qué valores hay que rescatar del pasado y quién debe llevar la iniciativa. “Tenemos que decidir qué tipo de capitalismo será el capitalismo norteamericano de este siglo”, advierte el analista Thomas Friedman. Es evidente, fuera de todo maniqueísmo político, que ni se puede dejar al Estado planificar el destino, ni se puede admitir que cada uno actúe por intereses individuales sin más ley que la de garantizar el éxito de los más fuertes.

La política y las conductas sociales pueden estar conectadas en el análisis que se precisa. Como muestra, se viene sosteniendo desde hace varias semanas una polémica en torno a un libro que, de forma algo provocadora, denuncia una degeneración de los valores con carácter general, pero especialmente entre la clase trabajadora.

El libro Coming apart, firmado por Charles Murray, un profesor de ciencia política del conservador American Enterprise Institute, presenta la tesis de que ricos y pobres —él les llama “nueva clase alta” y “nueva clase baja”— están separados por una brecha mayor que nunca en la historia, que viven en mundos completamente separados y, se teme el autor, irreconciliables. Los ricos están titulados en universidades de la Ivy League, viven en barrios seguros y alejados del centro de la ciudad, tienen parejas estables, están adscritos a alguna iglesia, comen sushi, disfrutan de arte y espectáculos vanguardistas, y buscan el aislamiento y la naturaleza en sus viajes de vacaciones. Por lo demás, sus trabajos y sus amistades les permiten frecuente contacto con Europa y los hace cosmopolitas y bilingües o trilingües. Los pobres dejan la escuela antes de graduarse o se licencian en universidades públicas, habitan en zonas invadidas por la delincuencia, se alimentan de comida basura, no perduran en sus relaciones de pareja y tienen frecuentemente hijos fuera del matrimonio, pasan vacaciones en Orlando o Las Vegas, y su única fuente de entretenimiento es la televisión.

Según Murray, hace 40 años, incluso 20, esas dos clases compartían espacios y valores. Hoy ambas tienen una distinta noción de su papel en la sociedad. La nueva clase alta se ha hecho ambiciosa y elitista; la nueva clase baja se ha hecho perezosa y victimista. Como consecuencia, se está reproduciendo en EE UU una lucha de clases a la que, supuestamente, este país había sido ajeno hasta ahora. La conclusión de este trabajo es la de que, si no se crean los mecanismos para acercar a ambos bandos, esa lucha de clases agotará todas las energías creativas de esta nación.

El libro ha dado lugar a un fuego cruzado entre los principales analistas y columnistas del país. Decenas de artículos se han publicado en los últimos días en los principales medios, defendiendo o, con más frecuencia, rebatiendo la tesis de Murray. Por citar los más representativos, David Brooks, un conservador moderado, sostiene, desde la derecha, que el libro es un perfecto argumento para contradecir la teoría materialista que atribuye todos los males a las condiciones económicas. “Por muchos puestos de trabajo que se hayan perdido, eso no explica que un muchacho abandone sus estudios”, afirma. El economista Paul Krugman asegura, desde la izquierda, que “los cambios sociales que se están experimentando en la clase trabajadora son la consecuencia de la desigualdad económica, no su causa”.

Por supuesto, ambos presentan estadísticas y buenos argumentos para defender sus puntos de vista. “Los demócratas”, dice Brooks, “denuncian que Estados Unidos está amenazado por la élite financiera, que acapara los recursos de la sociedad. Pero eso es una distracción. La verdadera brecha social se produce entre el 20% más alto de la sociedad (la nueva clase alta) y el 30% de abajo (la clase trabajadora). Los progresistas de la clase alta enarbolan el argumento del 1% contra el 99% (el lema de Ocupa Wall Street) porque eso les sirve de excusa sobre sus propias responsabilidades en el incremento de la desigualdad”. “El nivel de los sueldos de los hombres con nivel de bachillerato”, contesta Krugman, “ha caído un 23% desde 1973. En 1980, el 65% de los trabajadores del sector privado tenían ayudas sanitarias; en 2009 esa cifra cayó hasta el 29%: estas son las causas del deterioro de la clase baja, no sus valores”.

En resumen, lo que se sugiere con este debate es, de un lado, que es necesario crear estímulos para que los individuos cambien —“los cambios que importan son los que afectan al corazón de los norteamericanos”, dice Murray— y que a través de ellos cambiará la sociedad. Del otro lado, se insiste en que el Estado debe actuar para cambiar las reglas del juego, con la confianza de que esas nuevas reglas, supuestamente más justas, harán mejorar a los individuos.

Y es aquí donde entran en juego los políticos. Obviamente, los ciudadanos no van a acudir a las urnas pensando en la polémica sobre un libro, y es incierto cuánto de esa polémica, por muy sana y recomendable que pueda parecer, acabará por permear a la sociedad. En última instancia, las razones por las que se vota por uno o por otro candidato son muchas veces triviales o cargadas de pasiones irracionales. Pero cuando un sector influyente de la sociedad, aunque minoritario, trata de analizar con profundidad sus males, se produce un efecto de contagio con consecuencias en la clase política. Es sencillo: los políticos no inventan argumentos, solo recogen y sintetizan los que oyen, por lo que cuanto mejores sean estos últimos, mejores serán los que ellos presenten.

