Aunque le asistían ciertas ventajas por ser a un tiempo latinoamericano y un representante destacado de la diáspora italiana, de suerte que en Italia pocos lo consideran un extranjero, la mayoría suponía que, con sus 76 años a cuestas, era demasiado viejo para asumir un cargo tan extraordinariamente exigente. Además de intentar frenar la sangría espiritual supuesta por el abandono del cristianismo por millones de europeos, enfrentar el desafío planteado por los evangélicos mayormente protestantes en América Latina, procurar ayudar a los cristianos, muchos de ellos católicos, que son víctimas del odio religioso en Pakistán, el Oriente Medio y África del Norte y de la persecución ideológica en China, el papa Francisco tendrá que procurar restaurar el prestigio de una Iglesia que se ha visto gravemente debilitada por un sinnúmero de escándalos sexuales y por los esfuerzos de las autoridades eclesiales por proteger a los culpables. Por lo demás, como jefe de una institución que no puede romper con un pasado de 2.000 años pero que, así y todo, habrá de adaptarse a un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa, le será necesario combinar el respeto por tradiciones que se remontan a la antigüedad grecorromana con la voluntad de innovar porque no hay más alternativa.

Bergoglio ha sido un clérigo muy influyente en la Argentina, uno que se ha destacado últimamente por su voluntad de oponerse al gobierno kirchnerista, militando en contra no sólo del llamado "matrimonio igualitario" apadrinado por el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner sino también del prepotente "estilo K" que en su opinión ha servido para agravar las divisiones políticas y crear un clima peligroso de "crispación". Es por lo tanto natural que muchos hayan interpretado su elección al trono de San Pedro como si fuera un episodio más de la política nacional. Sin embargo, aunque es de suponer que seguirá interesándose por las vicisitudes locales, en adelante sus preocupaciones serán incomparablemente más amplias. Ya es líder de una Iglesia que, como su nombre indica, tiene pretensiones universales y, aun cuando el flamante papa quisiera concentrarse en los problemas específicos de la Argentina y otros países de América Latina, no podrá descuidar los intereses del catolicismo en otras partes del mundo.

En Europa y América del Norte lo que más ha llamado la atención a los católicos ha sido la sencillez personal de Bergoglio, un hombre que prefiere viajar en colectivos a ser transportado en limusinas y vivir en un departamento modesto a disfrutar del lujo brindado por un palacio episcopal. Se trata de rasgos simpáticos que hacen más convincente su compromiso con los pobres y que lo ayudarán a vincularse emotivamente con quienes se sienten marginados del furor consumista, pero por desgracia una eventual solución para los problemas gravísimos planteados por la evolución reciente de la economía en Europa y, en menor medida, otras regiones desarrolladas, además de los países materialmente atrasados, dependerá precisamente del aumento del consumo de bienes prescindibles por quienes están en condiciones de comprarlos. Como señalan economistas progresistas preocupados por la desigualdad creciente, la austeridad puede ser una virtud privada, pero si demasiados optan por un estilo de vida parecido al favorecido por Bergoglio, las consecuencias colectivas serían decididamente negativas. Se trata de una paradoja, claro está, pero de una que un pontífice que quiere que todos puedan gozar de un estándar de vida digno debería tomar en cuenta. De todas maneras, como jesuita, el papa Francisco entenderá muy bien la importancia fundamental de la educación, que constituye la única vía de escape concebible para los muchos millones de latinoamericanos que quedan atrapados en la pobreza "estructural", y que, si bien los programas clientelistas emprendidos por tantos gobiernos latinoamericanos han contribuido a atenuar sus penurias, tal y como están manejados contribuyen a perpetuar la falta de equidad que con frecuencia ha denunciado.