En coincidencia con los tiempos en que un cártel del narcotráfico acentúa sus tintes de “insurgencia” con el incendio masivo de vehículos de Sabritas en Guanajuato y Michoacán, aparece el libro El narco. En el corazón de la insurgencia criminal mexicana. Escrito por el periodista británico Ioan Grillo para el sello Ediciones Urano, esta obra revisa el concepto explícito en el título y lo apuntala a la luz del modus operandi desplegado progresivamente por las organizaciones criminales mexicanas.
El
volumen, del que adelantamos fragmentos, aboga por “un enérgico replanteamiento
de las estrategias para impedir que el conflicto se convierta en una guerra
civil de mayor alcance a las mismas puertas de Estados Unidos”.
El
presente libro sostiene –en contra de lo que afirman ciertos políticos y
expertos– que los narcos representan una sublevación de la criminalidad que
supone una amenaza armada, la mayor que vive México desde la revolución de
1910. Aduce que los fracasos de la guerra estadunidense contra la droga y el
volcán político y económico de México han propiciado dicha sublevación. Y aboga
por un enérgico replanteamiento de las estrategias para impedir que el
conflicto se convierta en una guerra civil de mayor alcance a las mismas
puertas de Estados Unidos. Este libro arguye que la solución no saldrá del
cañón de un arma de fuego.
Comprender
la guerra mexicana de la droga es crucial no sólo por la morbosa curiosidad que
despiertan los montones de cráneos seccionados, sino también porque los
problemas de México se desarrollan en todo el mundo.
(…) Los
políticos ya no saben cómo describir el conflicto. El presidente de México,
Felipe Calderón, se pone un uniforme militar y exige que no haya cuartel para
los enemigos que pongan en peligro la patria; pero luego se enfada ante la menor
insinuación de que en México se está combatiendo una insurrección. El gobierno
de Obama está más confundido aún. La secretaria de Estado, Hillary Clinton,
asegura a la gente que en México sólo hay una ola de crímenes urbanos como la
que asoló Estados Unidos en los años ochenta. Pero luego afirma que se trata de
una insurrección semejante a la de Colombia. El aturdido Obama da a entender
que Clinton no ha querido decir lo que ha dicho. ¿O sí? El director de la
agencia antidrogas estadunidense (DEA) anima a Calderón a que gane la guerra.
Pero luego un analista del Pentágono avisa que México está en peligro de
fraccionarse de un momento a otro al estilo de la antigua Yugoslavia.
¿Estamos
ante un “narcoestado”? ¿Ante un “Estado capturado”? ¿O sólo ante un país
sangriento normal y corriente?
¿Existen
los narcoterroristas? ¿O esta expresión, como alegan ciertos teóricos de la
conspiración, forma parte de un plan estadunidense para invadir México? ¿O es
un plan de la CIA para quitar presupuesto a la DEA?
Puede que
esta confusión sea un resultado lógico de la guerra mexicana de la droga. Se
sabe que la guerra contra el tráfico de estupefacientes es un juego de cortinas
de humo y espejos.
México
es un clásico moderno del género llamado “teoría de la conspiración”. Y en toda
guerra hay confusión. Si ponemos las tres cosas juntas, ¿qué obtenemos? Una
opacidad y una oscuridad tan densas que apenas veremos lo que tenemos delante
de nuestras narices. Aturdidos por tanta confusión, es comprensible que muchos
se encojan de hombros y digan que es imposible entender lo que sucede.
Pero
debemos entenderlo.
No se
trata de una explosión casual de violencia. Los ciudadanos del norte de México
no se han vuelto sicarios psicóticos de la noche a la mañana por beber agua en
malas condiciones. Esta violencia ha estallado y crecido en un contexto
temporal muy claro. Los factores que la han desencadenado pueden identificarse.
Es gente real, gente de carne y hueso, la que ha movido los hilos de los
ejércitos, la que se ha enriquecido con la guerra, la que ha adoptado una
política ineficaz en el gobierno.
Suspicacias
(…)
Calderón estaba en una situación insostenible. La guerra que había promovido
triunfalmente durante su primer año de mandato se le había escapado de las
manos como un perro rabioso. Varias veces había tratado de dar prioridad a
otras cosas, incluso decía que se estaba concentrando en otros asuntos. Pero
siempre había matanzas o atrocidades que saltaban a los titulares de la prensa
y tenía que olvidarse de lo demás. Los soldados y la policía nacional seguían
deteniendo a peces gordos, pero la violencia no menguaba. Calderón se alejó de
la retórica belicista, aduciendo que al fin y al cabo sólo era un problema de
criminalidad. Culpaba a los medios de dedicar demasiado espacio al
derramamiento de sangre y de dar mala fama a México. Prometió, pero sin
convencer a nadie, que cuando hubiera un nuevo presidente, en 2012, ya habría
acabado él con el narcotráfico. La Constitución prohibía repetir mandato
presidencial, y los presidentes por lo general se volvían incompetentes hacia
el final de sus respectivos mandatos.
