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24/07/2012 | ¿Hacia una gestión más consensuada de la crisis del euro?

Ignacio Molina y Federico Steinberg

Tema: Las sombrías perspectivas de crecimiento, la inestabilidad financiera y el nuevo escenario político en Europa tras las elecciones francesas y griegas podrían alumbrar una alternativa a la estrategia de austeridad autoritaria con la que se viene gestionando la crisis del euro desde 2010.

 

Resumen: Dos años después de que la crisis griega se convirtiese en un problema para la estabilidad del euro, y tras la decisión alemana –secundada desde Francia– de confiar la solución casi exclusivamente a la imposición de la estabilidad presupuestaria, la apuesta no parece estar funcionando ni económica ni políticamente. Una nueva recesión se cierne sobre toda Europa y la periferia de la eurozona sigue duramente golpeada por los mercados que desconfían de la sostenibilidad de su deuda y de la irreversibilidad de la Unión Económica y Monetaria para sus actuales 17 miembros. Mientras tanto, los resultados electorales que se han producido en la primavera –con la doble victoria socialista en las presidenciales y legislativas francesas y con la formación de un gobierno de coalición pro-euro en Grecia– están animando un cambio en la línea marcada hasta ahora por Alemania. En un entorno de extraordinaria inestabilidad, que ha obligado a dos nuevos Estados (España y Chipre) a acudir a los mecanismos de rescate, se vislumbra un doble pacto político y económico que complemente la apuesta por la austeridad. Por un lado, el mix de política económica podría incluir nuevos ingredientes en forma de estímulos, flexibilización de calendarios, mayor activismo en los mercados de deuda y un proyecto de Unión Bancaria. Por el otro, desde el punto de vista institucional, los Estados deudores se comprometerían a intercambiar la solidaridad financiera por nuevas cesiones de soberanía en el ámbito fiscal, bancario y político.

Análisis

(1) El nuevo escenario europeo
Los desarrollos políticos y económicos producidos durante la primavera de 2012 han alterado el escenario en el que tiene lugar la gestión de la crisis del euro. No se trata de un cambio radical, pero lo cierto es que ha comenzado a alterarse la línea de respuesta basada casi exclusivamente hasta ahora en la austeridad marcada por Alemania (acompañada, aunque con mucha menos rotundidad de la que hubieran deseado los miembros más vulnerables de la eurozona, por la introducción de un nuevo fondo permanente de rescate conocido como MEDE y las intervenciones del Banco Central Europeo –BCE–). El Tratado intergubernamental de estabilidad presupuestaria firmado en marzo de 2012 por 25 Estados miembros, al margen del Derecho de la UE y con un contenido claramente sesgado hacia el reforzamiento de los mecanismos de vigilancia fiscal, marcó seguramente el cénit de esa apuesta del eje Berlín-Frankfurt por anteponer la reducción del déficit a otras consideraciones de solidaridad financiera o de estímulos al crecimiento a favor de las economías periféricas. Una prioridad que estaba en gran parte determinada por el indudable peso político adquirido por Alemania y las preferencias actuales de los principales actores de su sistema político, no sólo en el seno del gobierno de coalición de centro-derecha, sino también por lo que respecta a los numerosos puntos de veto institucionales como el Bundesbank y el Tribunal Constitucional, y a una opinión pública soliviantada frente a los países del sur. Pero a esa suerte de austeridad autoritaria también contribuía la posición transigente del anterior presidente de Francia Nicolas Sarkozy, el arrinconamiento de las instituciones comunes (salvo el BCE y la Comisión para lo relativo al control fiscal), la rigidez aún mayor que la mantenida por Alemania en otros Estados miembros acreedores, el drástico debilitamiento económico y político de la periferia deudora y la casi desaparición de la socialdemocracia en los gobiernos nacionales.[1]