El hecho es que los candidatos a tomar posesión como presidente en enero de 2013 han incorporado el debate sobre el papel del Estado y la preocupación por los desequilibrios sociales. Obama lo hizo solemnemente en un largo discurso, pronunciado en diciembre pasado, en el que estableció los argumentos principales de lo que será su campaña electoral. “La desigualdad distorsiona nuestra democracia”, dijo. “Las empresas, no el Gobierno, serán siempre las principales generadoras de puestos de trabajo. Pero nuestro Gobierno ha ayudado siempre a crear las condiciones en las que tanto trabajadores como empresarios puedan triunfar. Nuestro éxito no ha consistido en que sobrevivan los más fuertes, sino en construir una nación en la que todos estemos mejor”.

Los candidatos republicanos, todavía inmersos en la batalla de las primarias, no han presentado aún una visión del futuro destinada al conjunto del país. Mitt Romney, el más probable nominado, es quien más se ha aproximado a ello cuando declaró: “Yo no estoy preocupado por los muy pobres. Tenemos una red que los protege. Si necesita ser reparada, ya la arreglaré. No me preocupan los muy ricos. Les va muy bien. Me preocupan la mayoría de los norteamericanos, ese 90% o 95% de norteamericanos que están peleando por salir adelante. Otros pueden preocuparse de los muy pobres, pero esa no es mi preocupación”.

Las recetas de unos y otros no son muy originales. Obama propone más impuestos para los ricos y una reducción escalonada del déficit, sin recortes fundamentales en los servicios sociales. Romney, sin muchas precisiones aún, pretende al mismo tiempo reducir drásticamente los impuestos y el déficit, algo a todas luces imposibles.

Ninguno de ellos aborda el centro del problema: la insostenibilidad del ritmo de gasto actual y las enormes dificultades de EE UU para responder a la competencia de las economías emergentes. El Estado de bienestar norteamericano es considerablemente inferior al europeo, pero no más barato. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el gasto social de EE UU, si se incluyen las exenciones fiscales a las empresas por ese concepto, es el segundo mayor del mundo, después de Suecia. En inversión neta de parte del Gobierno con respecto al producto interno bruto, EE UU ocupa el undécimo puesto mundial, después de los países escandinavos y los más desarrollados de Europa.

Aunque el sistema de pensiones, ayudas sanitarias y de desempleo otorguen menos beneficios que los europeos, los grandes programas sociales de este país (Medicare, Medicaid y Seguridad Social) representan más de la mitad del presupuesto nacional. Para hacerle frente, EE UU está sacrificando su supremacía como superpotencia. Su presupuesto militar es todavía más de ocho veces superior al de China, pero mientras el país asiático lo ha aumentado este año en un 11% para sobrepasar por primera vez la cifra de 100.000 millones, EE UU lo ha reducido un 2%.

Las elecciones no son, probablemente, el marco adecuado para obtener soluciones a los problemas más importantes. Las grandes transformaciones representan, habitualmente, grandes sacrificios, generalmente incompatibles con el tono de falso optimismo de un programa electoral. Pero sí pueden ser el momento en el que se decide un rumbo. Las elecciones de este año en EE UU son, en gran medida, un referéndum sobre el grado de intervención que se le permite al Estado para que sitúe al país en el camino de su propia revitalización. No hay duda de que si Obama gana las elecciones, habrá obtenido un respaldo a su política relativamente igualitarista, con todas las limitaciones que eso tiene en una nación en la que libertad individual es un bien sagrado. Asimismo, su derrota sería el fracaso de un modelo de Estado, incluida la reforma sanitaria, el buque insignia de ese proyecto.

La victoria de Ronald Reagan en 1980 fue la luz verde a su filosofía de que “el Estado es el problema, no la solución”. Con la ayuda de Margaret Thatcher, ambos capitanearon una época, que se ha prolongado hasta ahora, en la que el mundo entero admitió los valores del libre mercado, en su versión más pura, como un modelo incuestionable.

Hoy las cosas han cambiado algo. Hoy la presión por la estabilidad financiera llega más de Bruselas que de Washington. La ratificación de Obama en noviembre sería un impulso a quienes pretenden que el Estado intervenga para crear igualdad y una victoria moral de quienes creen prioritario el Estado de bienestar. No existe ninguna garantía de que el rumbo marcado por la Casa Blanca fuese el que se tomase en otras latitudes. El mundo es hoy más autónomo e independiente de lo que era en los años ochenta. Pero EE UU conserva no solo poderosos instrumentos de influencia económica, sino un extraordinario magnetismo como polo de referencia.

Como dicen cada día los candidatos republicanos, estas son unas de las elecciones más importantes de la historia porque van a decidir el destino de varias generaciones. Por muy interconectado que hoy esté el mundo, es responsabilidad de cada país hacer las cosas bien para afrontar este tiempo de incertidumbre en las mejores condiciones. Pero, al menos, EE UU ha dado algunos pasos para debatir asuntos delicados que afectan a las raíces de esta sociedad. Observemos con atención.

El Pais (Es) (España)

 


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