El
gobierno de Obama estaba confundido en lo que se refería a México. Los
funcionarios seguían aplaudiendo en público la campaña de Calderón. Pero en
Wikileaks podía verse que los diplomáticos, en privado, tenían serias reservas
acerca del rumbo que había tomado la guerra. En enero de 2011, la secretaria de
Estado Hillary Clinton se desplazó a México para decir que Calderón estaba
ganando la guerra; era parte de una gira para reducir los perjuicios causados
por Wikileaks. Pero en febrero, el mandatario civil número dos del ejército de
Estados Unidos, Joseph Westphal, contradijo a Clinton alegando que los
insurgentes criminales podían acabar controlando México:
Existe
la posibilidad de que el gobierno quede en manos de individuos corruptos y con
proyectos diferentes. [...] no quisiera ver una situación en la que tuviéramos
que mandar soldados para sofocar una sublevación en nuestra frontera.
El
gobierno mexicano repitió que no se estaba luchando contra una sublevación, y
Westphal se retractó de sus declaraciones. Pero el giro del gobierno de Obama
envió un mensaje revelador: que cada vez las tenía menos consigo en lo
referente a México y que su apoyo a la estrategia del momento titubeaba.
(…)
Mientras los candidatos presidenciales competían por el timón mexicano en 2012,
los asesores políticos de ambos lados de la frontera se preguntaban qué nueva
estrategia podía aplicarse en la guerra contra la droga. ¿Por qué la creciente
cantidad de detenciones y confiscaciones aumentaba la violencia? ¿Por qué las
bandas de la droga parecían tener un inagotable ejército de sicarios? Para
responder a estas preguntas hay que observar el funcionamiento interno del
negocio de la droga y por qué su consecuencia es el asesinato sin fin. Hay que
ponerse en la piel de los narcotraficantes.
(…) Las
motivaciones de los gángsters definen en muchos aspectos lo que son. Si matan a
civiles deliberadamente y con intención, entonces se comportan como
terroristas. Si lo que tratan es de tener el monopolio de la violencia en
determinado territorio, se comportan como señores de la guerra. Y si están
librando una guerra total contra el gobierno, muchos alegarían que son rebeldes
o insurgentes.
Es un
tema delicado. Palabras como “terroristas” e “insurgentes” disparan las
alarmas, espantan a los que invierten dólares y despiertan los fantasmas
nocturnos de Estados Unidos. El lenguaje influye en el modo de enfocar la
guerra mexicana de la droga y en la cantidad de “drones” (aviones
teledirigidos) y helicópteros Black Hawk que se ponen en movimiento.
Los
periodistas empezaron a hablar de narcoinsurgentes en 2008, conforme la guerra
se recrudecía y cuando los pelotones de sicarios de los Beltrán Leyva mataron
al jefe de la policía nacional [Édgar Millán, comisionado de la PFP] y a
docenas de agentes. El término fue analizado entonces con mayor detalle en la
prensa y en gabinetes estratégicos informalmente vinculados con las fuerzas de
seguridad y el estamento militar de Estados Unidos, sin olvidar unos artículos
que se publicaron en Small Wars Journal, órgano especializado en los conflictos
de baja intensidad de todo el mundo. Como se dice en un reportaje de John
Sullivan y Adam Elkus titulado “Cártel contra cártel: la insurgencia criminal
en México”:
La
insurgencia criminal no ha sido un proyecto unificado en ningún momento. Los
cárteles luchaban entre sí y contra el gobierno por el control de importantes
rutas del contrabando de drogas, las llamadas plazas. La condición fragmentaria
y posideológica de la lucha ha confundido a menudo a los comentaristas
estadunidenses, acostumbrados a la idea de una insurgencia unificada e
ideológica de tipo maoísta. Sin embargo, si Von Clausewitz estuviera por aquí
actualmente y sintonizara las emisoras de Tijuana que emiten narcocorridos
financiados por los gángsteres, reconocería sin la menor duda que tienen la
característica básica de la insurgencia.
Esta
idea circuló ya en fecha temprana por el Pentágono y apareció en un informe de
diciembre de 2008 preparado por el Mando Unificado de las Fuerzas Armadas de
Estados Unidos. Entre las preocupaciones militares relativas a los próximos
decenios, decía, figuraba el temor de que la violencia de la droga en México
precipitase un rápido hundimiento nacional, comparable al de Yugoslavia. “La
caída de México en el caos exigiría una respuesta estadunidense basada en las
serias consecuencias que podría tener para la seguridad de la patria”, decía.
Esto era dinamita pura.
