La producción de soya y su exportación a China y a la Unión Europea ha apuntalado el crecimiento económico de Argentina. Pero este modelo agroindustrial se basa en semillas transgénicas y en el uso de potentes fertilizantes que han impactado el ambiente y traído enfermedades a la población campesina: cáncer, diabetes, abortos espontáneos, malformaciones congénitas…
Pese a
las denuncias de las organizaciones civiles, el gobierno de Cristina Fernández
y los grandes medios de comunicación –vinculados con los intereses de los
agroexportadores– guardan silencio.
“Cuando
nos vinimos a vivir al pueblo, a 30 metros de mi casa había un campo que estaba
sembrado con soya. No sabíamos nada de la peligrosidad de los químicos que se
utilizaban para el cultivo”, dice Lucila Algrain a Proceso.
Algrain
es de Rosario, segundo polo industrial de Argentina y puerto de salida de la
producción soyera. En 2005 ella y su marido se mudaron a un pueblo cercano, de
5 mil habitantes, llamado Ibarlucea. Soñaban con una vida en contacto con la
naturaleza.
“En 2007
quedé embarazada, y cuando nació mi hijo a los tres meses le diagnosticaron una
malformación que le trajo como consecuencia una parálisis cerebral”, cuenta
esta profesora de ciencias de la educación, de 35 años, docente de la
Universidad Nacional de Rosario.
Argentina
es el tercer productor mundial de soya transgénica, detrás de Estados Unidos y
Brasil. El llamado “oro verde” apuntala el crecimiento económico del país, que
en los últimos 10 años fue en promedio de 7.3% anual. A partir del grano, la
Unión Europea (UE) y China producen forrajes para la alimentación de ganado
vacuno y porcino y elaboran combustibles que se mezclan con la gasolina.
El
Estado argentino calla ante los perjuicios sociales, ambientales y sanitarios
que acarrea la producción de soya. También guardan silencio los grandes medios.
Clarín y La Nación –opositores del gobierno de Cristina Fernández– mantienen
estrechas relaciones con el sector de la agroindustria. Los medios que
simpatizan con el gobierno sólo critican tibiamente la inacción oficial.
“Los
médicos no nos decían las causas”, sigue Lucila Algrain, “pero el pediatra no
creía que fuera una cuestión genética porque ninguno de nosotros dos tiene
antecedentes y el embarazo había sido normal”.
Algrain
demoró algunos años en atar cabos: “Todos los químicos que se utilizan para el
cultivo de soya producen malformación durante el embarazo –dice–. Yo sospecho
que hay muchas posibilidades de que sea por eso”.
Argentina
dedica unas 20 millones de hectáreas a la producción de soya. El actual Plan
Estratégico Agropecuario prevé aumentar dicha superficie. Los campos se fumigan
con un potente coctel de herbicidas. En 2011 recibieron 300 mil litros de esos
agroquímicos.
El más
conocido es el glifosato, que mata todo menos la semilla genéticamente
manipulada. Se fumiga desde aviones o se pulveriza desde unos tractores con
“alas” que aquí llaman “mosquitos”. En poblaciones rurales y urbanas aledañas a
campos de soya hay un marcado aumento de casos de cáncer, diabetes, abortos
espontáneos y malformaciones congénitas.
“Mi hijo
no está bien. Recibe mucho tratamiento de rehabilitación. Está en sillita de
ruedas, usa audífono, no habla. Depende totalmente de nosotros”, dice Algrain.
Entre
sus vecinos hay un menor que nació con espina bífida. Hoy tiene seis años y aún
no camina. También hay dos personas con diabetes, un hombre que murió de cáncer
y dos casos de aborto espontáneo. En el área se reportan animales muertos por
sustancias tóxicas. La lista de afecciones coincide con el efecto conocido de
los herbicidas.
“Banda
verde”
La soya
transgénica se introdujo en Argentina en 1996. Gobernaba Carlos Menem. El
trámite de aprobación duró menos de tres meses. Se desoyó a quienes citaban la
renuencia de la UE a adoptar este tipo de cultivo. De los 136 folios del
expediente, 108 estaban en inglés, sin traducción, tal y como habían sido
escritos por los publicistas del consorcio estadunidense Monsanto.
La
semilla de soya genéticamente modificada es un prodigio de la biotecnología.
Fue creada por Monsanto para resistir la acción del glifosato, poderoso
defoliante que también es producido por esta compañía, la cual proveyó a las
fuerzas armadas estadunidenses de otro herbicida, el agente naranja, con el que
se rociaron las selvas de Vietnam durante la guerra en ese país. Las secuelas
en la población se perciben hasta el presente.