La combinación actual entre unas sombrías perspectivas de crecimiento, la persistente inestabilidad financiera y el nuevo escenario político en Europa constituyen las novedades. En primer lugar, es evidente que la receta pro-cíclica de la austeridad sólo ha conseguido extender la amenaza cierta de una nueva recesión que se cierne sobre toda Europa, lo que hace aumentar la presión para que la premisa de la estabilidad se acompañe de una flexibilización en los calendarios de cumplimiento y, sobre todo, de medidas de estímulo que hay que tomar tanto a nivel europeo como a través de políticas internas en aquellos países con capacidad fiscal. En segundo lugar, y en lo relativo a las dudas sobre los Estados más endeudados de la eurozona, tampoco parece que la implantación del nuevo Tratado y el compromiso claro de todos los gobiernos de la periferia en forma de severos ajustes y reformas estructurales estén dando resultado o, al menos, consigan atenuar la enorme desconfianza que generan cada vez más en los mercados financieros. Estos parecen no creer ni en la sostenibilidad de la deuda de los países con problemas ni, lo que es peor, en la irreversibilidad de la Unión Económica y Monetaria. Y esa percepción está provocando enormes dificultades para acceder a la financiación, lo que obliga a considerar la adopción de medidas urgentes complementarias para apoyar económica y políticamente al sur si se desea mantener el euro para sus actuales 17 miembros.

Por último, los resultados electorales que se han producido en diversos países europeos en los últimos meses son el tercer ingrediente que podrían animar a un cambio en la línea marcada para la gestión de la crisis, de forma que se restablezcan un poco los equilibrios territoriales entre norte y sur, los equilibrios ideológicos entre centro-derecha y socialdemocracia, e incluso los equilibrios interinstitucionales rotos desde al menos 2010. El doble resultado electoral en Francia –con la victoria de François Hollande en las presidenciales de mayo y del Partido Socialista en las legislativas de junio– es especialmente importante pero también merece destacarse la recuperación de la izquierda en otras latitudes[2] e incluso la conformación de un nuevo gobierno de coalición pro-euro en Grecia, pese a las grandes tensiones que se viven en ese país como consecuencia de los ajustes. Así las cosas, la presión para adoptar una gestión más consensuada de la crisis tanto desde el punto de vista económico como político parece irresistible, salvo que se quiera poner en peligro seriamente la viabilidad de la moneda común. En definitiva, la zona euro necesita una política económica distinta a la que ha ido poniendo en práctica desde el principio de la crisis tanto por motivos económicos como políticos. Desde el punto de vista económico, como se ha dicho antes, la estrategia de austeridad en un entorno recesivo y sin posibilidad de hacer una política monetaria expansiva y/o devaluar la moneda resulta contraproducente. Y desde el punto de vista político porque el círculo vicioso de recortes, caída de la recaudación y más recortes, deslegitima a los gobiernos y es caldo de cultivo de movimientos populistas, extremistas y anti-europeístas.

(2) Ingredientes del nuevo mix de política económica
La zona euro debería dejar de pensar en sí misma como un conjunto de pequeñas economías abiertas y darse cuenta de que, tomada como un todo, es lo que los economistas llaman una “economía grande” (y, por tanto, con cierto poder de mercado) donde existe un elevadísimo nivel de interdependencia comercial y financiera (lo que hace que el mix de política económica deba ser diseñado a escala continental) y que, además, emite una moneda de reserva global, lo que le otorga un “poder monetario” que no está aprovechando. Este cambio de mentalidad y estrategia supondría, además, una señal para los inversores internacionales sobre la firme decisión de la zona euro de empezar a comportarse como una auténtica unión monetaria sostenida por objetivos políticos y no sólo como un sistema de tipos de cambio fijos cuya viabilidad económica está en cuestión por no tratarse de un área monetaria óptima.

