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12/04/2005 | Italia, Italia

Ignacio Camacho

El milagro italiano existe. Es un auténtico prodigio, cuyas claves escapan a la lógica, que un país que lleva medio siglo sumido en la corrupción política, la inestabilidad institucional y el caos administrativo siga formando parte de las potencias económicas más desarrolladas del planeta. He ahí un desafío para los politólogos.

 

La Mafia y las logias secretas infiltradas en el poder, el monocultivo de la Democracia Cristiana, la desestabilización comunista, el terminal desafío terrorista con el cadáver de Aldo Moro en una furgoneta, el big-bang del sistema a manos de los jueces de Manos Limpias, una nomenclatura entera en la cárcel, la refundación de la República, la ineficacia de un quinquenio de izquierda y, finalmente, Berlusconi y su teledemocracia, el régimen banalizado del homo videns. Una nación que aguanta todo eso y sobrevive ya constituye un verdadero portento, pero resulta inevitable preguntarse dónde estaría Italia si hubiese gozado de unas elementales condiciones de normalidad civil.

El último episodio de esta azarosa aventura que es la política italiana acabó ayer en un reñido mano a mano, resuelto en la prórroga y con el «gol de oro» en propia meta de una Ley de mayorías promulgada por Berlusconi para beneficiarse a sí mismo. «Berlusca» ha protagonizado el periodo más largo de estabilidad desde 1946, y han sido cinco años; así se entiende que este país excepcional necesite tan a gritos un repaso de infraestructuras, que nadie ha procurado ante la levedad de una política encarnizada cuyo pasatiempo más excitante era derribar gobiernos hasta batir sus propios récords de fugacidad.

Berlusconi ha sido un epifenómeno heterogéneo e inclasificable, una especie de Jesús Gil en traje cruzado que ha combinado populismo, diligencia, corrupción, carisma y esa mezcla tan italiana de expeditiva simpatía campechana y rancia energía fanfarrona. Pasará a la Historia por haber implantado una democracia catódica, basada en el principio de un televidente, un voto, y que ha venido a sustituir las Cámaras parlamentarias por las de las transmisiones en directo. Al final, ha caído víctima de su sobreactuación; ha cansado a la gente y ha acabado llamándoles gilipollas -«coglioni»- a los electores que le abandonaban.

Le sustituye, aunque por los pelos, un tipo con aires de cura laico que ya fracasó como gobernante al frente de una variopinta coalición trufada con los peores tópicos de la progresía, pero que le ha ganado dos veces en una década. Frente a la estridencia berlusconiana, Romano Prodi es sensato, moderado, discreto y cabal, aunque su capacidad de entusiasmo equivale a la de un cómico recién viudo. Este hombre triste y casi setentón fue víctima del cainismo inmaduro de la izquierda que ya denunció Lenin, y es probable que ahora lo sea del virus de la intransigencia y el revanchismo. Ante la tesitura de elegir entre Prodi y Berlusconi lo natural habría sido quedarse en casa, pero ésta es otra muestra fascinante de ese país mágico: ha ido a votar más del ochenta por ciento. Italia, Italia.

ABC (España)

 



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