Tampoco parece haber sido motivo de preocupación en las filas gubernamentales el que los encargados de apurar los trámites rapidísimos que están en marcha afirmen no tener la menor idea de la identidad de los dueños de la imprenta. Los hay que sospechan que entre ellos podría figurar el vicepresidente Amado Boudou, pero tal hipótesis suena ridícula puesto que, de tener alguna relación con la verdad, significaría que la sesión del Senado en que se aprobó la expropiación de la ex-Ciccone estuvo presidida por uno de los expropiados. Sea como fuere, es natural que, para quienes no están familiarizados con ciertas costumbres políticas y comerciales nacionales, este asunto haya resultado ser casi tan incomprensible como el hecho aparente de que ninguna otra empresa, privada o pública, del país esté en condiciones de imprimir los billetes de curso legal que con toda seguridad necesitará en cantidades industriales en los próximos meses, de ahí la voluntad tardía del gobierno de reconquistar la soberanía en este ámbito fundamental.

Según el ministro de Economía, Hernán Lorenzino, la expropiación de la ex-Ciccone no le costará al Estado "ni un solo peso", acaso porque para pagar a los dueños actuales sería preciso averiguar quiénes son. Por supuesto que si los rumores que se han difundido últimamente tuvieran algo que ver con la verdad la resistencia oficial a pagar a los eventuales dueños de la ex-Ciccone sería una mala noticia para Boudou y sus amigos pero, claro está, se prevé que el vicepresidente reciba una recompensa mucho más valiosa que la que le supondrían varios millones de dólares. Mal que le pese al gobierno nacional, muchos dan por descontado que se tomó la decisión de estatizar la ex-Ciccone con el único propósito de impedir que Boudou terminara obligado a enfrentar un juicio político por actividades incompatibles con la función pública: lavado de dinero, tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito y otras transgresiones que le han sido imputadas. Con todo, no hay ninguna garantía de que los eventuales beneficios para el gobierno del presunto rescate de Boudou resulten ser suficientes como para superar los costos políticos que, andando el tiempo, le supondrá tener que soportar la presencia de un personaje tan controvertido.

Como no pudo ser de otra manera, el caso de la ex-Ciccone y Boudou ha servido para plantear un interrogante urticante: ¿cuánto sabía la presidenta Cristina Fernández de Kirchner cuando elegía quién sería su compañero de fórmula y por lo tanto el futuro vicepresidente que, en ciertas circunstancias, podría reemplazarla como presidente de la Nación? Si Cristina no sabía nada del pasado reciente de Boudou, los funcionarios responsables de mantenerla informada habrán resultado ser tan penosamente incapaces que le convendría echarlos cuanto antes. En cambio, si la presidenta estaba al tanto de las andanzas de Boudou pero así y todo decidió que sólo se trataba de pormenores anecdóticos sin demasiada importancia, tanto ella misma como los integrantes del círculo áulico que la asesoran actuaron con un grado alarmante de irresponsabilidad que sería legítimo atribuir al personalismo a todas luces excesivo que es una de las características más llamativas, y más lamentables, de nuestro sistema político. De todos modos, no cabe duda alguna de que el extravagante enredo que se ha producido en torno al vicepresidente y una empresa que por razones "estratégicas" ha resultado ser imprescindible pero que según parece no cuenta con dueños conocidos, ha servido para recordarnos que hay algo muy podrido en el estado político del país, que, con la complicidad de docenas de legisladores y una multitud de oportunistas improvisados, la presidenta se haya rodeado ya de incompetentes, ya de personajes nada confiables, que ni siquiera están en condiciones de ayudarla para que no cometa errores graves que, andando el tiempo, podrían ocasionarle un sinfín de dificultades.