Esto supone, a corto plazo, abandonar la obsesión con el cumplimiento de los objetivos de déficit público nominales, suavizando la senda del ajuste fiscal en la periferia y, sobre todo, atendiendo al saldo estructural de las cuentas públicas, que tiene en cuenta que cuando la economía está cayendo hay un componente de déficit causado por los estabilizadores automáticos (menor recaudación y mayor gasto en prestaciones por desempleo) que desaparecerá automáticamente cuando la economía se recupere (y que, por tanto, no es necesario ajustar). Esto no significa que no deba haber una estrategia creíble de consolidación fiscal a medio y largo plazo, pero existe abundante evidencia empírica que demuestra que llevar a cabo una política fiscal contractiva cuando la actividad económica está cayendo, hay una restricción de crédito y no se puede devaluar la moneda, agudiza la recesión, así como que en la periferia de la zona euro no se está produciendo el “ajuste fiscal expansivo” que Alemania sostenía que llegaría cuando comenzó a recomendar políticas de austeridad.

Asimismo, en el corto plazo, es imprescindible que el BCE actúe como prestamista de última instancia, ya que es la única institución capaz de reaccionar de forma rápida a los pánicos que caracterizan a los mercados financieros en momentos de elevada incertidumbre. Si bien es cierto que en condiciones normales su principal función es mantener la estabilidad de precios, en momentos de elevada inestabilidad financiera debe asegurar la supervivencia de la moneda de la que se ocupa. En una unión monetaria, eso exige, además de prestar a los bancos cuando los mercados están cerrados para evitar pánicos, comprar deuda soberana de quienes sufran ataques especulativos con el fin de evitar que países con problemas de liquidez (como España e Italia) puedan terminar volviéndose insolventes por una profecía auto-cumplida. Por ello, sería deseable que el BCE reactivara su programa de compra de deuda pública en el mercado secundario, bien en solitario, bien mediante algún tipo de cooperación con el Mecanismo Europeo de Estabilidad. Asimismo, debería relajar todavía más la política monetaria para intentar lograr un ligero aumento de la inflación (que facilite el ajuste de los desequilibrios por balanza de pagos en la zona euro y acelere el proceso de desapalancamiento de hogares, bancos, empresas y países) y una depreciación del euro, que permita dinamizar las exportaciones extra-comunitarias.

Por otra parte, la zona euro debería diseñar un programa de estímulos al crecimiento en línea con lo planteado por Alemania, Francia, Italia y España, que han anunciado inversiones por valor de 130.000 millones de euros mediante proyectos sufragados por aquellos países e instituciones que disfrutan de bajos costes de financiación. Esto supone que el Banco Europeo de Inversiones y la Comisión Europea, que pueden financiarse a bajo coste porque emiten títulos de deuda con garantía Europea (lo que en la práctica son eurobonos), deberían lanzar una oleada de inversiones de interés transeuropeo centradas especialmente en los países con mayores restricciones fiscales. Asimismo (y aunque esto es más difícil que ocurra), los países que tiene margen fiscal (especialmente Alemania) deberían reducir sus impuestos para incrementar el consumo y las importaciones de los países de la periferia, lo que además aumentaría el nivel de vida de sus ciudadanos, algo que tal vez contribuiría a mejorar su percepción de los beneficios del euro.

Por último, si la zona euro pretende realmente consolidarse como una unión monetaria irreversible, el Pacto Fiscal y las reformas estructurales debería complementarse con una hoja de ruta clara para la creación de una Unión Bancaria. Los problemas de retroalimentación entre la deuda soberana y la bancaria, que han despertado dudas sobre la efectividad del rescate bancario a España, ponen de manifiesto que para alejar los temores de los inversores sobre un impago de deuda soberana o un pánico bancario en los países del sur de la zona euro es imprescindible dar pasos decididos hacia la integración bancaria. Ésta debería contar con un supervisor único a nivel de la zona euro (o de la UE) para los bancos sistémicos, un fondo de garantía de depósitos común a nivel europeo y un mecanismo de resolución de crisis bancarias centralizado que permitiera la recapitalización directa de los bancos que se encuentren en problemas, pudiendo obligar a los mismos a hacer quitas sobre sus pasivos (lo que se conoce como bail-in) para que los contribuyentes no tengan que soportar de forma exclusiva el coste de las reestructuraciones bancarias.

