Se puede entender que la abundancia petrolera o la mediterraneidad de Venezuela y Bolivia hayan permitido crear en sus pueblos una sensación de aislamiento que, finalmente, ha hecho carne en ideologías nacionalistas cerradas y aversivas del capital extranjero. Pero que ese sea el camino correcto hacia el desarrollo no hay un solo ejemplo histórico que lo demuestre y sí, más bien, cientos que lo refutan.

Para una nación descapitalizada, como casi todas las latinoamericanas, no es posible alcanzar cuotas de desarrollo significativas –que permitan disminuir la pobreza sustantivamente– sin dos elementos básicos: un incremento notable de la inversión extranjera y de las exportaciones.

Para ello, a su vez, sólo hay dos caminos: se facilitan y son bienvenidas las empresas extranjeras que deciden invertir y arriesgar en el país, por un lado, y se firma la mayor cantidad de acuerdos comerciales que abran los mercados del exterior a nuestra producción, del otro lado.

Ni siquiera es ideología de lo que hablamos. Es pragmatismo mondo y lirondo. Es lo que han hecho naciones de profunda raigambre nacionalista –como los países del Asia, por ejemplo, algunos de ellos comunistas– y han logrado resultados impresionantes en beneficio de sus pueblos, que ningún discurso enfebrecido logrará equiparar.

La globalización no nos toca a todos por igual. Hay diversas formas de enfrentar este fenómeno del siglo XXI. Pero los ejemplos abundan respecto de naciones que la han mirado de frente, no han cedido un milímetro de su soberanía cultural o histórica y han logrado cosechar de ella.

Eso es lo moderno. Lo otro son las cavernas. Castro, Chávez y Morales no son de avanzada. Son, en estos momentos, la reacción, el ticket seguro hacia el atraso. Ellos son los verdaderos traidores de la cruzada latinoamericana.