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16/11/2012 | La Comunidad Iberoamericana: promesa y realidad

Joaquín Roy

En vísperas de la celebración de una nueva cumbre iberoamericana en Cádiz, a pesar de sus logros, el proyecto, en lugar de aunar esfuerzos en respaldo de unos valores compartidos, ha servido frecuentemente de foro oportunista para ventilar agendas nacionales o personales. Castro jugó a boicotear las reuniones o convertirse en figura estelar.

 

José María Aznar le retó con “mover ficha” hacia la democracia. Chávez llegó al extremo de falta de urbanidad para ser conminado a callarse por el rey Juan Carlos. Sin embargo, la moderada institucionalización merece un análisis acerca de su potencial para conseguir los objetivos iniciales.


El proyecto nació cuando España y Portugal se habían consolidado en la Comunidad Europea, tras su ingreso en 1986. Ambos Estados se implicaron entonces en una tarea intercontinental, como si sirviera de distracción para el tema central de su reinserción en el núcleo europeo del que habían estado vetados durante largas décadas. Justo cuando se ponía en marcha el esquema iberoamericano el ente europeo era rebautizado como Unión Europea, mediante el Tratado de Maastricht.


Lo curioso de la Comunidad Iberoamericana de Naciones, como se llamó en su nacimiento, es que su base no era una variante de la “nación cívica (voluntaria) de naciones/estados”, como había sido el mensaje de la UE, temerosa del nacionalismo intolerante, sino una especie de “supernación cultural”. La historia era la argamasa de su cohesión, como contrafuerte en un mundo amenazado por la globalización desdeñosa de la identidad.


En contraste con la UE, a la mesa iberoamericana se sentaban regímenes dictatoriales (Cuba), democracias impecables y estados que entronizaban gobernantes autoritarios por métodos diversos, aunque casi siempre por la fuerza de las urnas. A la UE se debe ingresar con certificado de buena conducta democrática y económica, y se acepta que las peculiaridades culturales, lingüísticas, históricas y de costumbres son tan amplias que se asume la naturaleza de la diversidad. En la Comunidad Iberoamericana se entra por afinidad cultural, y se respetan escrupulosamente las diferencias políticas e incluso económicas. Sus protocolos parecen ser fiel reflejo de la Doctrina Estrada, ese invento latinoamericano de estricta no injerencia.


Lejos de su (re)fundación en 1991 en Guadalajara, México, ha desaparecido del discurso oficial la Comunidad Iberoamericana de Naciones. Aunque fue el gobierno mexicano de entonces el que capturó la iniciativa lanzada por España, el gobierno español de Felipe González corrió a cargo con la responsabilidad de sostener el entramado en los siguientes años. El impulso español se fue desvaneciendo. Se reforzó con una mínima institucionalización mediante una Secretaría Permanente con sede en Madrid, y el cargo se otorgó a Enrique Iglesias, ex presidente del Banco Interamericano de Desarrollo.
Pero siguió dominando la cumbritis. Se primó la provisionalidad sobre la sistematización de la sustancia. Los retos nacionales y los desplantes personales trocaron la negociación diplomática y el consenso en lamentables enfrentamientos. El uso y abuso desde el exterior para agendas particulares desvirtuaron el destino común. Los líderes latinoamericanos deberían haber usado esta plataforma como una alternativa para influir la agenda de la UE hacia América Latina. La Comunidad Iberoamericana, por lo tanto, debiera haber estado funcionando como un lobby similar al que los países de habla francesa siempre han tenido en los ACP, antes y después del ingreso de las antiguas colonias británicas una vez que la pertenencia de Reino Unido en la Comunidad Europea trocó y expansionó lo que originalmente era básicamente africano.


Se comenzó a detectar una percepción negativa acerca del verdadero potencial del proyecto para superar la imagen de falta de operabilidad, y sobre su verdadera eficacia en seleccionar una agenda que tenga la garantía de ejecución, además de contar con los medios suficientes. Ahora, con España seriamente dañada por la crisis, el proyecto depende más de la buena disposición y evaluación de los países latinoamericanos que del potencial y medios disponibles que procedan de la ambición española.


Catedrático ‘Jean Monnet’ y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.

El Nuevo Herald (Estados Unidos)

 


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