En
Argentina y los demás socios del Mercosur, el glifosato es el agroquímico
principal dentro del coctel para exterminar malezas de los cultivos soyeros.
El
Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria es la autoridad
responsable en este tema. En este organismo “se fundamentó la aprobación
guiándose en los informes de la Agencia de Protección Ambiental (EPA), el
organismo estatal estadunidense que controla la industria química. Pero es
sabido que varios de los directivos de la EPA pasaron por Monsanto o de
Monsanto fueron a la EPA”, dice a Proceso Eduardo Rossi, miembro del colectivo
Paren de Fumigarnos.
El
glifosato fue prohibido en Estados Unidos, pero en Argentina lleva aún la
“banda verde” que las autoridades ponen a los productos autorizados. El sector
vinculado con la tecnología agropecuaria lo define como inocuo. En sus charlas
con los productores, los especialistas de la Cámara Argentina de Sanidad
Agropecuaria y Fertilizantes afirman que se puede beber un vaso de glifosato
como si fuera agua.
“El
Ministerio de Agricultura de la nación se niega a realizar estudios”, sostiene
Rossi. “Nosotros estamos luchando para que se reclasifiquen los agrotóxicos en
Argentina”.
La
ciencia que se hace por fuera de las multinacionales da razón a los
ambientalistas. El francés Gilles-Eric Serallini, catedrático de biología
molecular de la Universidad de Caen, se basó en los experimentos de Monsanto.
Halló toxicidad renal y hepática entre los animales con los que experimentó.
Un
estudio del doctor Alejandro Oliva, del Hospital Italiano de Rosario, detectó
alteraciones en la calidad del semen de los productores expuestos a los
agroquímicos, provocando así un aumento de la esterilidad.
Para el
doctor Andrés Carrasco, director del laboratorio de embriología molecular de la
Universidad de Buenos Aires, el glifosato altera la estructura embrionaria de
los anfibios. Así lo expresa el estudio Glifosato y teratogénesis/malformaciones
congénitas y glifosato, publicado en 2009. La difusión de estos resultados le
valió a Carrasco una campaña de difamación. Las compañías agroquímicas, las
cámaras del sector, algunos funcionarios del gobierno y varios medios pusieron
en duda la probidad del científico, quien incluso recibió, vía telefónica,
amenazas de muerte.
La soya
transgénica tiene dos cosechas anuales y su cultivo insume mucho menos trabajo
y personal que los orgánicos: Se echa el grano a la tierra, se fertiliza, se
fumiga y se cosecha. Este tipo de agricultura industrial necesita grandes
extensiones. Los productores antes se subían al tractor a las cinco de la
mañana. Hoy sus hijos alquilan las tierras a grupos de inversionistas reunidos
en “pools de siembra” que subcontratan el trabajo de fertilización, siembra,
fumigación y cosecha.
Campesinos
y pueblos originarios deben desplazarse debido a la falta de trabajo y a las
enfermedades que han llegado con el modelo soyero. En las ciudades argentinas,
junto con el sostenido crecimiento de la economía, ha crecido también el número
de asentamientos precarios, las villas miseria.
“No
migraron porque les guste vivir en una villa miseria, migraron a la fuerza”,
dice a Proceso el odontólogo y ambientalista Víctor Schmid. “Tenían patos y
gallinas que con las fumigaciones se les murieron. Después se empezaron a
enfermar los niños. Se dieron cuenta y tuvieron que abandonar el campo”.
La
cosecha de soya alcanzó un volumen de 49.2 millones de toneladas en 2011. El
precio por tonelada ronda los 550 dólares en la Bolsa de Chicago. El beneficio
mayor es para las multinacionales del sector –Monsanto, Bayer, Dow Chemical,
Syngenta y DuPont, entre otras– que concentran el comercio de semillas y
agroquímicos.
Los
productores exhiben sus modernas camionetas, maquinaria agrícola,
equipamientos. Sus ganancias dan un fuerte impulso a la economía argentina y el
Estado aplica fuertes retenciones fiscales a la exportación del grano: 35% para
la soya en bruto y 32% para el aceite. Tanto el Ejecutivo nacional como los de
las provincias soyeras son fervientes defensores del modelo.
Trashumantes
“Impulsamos
la ley provincial que nos provea de 800 metros libres de fumigación terrestre y
la prohibición total de las fumigaciones aéreas”, dice Juan José Peralta a
Proceso. Maestro y apicultor, Peralta es miembro del colectivo Universidad
Trashumante, que realiza una gira de dos semanas por el sur de la provincia de
Santa Fe.
El
trabajo consta de talleres para los vecinos y charlas en las escuelas. Se apela
a técnicas de teatro y de trabajo grupal. Los coordinadores registran el debate
que se da en los grupos y luego lo analizan en el plenario. “Tratamos de
devolverles a los participantes del taller su propia voz y los aprendizajes que
entre todos hemos construido”, dice Peralta.