El
informe no sólo sugería que la guerra de la droga podía empujar a México al
abismo, sino que además preveía una situación en la que las tropas
estadunidenses tuvieran que cruzar el Río Grande por vez primera desde los
tiempos de la Revolución Mexicana. No era más que una especulación que se hacía
en las más recónditas entrañas del Pentágono. Pero conforme se intensificaba la
violencia, la idea fue subiendo por los peldaños del gobierno hasta llegar a la
Secretaría de Estado y a su actual titular, Hillary Clinton. Como dijo la
propia Clinton en unos comentarios, hoy lamentables, de septiembre de 2010:
Nos
enfrentamos a la creciente amenaza de una bien organizada red de traficantes de
drogas, amenaza que en algunos casos se está convirtiendo o está haciendo causa
común con lo que podríamos llamar insurgencia, en México y América Central. (…)
Y estos cárteles de la droga presentan crecientes indicios de insurgencia… ya
saben a qué me refiero, todo eso que ponen de manifiesto unos coches bomba que
no estaban antes allí. Esto se está convirtiendo, se está pareciendo cada vez
más a la Colombia de hace 20 años.
Estas
declaraciones suscitaron un vendaval de respuestas indignadas. México replicó
que la comparación con Colombia estaba fuera de lugar y que sus fuerzas de
seguridad no estaban seriamente amenazadas. Cualquier sugerencia de que el
gobierno está perdiendo el control es, por supuesto, desastrosa para la marca
México.
Pero
también hubo críticas de académicos liberales y ONG de Estados Unidos que
alegaban que los cárteles mexicanos de la droga no eran insurgentes porque, a
diferencia de los rebeldes islámicos o comunistas, no querían tomar el poder
(ni instalarse en el palacio presidencial ni dirigir el aparato escolar,
etcétera). De un modo más incisivo alzaban la voz contra la expansión de las
tácticas militares anti-insurgencia empleadas en Colombia o en Afganistán, y en
particular contra la idea de que el ejército estadunidense entrara en la Sierra
Madre, del mismo modo que entró en el Valle de Korengal para combatir a los
talibanes.
Esos
temores tienen una base real. Las campañas de contrainsurgencia han sido
históricamente desastrosas para los derechos humanos: en Colombia, en Irak, en
Perú, en El Salvador, en Argelia y docenas de otros países. Y que las tropas
estadunidenses crucen el Río Grande en los próximos años es una posibilidad
real. La idea de narcoinsurgencia tiene un papel en las manos de ciertos
círculos de la extrema derecha estadunidense. Los radicales islamistas, la
guerrilla comunista, los traficantes de drogas, los narcoterroristas, los
narcoinsurgentes, todos van a parar al mismo saco tóxico del antiamericanismo.
La guerra contra la droga está claramente relacionada con la guerra contra el
terrorismo, y con el empleo de cualquier medio que sea necesario para combatir
a un demonio conceptual.
Desafío
al Estado
El
conflicto mexicano pasa por la política de modos muy peculiares, suscitando
respuestas de todos los sectores estadunidenses, desde los lobbies
armamentistas y los grupos anti-inmigración hasta los críticos de la política
exterior y los defensores de la legalización de la droga. Expresiones como
“insurgencia criminal” invariablemente enfurecen o satisfacen a determinados
grupos de interés en el debate. Pero sea cual sea la política, es necesario
entender la amenaza que vive México. Los cárteles se han transformado en
organizaciones con una capacidad de violencia que rebasa la de los criminales y
entra en el reino de la seguridad nacional. El argumento de que los gángsteres
no quieren apoderarse del palacio presidencial no reduce la amenaza. Hay muchos
grupos insurgentes clásicos que no han tenido intención de tomar el poder. Se
estima que Al Qaeda no tiene en Irak más de un millar de combatientes y que no
tiene ninguna posibilidad real de derrotar al gobierno. A pesar de lo cual
lanza bombas contra soldados y civiles pensando en fines globales. El Ejército
Republicano Irlandés o los separatistas de ETA tampoco tenían ninguna
posibilidad de hacerse con el poder, pero luchaban como una forma de presión.
(…)
El
Diccionario de la Real Academia Española define la insurgencia como un
“levantamiento contra la autoridad”. Podemos suponer que para que haya un
auténtico “levantamiento” tiene que ser por la fuerza de las armas y no
mediante protestas pacíficas. ¿Encaja en esta definición el narcotráfico?
Algunos gángsteres, ciertamente sí. No son forajidos típicos que disparan a un
par de policías y salen corriendo. Su levantamiento contra la autoridad civil
comporta ataques de más de 50 hombres contra cuarteles del ejército; atentados
contra políticos y policías de alto rango, y secuestros en masa de 10 o más
policías y soldados. ¿Quién dirá sin sonrojarse o sin reírse que no estamos
hablando de un serio desafío al Estado?