Como todas estas medidas requieren de financiación, en algún momento tendrán que ponerse en práctica algún tipo de eurobonos (el establecimiento de una tasa sobre las transacciones financieras internacionales no será suficiente para sufragar todos estos proyectos). Más allá del debate sobre cuál de las múltiples propuestas que hay sobre la mesa es la más idónea, lo cierto es que un amplio mercado de instrumentos de deuda europeos sería bienvenido por países emergentes con grandes reservas que están ansiosos por diversificar fuera del dólar. Si la zona euro fuera capaz de ofrecer un activo equivalente al bono estadounidense a 10 años la zona euro podría comenzar a beneficiarse del poder que emana de la emisión de una moneda de reserva internacional, algo que EEUU lleva haciendo décadas.

(3) Solidaridad a cambio de soberanía
Ahora bien, asumiendo que pudiera emerger un diagnóstico compartido entre países del norte y del sur sobre la gravedad de la situación y que también hay coincidencia en recetar “más Europa”, subsiste hoy un desacuerdo político fundamental sobre la secuencia con la que hay que administrar el tratamiento. La ruptura del tándem Merkel-Sarkozy debe reemplazarse por un nuevo compromiso entre Alemania y Francia que, en el mejor de los casos, resultará más equilibrado en lo económico y más integrado en lo institucional, pero que en un escenario pesimista puede dar lugar a la ruptura de la confianza en el eje París-Berlín, con consecuencias muy peligrosas.

Para Angela Merkel la premisa consiste en que todos acepten ceder a la Comisión Europea más control sobre sus presupuestos, y solo cuando esté garantizada esa unión fiscal que Alemania tiene en mente, entonces empezará a hablar de flexibilizar mecanismos de rescate, un fondo europeo de garantía de depósitos bancarios o más activismo del BCE. En este sentido, la defensa alemana de la austeridad fiscal y reducción del déficit no habría que interpretarla tanto como una medida económica, sino como una estrategia puramente política de mejorar el control de las cuentas públicas ajenas y de abonar el terreno doméstico para convencer a los ciudadanos alemanes y a sus numerosos vigilantes institucionales de que se puede dar el paso federalizante.

François Hollande, por su parte, se resiste en cambio a cualquier paso federalista (que en Francia se lee como menos soberanía) si no hay antes una mejora tangible en la solidaridad financiera.

Conclusión: Este es el dilema que paraliza hoy a la UE y que se plantea resolver de aquí al otoño. El problema es que, mientras se discute sobre si la unión fiscal efectiva debe venir antes o después de un compromiso para el crecimiento y la mutualización de la deuda, a los miembros más vulnerables de la eurozona como España o Italia –que necesitan medidas urgentes para estabilizar la presión de los mercados financieros– se les agota el tiempo.

Ignacio Molina
Investigador principal de Europa en el Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid

Federico Steinberg
Investigador principal de Economía Internacional en el Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid


[1] Piénsese que hace ahora un año (junio de 2011) la izquierda europea sólo gobernaba en cinco países mediterráneos con una capacidad de influencia muy debilitada (Portugal, España, Grecia, Chipre y Eslovenia). Mientras, las cuatro principales economías europeas, los tres países escandinavos que pertenecen a la UE, los tres socios del Benelux y todos y cada uno de los Estados de Europa Central y Oriental tenían gobiernos presididos por el centro-derecha.

[2] Piénsese que, en contraste con el antes mencionado escenario demoledor para la socialdemocracia europea en junio de 2011, hoy el número de gobiernos monocolores liberales o conservadores dentro de la eurozona (Alemania, España, Países Bajos, Portugal, Eslovenia, Estonia y Malta) es menor al de gobiernos con presencia, en unos casos protagonista y en otros secundaria, de la izquierda (Francia, Eslovaquia, Chipre, Bélgica, Austria, Finlandia, Irlanda, Luxemburgo y Grecia), y sin que Italia se pueda ya asignar tampoco a la derecha. Además, los resultados en todas las elecciones regionales producidas en los Länder alemanes desde las últimas elecciones generales han llevado sin excepción a gobiernos de coalición en los que domina o participa el SPD.

Real Instituto Elcano (España)

 


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26/07/2012|

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