El
taller itinerante se moviliza en un camioncito viejo al que llaman El
Quirquincho, una palabra en quechua que como sustantivo significa armadillo, y
como adjetivo, empecinado. El pasado 22 de abril El Quirquincho llegó al
poblado de Ibarlucea. En la vieja estación de trenes se dieron cita unas 25
personas.
Los
grupos ambientalistas, conscientes de su debilidad ante las corporaciones y el
gobierno, intentan frenar los impactos. “La franja de protección por sí sola no
alcanza: si no se hacen barreras arbóreas, el veneno llega igual”, dice Víctor
Schmid durante la charla del grupo en Ibarlucea.
Propone:
“Dentro de la franja los productores pueden trabajar huertas de cultivos
orgánicos para consumo de la comunidad, generando además trabajo”.
La
ingeniera agrónoma Violeta Pagani acompañó en 2009 un proceso de este tipo en
la cercana ciudad de San Genaro. No fue fácil consensuar los intereses
sectoriales dentro de la comunidad. Se decidió una restricción a las
fumigaciones de 300 metros alrededor del tejido urbano. La medida afectó a 16
productores. La municipalidad les ofreció asesoramiento en cultivos orgánicos.
Pagani
describe a Proceso la dificultad mayor: “El productor extensivo piensa en
grandes parcelas de mucha superficie, y dentro de la producción agroecológica
lo que se busca son pequeñas franjas”, dice.
Desierto
verde
Carcarañá
es una pequeña ciudad de la provincia de Santa Fe. En cada borde del tejido
urbano, donde termina la calle de tierra comienza la soya transgénica: el
desierto verde, como le llaman quienes auguran un futuro de desertización de estas
tierras. El monocultivo de soya capta una enorme cantidad de agua y minerales.
“Acá el
pueblo se extendió y quedaron las casas pegadas a los campos”, cuenta a Proceso
Paola Angeletti, representante del movimiento Paren de Fumigarnos. “Los
productores tendrán que buscar otras alternativas. Nadie dice que dejen de
producir, simplemente que sus derechos terminan donde empiezan los nuestros”.
Angeletti
tiene 30 años, una tienda de ropa y valor para enfrentarse a gente poderosa en
un lugar en el que todos se conocen. En Carcarañá está vigente la ordenanza que
prohíbe todo tipo de fumigaciones a menos de 100 metros del tejido urbano. Pero
la franja que los productores dejan libre no supera los 20 metros.
“Ellos
hablan de buenas prácticas, pero después te fumigan con viento”, cuenta
Angeletti. “Lo han hecho incluso en verano, junto al club lleno de chicos de la
colonia que están de vacaciones”.
La
impunidad va de la mano con la desaprensión. El veneno que no se absorbe se
filtra luego hacia las napas subterráneas o corre con la lluvia hacia los
cursos de agua. Una y otra vez produce muertes masivas de aves o peces, como
publicó los pasados 20 y 27 de marzo el diario rosarino La Capital.
En los
barrios periféricos de Carcarañá se repite el cuadro conocido: malformaciones
congénitas, alergias, brotes en la piel, cáncer. La enfermedad no perdona a
quienes viven de la soya. “Hace unos meses, yo estaba juntando firmas contra
las fumigaciones y pasa una mujer, la hija de un productor, y le pregunto si me
firma el petitorio”, cuenta Angeletti. “Ella me dice: ‘Está bien lo que vos
estás haciendo, pero yo tengo campo y no te puedo firmar.’ Me contó que su papá
tenía cáncer. ‘Pero es su trabajo’, me dice. Como si fuera normal que se
enferme”.
Damián
Verzeñassi es titular de la cátedra de salud ambiental de la Facultad de
Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario. Investiga las causas de
enfermedad y muerte en la región desde que se introdujo la soya transgénica.
“Hemos encontrado que en los últimos años ha habido un incremento en los casos
de cáncer vinculado a glándulas endócrinas y a la sangre, como linfomas y
leucemias”, dice a Proceso.
“Hay
también un incremento en las malformaciones congénitas, sobre todo casos de
hidrocefalia, anencefalia, espina bífida, labio leporino y problemas en las
extremidades”, señala.
En enero
de 2009 la presidenta Fernández creó una comisión nacional para investigar los
impactos negativos del modelo agropecuario. Tres años más tarde el silencio es
absoluto.
Juan
Domingo Perón, el histórico líder del movimiento que hoy dirige la presidenta,
sostenía que la mejor forma de ocultar un tema es crear una comisión que lo
investigue.