Una semana antes del principio de la crisis actual, un amigo me escribía: "En cuanto a nuestra vieja Francia, el panorama es muy triste. Un monarca totalmente cortado de la realidad y que camina en sentido contrario. Una Francia de las élites ciega, que se niega a ver la evidencia y a reformarse; una Francia profunda que ha perdido toda motivación y que sucumbe a la tentación del incivismo; unos dirigentes que no piensan en nada sino en su agenda personal y en conservar o conseguir una chamba cuando llegue el cambio político. En fin, un ambiente de fin de reino. Trabajar para el Estado en ese momento preciso, no es muy festivo, te lo juro. Que venga pronto 2007 (la elección presidencial) con verdaderas reformas, porque si no quedaremos de manera definitiva catalogados en Europa como "el loco que pretende enseñar".

Quince días después, un colega universitario escribía: "Aquí empezó el carnaval contra la ley CPE, del Convenio para la Primera Contratación: estudiantes, muchachos de prepa, violentos, seudorradicales, nuestro querido primer ministro, caricatura de falso poeta y de señor embajador en pachanga y last but not least Sarkozy (el secretario de Gobernación), astuto e inteligente, como no lo fue en octubre-noviembre cuando se mostró inútilmente provocador y estúpido". Francia, una vez más, emprendía la demostración de que puede ser "un arma de destrucción masiva", como bien lo dijo M.A. Bastenier. Para sí misma, como cuando al otoño pasado se incendiaron los suburbios; y para Europa también, como lo demostró cuando votó en contra de la Constitución europea.

Es una vieja tradición que sorprendió al sagaz Julio César hace más de 2000 años y le sirvió para conquistar esos galos tan valientes como dispuestos a la guerra civil. Hace menos de 50 años, un general dijo que cada francés es una guerra civil. ¿Nada nuevo bajo el sol? Sí y no.

Hace años que Francia, si bien tiene el monedero a la derecha, conserva el corazón a la izquierda; los franceses, como los rábanos, son rojos por fuera y blancos adentro. Cuando eligen una mayoría de derecha -de derechas siempre divididas-, aquélla no puede gobernar y le toca a la izquierda implantar las reformas que quisiera, pero no puede realizar. Y las izquierdas divididas necesitan un monarca, como Francois Mitterand (14 años de presidencia) para mantenerse en un relativo poder. El general De Gaulle preguntaba: ¿cómo gobernar un país que produce 300 variedades de queso? A la hora de la Revolución Francesa, el gran Mirabeau decía que Francia era "un agregado sin forma de pueblos desunidos". ¿Nada nuevo bajo el sol?

Hoy Francia tiene un sinfín de problemas, muchos de los cuales son compartidos por el resto de Europa: envejecimiento de la población, migrantes, cesantía, cercana bancarrota para el sistema de fabulosa protección social... Pero cuando Alemania forma una gran coalición para hacer las dolorosas reformas, Francia se entrega a las delicias del motín, a repetir sin fin unas microtomas de la Bastilla, a gastar su pólvora en los infiernillos de pequeños 14 de julio (de 1789).

El primer ministro De Villepin fue de una torpeza sublime cuando transformó sus buenas intenciones y su legítima ambición presidencial en inútil y eficiente provocación. Del incendio otoñal, había sacado la conclusión que era necesario hacer algo rápidamente para resolver el paro de 20% de la juventud, de 40% de la juventud de los barrios pobres. En su prisa, y para demostrar que él mandaba y tenía todo el mérito de la reforma, no se dignó discutir con los actores colectivos. Hizo pasar su ley de Convenio para la Primera Contratación (CPE), sin discusión, en un Congreso dominado por su mayoría. Victoria costosísima que provocó primero un movimiento estudiantil, luego una movilización sindical y política, y la división de la mayoría derechista.

Después de varias jornadas de huelgas y manifestaciones multitudinarias, el presidente Chirac tuvo que intervenir, sin éxito, y el secretario de Gobernación, Sarkozy, ha manifestado claramente su oposición a la reforma. Como la popularidad de Sarkozy quien, como todos, no piensa sino en las presidenciales de 2007, descansa en su fama de hombre fuerte, Villepin decidió "plantarse en sus botas" y no ceder. ¡Qué cara salió su jugada! Él se derrotó a sí mismo -¡allá él!- pero su derrota es la de todos, es la de Francia, una sociedad, un sistema político que parece colapsar sin encontrar en su interior las soluciones.

Ahora el CPE quedó en suspenso, pero esa ley, pensada para los jóvenes de las barriadas, para los hijos de la inmigración africana, no toca el verdadero problema de fondo de la sociedad francesa, que es la falta de trabajo. Entre la población catalogada como económicamente activa, uno de 10 no trabaja y esa proporción sube a uno de cuatro entre los jóvenes de 15 a 24 años, a uno de dos entre los jóvenes de las barriadas. En Francia 22% de los jóvenes no pueden trabajar contra 15% en Alemania y 10% en Estados Unidos. Sólo 30% de los jóvenes trabajan, mientras que en Inglaterra son 60%. Más allá de los errores de un primer ministro, está la crisis profunda de un país que no conoce otra palabra que no sea el "no", otra forma de lucha que no sea callejera, que ha olvidado -si es que lo supo alguna vez- la regla de oro "audiatur et altera pars", "hay que escuchar la otra parte".

No, Francia es el país de los ultimátum, el país de la guerra civil. Escuchar la otra parte es la regla de la comunicación, sin la cual no hay comunidad. Eso vale también para ti, México.

jean.meyer@cide.edu

Profesor investigador del CIDE