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16/12/2012 | Argentina - Democracia, República y autoritarismo

La Nación-Staff

Sostener que los jueces no pueden controlar las leyes porque no fueron elegidos por el voto popular es subvertir el espíritu de la Constitución.

 

La poco original teoría según la cual los jueces no pueden alzarse contra la voluntad del pueblo expresada en elecciones libres ha sido sostenida tanto por la titular del Poder Ejecutivo como por un senador y un diputado oficialistas, sumados a ciertos repetidores en las radios y canales de televisión oficialistas. Con insistencia, reiteran que aquella voluntad popular se plasma en la figura de la Presidenta y de la mayoría de los representantes votados para integrar el Congreso de la Nación.

La teoría tiene orígenes ilustres. Fue la Revolución Francesa, preocupada por la tiranía del rey y de la aristocracia, la que planteó un sistema de supremacía legislativa: la idea de que los representantes del pueblo ejercían la soberanía popular. Por eso, los sistemas europeos son parlamentarios: para que el Parlamento controlara al Ejecutivo. En cuanto a los poderes judiciales, la idea es que aplicaran la ley neutralmente, como venía de la pluma de los legisladores.

El convulsionado siglo XIX no permitió ver el desarrollo de democracias radicalmente parlamentarias, pero es en el siglo XX en que esta idea terminó de echarse por tierra. Con mayoría electoral y abrumadora movilización callejera, Hitler tomó el poder en Alemania y sobrevino el trauma más grande de la modernidad, conocido con el nombre de Holocausto.

El mundo reaccionó a la barbarie nazi recurriendo a un instrumento que se había inventado a comienzos del siglo XIX en los Estados Unidos de América, justamente con la idea de poner límites a las posibles violaciones constitucionales que podrían cometer las mayorías parlamentarias. El instrumento es el control de constitucionalidad de las leyes, que le brinda al Poder Judicial un poder que justamente no responde a las mayorías: la posibilidad de frenar y contrapesar a los otros dos poderes. Así, los jueces no controlan presupuestos, ni ejércitos ni policía. Pero si logran suficiente legitimidad por el prestigio de sus decisiones pueden controlar a quienes controlan los más importantes resortes del poder.

Luego de 1945, Europa continental comenzó a crear tribunales constitucionales y el mundo se comprometió a cumplir una larga lista de tratados internacionales de derechos humanos. Auschwitz no pasó inadvertido y, además de la respuesta democrática (elecciones periódicas competitivas y regla de la mayoría), el mundo agrega la esperanza de los derechos y las instituciones contramayoritarias que los protegen (los tribunales: municipales, provinciales, nacionales, regionales, internacionales, así como las comisiones o los paneles de expertos regulados por los tratados).

Por eso, cuesta salir del estupor cuando se escucha o lee que los voceros del oficialismo sostienen que el Poder Judicial no puede alzarse contra las leyes emanadas del Poder Legislativo, cuyos integrantes han sido votados por el pueblo, y que ese tipo de decisiones judiciales constituyen rebeliones abiertas o alzamientos contra un supuesto poder superior.

La Constitución Nacional establece que corresponde a la Corte Suprema de Justicia el conocimiento de todas las causas que versen sobre puntos regidos por la Constitución, y la ley 48 establece los mecanismos para que una causa llegue a ser tratada por la Corte. El llamado control de constitucionalidad consiste, precisamente, en verificar que las leyes que dicta el Congreso y los actos del Poder Ejecutivo en cuanto administrador del Estado se ajusten a la Constitución Nacional.

Ésa es la obligación de los jueces y para eso están al frente de sus tribunales y ésa es su función constitucional. Los legisladores podrán sancionar las leyes que crean oportunas y el Poder Ejecutivo cumplirlas, pero con un límite: que se ajusten a los derechos, principios y garantías establecidos en la Constitución.

Por eso el asombro y la necesidad de recordar que nuestra ley fundamental establece para la República Argentina el régimen representativo, republicano y federal, y que la delegación que los ciudadanos hacen de sus libertades primeras en favor de un pacto que se las reconozca son premisas básicas sobre las que reposa todo nuestro modo de vida en sociedad. Entre esas premisas se encuentran los principios fundamentales de la división de poderes, como los que vedan al Poder Ejecutivo ejercer funciones judiciales y al Judicial cumplir funciones legislativas. Pero también se encuentra entre esos principios el que obliga al Poder Judicial, por su forma de elección, por su período de permanencia en el cargo, y por otras garantías que le permiten hacerlo con imparcialidad, ejercer la grave tarea de controlar la constitucionalidad de las decisiones de los poderes mayoritarios.

Afortunadamente, el Poder Judicial ha sabido resguardar su independencia y la enorme mayoría de los jueces defienden su investidura y su honor. Pese a ello, la ciudadanía toda tiene que tener en claro cuál es su función y apoyarlos para que la cumplan sin interferencias ni presiones de ninguna especie. Al fin y al cabo, esos jueces son los únicos garantes de los ciudadanos.

Por obra de la voluntad popular, el oficialismo no sólo ocupa el Poder Ejecutivo, sino que también domina el Legislativo. Querer avanzar sobre el Judicial, violentando con discursos hipócritas lo que la Constitución establece, equivale a caminar a ciegas al borde del abismo.

La Nación (AR) (Argentina)

 


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