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07/05/2006 | ESPAÑA - Hidrocarburos y zapaterismo

Gracián

¿QUÉ es el zapaterismo? Una forma insólita de nacionalismo revolucionario. O, más exactamente, una forma clásica de nacionalismo revolucionario difícilmente adaptable a una sociedad postmoderna. El nacionalismo revolucionario zapaterista -perdón por el chiste malo- no puede prescindir del calzador.

 

El nacionalismo revolucionario es un invento estalinista que se remonta a la época de la descolonización, tras la Segunda Guerra Mundial. Consiste, básicamente, en una amalgama ideológica de nacionalismo y marxismo al servicio de una alianza de partidos campesinos y sindicatos estudiantiles, movilizada contra el imperialismo de la potencia colonizadora y la fracción colaboracionista de la burguesía autóctona.

La fórmula resultó muy eficaz durante las guerras de liberación, pero no logró mantenerse en la fase posterior de independencia nacional, caracterizada por regímenes de partido único con asesino al frente. En España, la difundió la extrema izquierda maoísta, fuente lejana del zapaterismo. Pero sigue siendo ETA, sin duda, la expresión más acabada de aquella triquiñuela de guerra fría concebida para los arrabales tercermundistas, cuya aplicación a una sociedad industrial como la vasca sólo produjo terrorismo y mafia.

Vilipendiado incluso por los países comunistas al conocerse la magnitud del genocidio camboyano, el nacionalismo revolucionario pareció esfumarse definitivamente de la Historia en los años ochenta del pasado siglo. Sin embargo, la vieja fórmula estalinista resurgiría de sus últimos rescoldos en Hispanoamérica. En un libro apasionante, Tumbas sin sosiego (Premio Anagrama de Ensayo, 2006), Rafael Rojas ha descrito el giro castrista de 1992 hacia el nacionalismo revolucionario y sus consecuencias en la representación oficial del pasado cubano.

Tal mutación ideológica repercutió a su vez en los populismos de la América de lengua española y portuguesa, que, huérfanos de la referencia soviética, han ido redefiniéndose desde entonces según pautas neocastristas.

La coyuntura inaugurada en España por la alianza de Aznar y Bush permitió a Rodríguez subirse al carro del nacionalismo revolucionario sin necesidad de proclamarlo explícitamente. Le bastó con delimitar el campo enemigo, donde incluyó al gobierno norteamericano y al PP, identificado, como exigía el guión, con la burguesía colaboracionista. Algo más difícil lo tuvo, es cierto, a la hora de construir el frente patriótico antiimperialista.

Sus aliados se mostraban reacios a cualquier modalidad de patriotismo que rebasara el marco de las literaturas costumbristas regionales, pero se las fue apañando para oponer al fantasma del imperialismo americano un proyecto no menos fantasmal de nación de naciones en el que, por decirlo a la manera alquímica de Pérez Rubalcaba, las nuevas realidades nacionales se fundirían en el crisol erótico de una España reconciliada con sus moléculas.

El esquema, lamentablemente, se descose al primer meneo. Para nacionalistas vascos y catalanes, el imperio opresor es España, no los Estados Unidos, y la burguesía colaboracionista abarca casi la mitad de la población (aunque esto último no sea tan grave a la luz de la doctrina de Fidel).

Ahora bien, donde las expectativas de Rodríguez se han probado claramente ingenuas es en el aspecto de las relaciones, teóricamente fraternales, entre los nacionalismos revolucionarios. Ya que no la historia mundial del siglo XX, rebosante de ejemplos, las recientes zapatiestas hidráulicas entre las naciones de la nación de naciones habrían debido poner sobre aviso al Presidente, pero ni por esas.

Lula ha reaccionado al plante de Evo Morales como un verdadero nacionalista revolucionario. Rodríguez, como un imperialista con mala conciencia (o sea, un chollo: así lo han visto siempre Morales, Chávez, Castro y toda la banda).

Y menos mal que ha enviado a Bolivia a Bernardino León. Aunque parezca mentira, había opciones peores. Leire Pajín, sin ir más lejos.

ABC (España)

 



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