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21/11/2012 | Colombia: negociar bajo un alto el fuego

M. A. Bastenier

Esta tregua de las FARC es una pura búsqueda de efecto, más que un medio que facilite la negociación.

 

El proceso de paz colombiano, que arrancó el lunes en La Habana, se perfila especialmente abrupto, quizá incluso más de lo que esperaba el Gobierno del presidente Santos. Las negociaciones comienzan con cuatro días de retraso porque la insurgencia ha insistido en negociar de nuevo qué se va a negociar, como si eso no se hubiera decidido ya en Oslo. Pero, sobre todo, el anuncio de un alto el fuego unilateral de la guerrilla, vigente desde ayer hasta el 20 de enero, subraya el altísimo valor que las FARC otorgan a la vitrina de exposición propagandística que constituye el foro de la capital cubana. El Gobierno, reculando, solo podía reiterar que las operaciones contra la subversión continúan. Uno a cero para la narcoguerrilla. Pero lo más grave sería que las conversaciones se convirtieran en un mero pavoneo ante la opinión pública porque las FARC carecieran de verdadero propósito de enmienda.

Las negociaciones se presentaban ya complejas por su misma estructura, por la combinación simbiótica entre eventuales acuerdos para lograr una paz positiva con los de una paz negativa. Los primeros atañen a la devolución a sus propietarios de miles de predios ocupados o devastados por guerrilla y paras —estos últimos desmovilizados bajo el anterior presidente Álvaro Uribe—; la reinserción social, con impunidad segura para numerosos crímenes guerrilleros; la participación política de los reinsertados, y la lucha contra el narcotráfico. La paz negativa significaría, en cambio, el fin de las hostilidades, aunque permanecieran las bases del conflicto. Habría que resolverlo todo de una vez y no por etapas.

La paz negativa, hasta como paso intermedio, la rechaza Bogotá porque teme que un cese el fuego lo utilicen las FARC para recobrar aliento ante el acoso del Ejército. Pero cabe argumentar que la opinión recibiría muy positivamente cualquier iniciativa para humanizar la guerra, como el apartamiento de los niños del conflicto —unos 18.000—, y el desminado de media Colombia rural por la que se circula a riesgo transeúnte. El súbito anuncio del alto el fuego, que anticipó el analista León Valencia, muestra, por añadidura, cómo se ha modernizado una fuerza ancestral que se retrepaba soberbia en su tempo político, tan distinto al de Bogotá. Treguas las habían decretado anteriormente las FARC, pero esta es una pura búsqueda de efecto, más que un medio que facilite la negociación, aunque bienvenida sea en fechas que aprecia particularmente el pueblo colombiano. Como escribe el historiador Marco Palacios, las FARC se han construido sobre “un voluntarismo de tintes teologales” (Violencia política en Colombia) que parece que abandonan para abrazar el mundo de la política más sofisticada.

La consolidación del proceso de paz encuentra adversarios tanto dentro como fuera de la mesa negociadora. Dentro, las FARC abogan por una participación mucho mayor de la sociedad civil en el proceso, mientras que Santos se contenta con una web en la que los cuerpos sociales echen su cuarto a espadas y se desfoguen sin peligro de hacer descarrilar la negociación; y las FARC, que en el fondo tampoco quieren que intereses ajenos enreden más de lo imprescindible, pretenden envolverse en el manto de la legitimidad ciudadana reclamando luz y taquígrafos: ¡Todos a una, Fuenteovejuna!

Pero es fuera donde aparecen obstáculos a más largo plazo. En el proceso de paz viven dos ideas contrapuestas del conflicto. Y todos los presidentes colombianos de las últimas décadas han hecho, aun con las mejores intenciones, marketing político del mismo. Uribe hizo un marketing de la guerra para llegar a la presidencia (2002-2010), que se resumía en un combate hasta la derrota de la guerrilla, y un pluscuam-alineamiento con Washington para allegarse los medios materiales necesarios a ese fin. Santos formula, contrariamente, un marketing de la paz que, aunque solo hubiera un principio de acuerdo, le facilitaría la reelección en 2014. El presidente tendría, así, un segundo mandato durante el que dejar encarrilada esa paz positiva, mientras que en el campo exterior quiere hacer de Colombia una especie de fulcro geopolítico de América Latina, aquel al que todos acuden como mediador porque nadie le tiene querella; el papel que codiciaría España.

Las encuestas cifran en el 80% el apoyo de la opinión pública al proceso de paz, pero idéntico número se opone a que se hagan concesiones como la inmunidad penal de la guerrilla o el reconocimiento de sus propiedades mal habidas. Ahí es donde fabrican su oportunidad los partidarios del marketing de la guerra. Habrá que ver si las FARC acabarán jugando a su favor.

El Pais (Es) (España)

 


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