Puede argüirse que en circunstancias determinadas es mejor aumentarlo, pero así y todo, tarde o temprano llegará el día en que los estímulos keynesianos del tipo que muchos favorecen dejen de producir los resultados esperados y, de todos modos, los recursos financieros no sean infinitos. Según parece, Estados Unidos y los países europeos ya se encuentran en esta situación nada agradable que, a juicio de los partidarios de la austeridad, se debe al endeudamiento excesivo. Aunque la Reserva Federal norteamericana ha inyectado una cantidad astronómica de dólares en la economía de su país, sus medidas en tal sentido no han producido la recuperación fuerte prevista por el gobierno del presidente Barack Obama que, alarmado por las eventuales repercusiones electorales de la desaceleración resultante, se ha puesto a culpar a los europeos, sobre todo a los alemanes, por lo que está sucediendo.

Que dirigentes sindicales se opongan a los ajustes es lógico: resulta una forma de acusar al gobierno local de responsabilidad por el estado decepcionante de la economía y les brinda un buen pretexto para poner en marcha un plan de lucha. Asimismo, cuando mandatarios nacionales adoptan una postura parecida, es porque quieren insinuar que las dificultades económicas que está experimentando su propio país se deben a la terquedad mezquina o la ceguera ideológica de otros. También les conviene dar a entender que si no fuera por la maldad o la estupidez de sus homólogos en otras partes del mundo, el crecimiento generalizado no tardaría en reanudarse, beneficiando así a virtualmente todos. Será por tales motivos que en la actualidad no sólo Cristina y Dilma, sino también Obama y los presidentes o primeros ministros de muchos países europeos que están en apuros, parecen haber llegado a la conclusión de que, en última instancia, la responsable principal de casi todos los problemas económicos del planeta es la canciller alemana Angela Merkel por negarse a enviar el dinero aportado por los contribuyentes de su país a Grecia, Francia, España e Italia, de tal modo erigiéndose en la defensora principal de las políticas de ajuste que tantos repudian. La acusan de aferrarse a valores anticuados, de suponer que la disciplina fiscal es intrínsecamente buena, idea que en opinión de los presuntamente esclarecidos resulta absurda porque lo que necesita el mundo es más "crecimiento" que, insisten, dependerá del gasto público. Por lo demás, quienes piensan de esta manera quieren que los alemanes, y los chinos, se resignen a consumir mucho más, lo que, aseguran, serviría para corregir los desequilibrios comerciales que han surgido a raíz de la superior capacidad exportadora de pueblos que son considerados demasiado ahorrativos.

Si fuera así, salir de la crisis que tantos problemas está causando en Europa y Estados Unidos sería a un tiempo fácil e indoloro, pero es legítimo sospechar que sólo se trata de una ilusión utópica. Por desgracia, hay límites a lo que las distintas economías pueden producir y, al chocar contra ellos, los ajustes resultan inevitables. En tal caso, los gobiernos pueden optar entre un ajuste ordenado por un lado y, por el otro, uno caótico administrado por el mercado, como el que está haciéndose sentir aquí. Mientras que en Alemania y el Reino Unido los gobiernos han asumido la responsabilidad por los cortes del gasto público, en algunos países, como la Argentina y Francia, se han negado a hacerlo, ya porque se las han arreglado para convencerse de que nunca son realmente necesarios, ya porque no es su intención pagar los costos políticos correspondientes. Puede que en ambos casos los resultados sean más o menos los mismos, puesto que si bien es posible vivir por un rato por encima de los medios disponibles, no lo es por mucho tiempo, pero por lo común resultaría mejor que un ajuste fuera controlado por el gobierno de lo que sería como consecuencia de su incapacidad para incidir en la evolución de aquellas variables que, en teoría, deberían estar en condiciones de manejar.