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Dossier Juan Pablo II  
 
02/04/2006 | Santidades

Ignacio Camacho

Como el tiempo de la Iglesia se espeja en el horizonte de la eternidad, la canonización exprés de Juan Pablo II, solicitada por aclamación masiva en las calles de Roma bajo el «shock» emocional de su desaparición, ha entrado en la vía cautelosa de una burocracia vaticana que mide sus pasos sobre la larga alfombra de la Historia. Da igual.

 

El pueblo de Dios ya lo ha hecho santo por su cuenta, guardando en su memoria colectiva y sentimental la estampa del Papa bueno que se cargó la Cruz de la piedad a cuestas de su propio sufrimiento. Santo subito.

Aplacado aquel huracán popular que se desató en todo el mundo hace un año, y que parecía remover con su viento de gracia las quencias colocadas junto al féretro de ciprés en San Pedro, el recuerdo del Papa Wojtyla es ahora el de la serena evocación de un formidable ejemplo moral cuya herencia gravita sobre el talante más intelectual y sosegado de su sucesor, el filósofo Ratzinger. El Pontífice que cambió el signo del siglo XX al derribar con su soplo espiritual la hermética oquedad ideológica del Telón de Acero se refleja en la conciencia universal como un gigante de rectitud y de justicia, a cuya sombra la Iglesia recuperó inmensas cuotas de liderazgo en la época más secular de la Historia. La volatilidad de la opinión pública en este tiempo de liviandades conceptuales y triviales certezas ha remansado la sacudida global que provocó su muerte, pero no ha barrido un ápice de la vigencia de su legado de ejemplaridad, de rectitud, de entrega y de ese bienaventurado ejercicio de amor al prójimo que los cristianos conocemos con el nombre de caridad.

Juan Pablo II no sólo revolucionó la Iglesia con su impulso apostólico, que mezclaba un rearme dogmático y un potente esfuerzo doctrinal con un inédito despliegue de carisma mediático. El Papa polaco logró también proyectar sobre el mundo, y muy especialmente sobre los jóvenes, un foco de generosidad y compromiso que lo convirtió en un icono de la paz y en un activo paladín de la justicia. En ese sentido, su labor fue mucho más que ecuménica; por encima de las creencias, Juan Pablo se elevó como un líder capaz de convocar el respeto de todos en torno a su mensaje de espiritualidad y de concordia.

Éste es, sin duda, el testamento primordial de su pontificado. El de la prevalencia de los valores inmateriales frente al imperio de lo pragmático. El de la importancia de la conciencia y la fe ante el descreimiento y el utilitarismo, el de la búsqueda de la virtud y de la perfección en medio de un clima de acomodada relajación relativista. En la agónica asunción final de su propio dolor resumió con conmovedora firmeza toda la hondura de su testimonio: el de un creyente capaz de transformar el sufrimiento en un acto supremo de sacrificio y de entrega. Con o sin expedientes oficiales, la santidad contemporánea debe de ser algo muy parecido a su ejemplo.

ABC (España)

 


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