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Dossier Francisco I  
 
07/04/2013 | El Papa Francisco: nueva y bendita sorpresa de Dios (I)

Víctor E. Lapegna

Dios no cesa de sorprendernos y volvió a hacerlo al inspirar a los cardenales que eligieron Papa a Jorge Mario Bergoglio, primer peronista, argentino, americano y jesuita que se hace cargo del timón de la Iglesia de Cristo que, por ser el Pueblo de Dios, es una y la misma en todos los tiempos y de ello devienen los muchos rasgos de continuidad entre Francisco y sus antecesores, en especial Juan Pablo II y Benedicto XVI.

 

Uno de esos rasgos comunes de los tres Pontífices es el testimonio que cada uno de ellos dio y da conforme su modo personal de ser, mostrando la coherencia entre su decir y su hacer o, si se quiere “desperonizar” los términos, entre las palabras que se predican y los actos que se realizan. Ni aún los críticos más acerbos de los tres últimos papas pueden dejar de reconocer en ellos esa virtud, notable en un tiempo en el que tantos dirigentes abusan de “caretear”, esto es de decir una cosa y hacer otra.

El objetivo de este texto es aportar una aproximación interpretativa acerca de las cuatro novedades que caracterizan al nuevo Papa y en esta primera parte buscamos explicar el sentido que tuvo nuestra participación en la elaboración del afiche que identificó a Francisco I como argentino y peronista, comenzando por esto último. En notas subsiguientes aludiremos a las novedades que suponen que el nuevo Papa sea argentino, americano y jesuita.

La novedad del Papa peronista

La identidad peronista de Bergoglio debe ser entendida en clave cultural y no reducirla a un sectorial marco partidario o a una estrecha especulación electoral ya que, en sus 34 años de servicio sacerdotal, el actual Papa probó siempre tener muy claro que su misión evangélica, en conformidad con las enseñanzas de Jesucristo que él asumió en plenitud, está dirigida a todos, sin distinciones de ningún orden y esa amplitud pastoral se expande a todo el orbe desde que es el Papa Francisco.

En consecuencia, reconocer en Bergoglio a un peronista cultural no implica reducir o parcializar la dimensión universal que pasó a tener su pensamiento y su acción al alcanzar la condición de Vicario de Cristo, en tanto se comparta nuestra lectura de la relación que existe entre peronismo e Iglesia Católica.

Para fundamentar la dimensión del peronismo cultural que vemos en la identidad del actual Papa, no resulta útil citar a monseñor Lucio Gera, eminente teólogo argentino que iluminó con sus ideas a la Iglesia y ayudó a la formación y discernimiento de religiosos tan destacados como Bergoglio y de laicos tan poco destacados como yo. Explica Gera: “el pueblo-nación es una comunidad de hombres reunidos en base a la participación de una misma cultura que, históricamente, concretan su cultura en una determinada voluntad o decisión política. A la cultura, tal como la entendemos aquí, es inherente un momento político. Pueblo-nación es, a nuestro parecer, un concepto esencialmente cultural-político[1](subrayado nuestro).

Esa determinación política de la cultura popular se constata en la apropiación que de la filosofía peronista hizo para sí una gran parte del pueblo argentino y de esa apropiación puede decirse lo que la encíclica Evangelii Nuntiandi dice de la religiosidad popular, cuando indica que, aunque es vivida preferentemente por los “pobres y sencillos”, abarca a todos los sectores sociales, sin reduccionismos clasistas que le son explícitamente ajenos.

Esa condición popular de la filosofía justicialista se constata, por una parte, en su origen[2] como extracción de una razón superior que es el saber popular y por otra en su destino, ya que vuelve al pueblo transformada por Perón y la experiencia política y de gobierno del Justicialismo.

Es posible que esa condición popular del peronismo y su especial encarnación en los sectores sociales más humildes, haya incidido en la confusión de aquellos analistas y estudiosos del Justicialismo que, llevados por una irrefrenable tendencia a las generalizaciones simplistas, le atribuyen la falaz condición de ser una expresión más del populismo latinoamericano.

Mucho podría decirse acerca de las raíces cristianas del Justicialismo, por caso lo afirmado por Perón en un discurso del 10 de abril de 1948, en el que reconocía que sus actos de reivindicación social se inspiraban en el pensamiento social católico en estos términos: "siempre he deseado inspirarme en las enseñanzas de Cristo. Lo destaco porque al igual que no todos los que se llaman demócratas lo son en efecto, no todos los que se llaman católicos se inspiran en las doctrinas cristianas. Nuestra religión es una religión de humildad, de renunciamiento, de exaltación de los valores espirituales por encima de los materiales. Es la religión de los pobres, de los que sienten hambre y sed de justicia, de los desheredados".

O lo que escribía Eva Perón, en su “Historia del Peronismo” de  1950: “nosotros los peronistas concebimos el cristianismo práctico y no teórico. Por eso, nosotros hemos creado una doctrina que es práctica y no teórica. Yo muchas veces me he dicho, viendo la grandeza extraordinaria de la doctrina de Perón: ¿Cómo no va a ser maravillosa si es nada menos que una idea de Dios realizada por un hombre? ¿Y en qué reside? En realizarla como Dios la quiso. Y en eso reside su grandeza: realizarla con los humildes y entre los humildes”.

Por lo demás, acerca de la relación peronismo- Iglesia hemos de transcribir párrafos de un documento que publicamos en abril de 1999 al cumplirse 50 años del discurso de Perón en el Congreso de Filosofía de Mendoza (“La Comunidad Organizada”), al que titulamos “La filosofía de Perón: una profecía de valor actual” y dedicado a analizar la décimo cuarta de las 20 Verdades del peronismo, que define que el Justicialismo es “una nueva filosofía de la vida simple, práctica, popular, profundamente cristiana y profundamente humanista”.

Decíamos ahí que la condición profundamente cristiana de la filosofía  justicialista se puede comprobar en la naturaleza profética que signa a la obra política y de gobierno y al despliegue del pensamiento de Perón, expresado en La Comunidad Organizada y en otros textos y discursos. Vale precisar que tomamos el término profecía en su acepción de anticipo de los hechos (pro fecit), antes que en la de denuncia de situaciones de pecado.

Asumimos como cierto que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas[3] y es perceptible que el pensamiento y la acción del Justicialismo es una búsqueda de superación de esa cesura mediante la ínseris concreta en nuestra cultura de la doctrina social de la Iglesia, que “se desarrolló a partir del siglo XIX, cuando se produce el encuentro entre el Evangelio y la sociedad industrial moderna, sus nuevas estructuras para la producción de bienes de consumo, su nueva concepción de la sociedad, del Estado y de la autoridad, sus nuevas formas de trabajo y de propiedad[4].

De esa búsqueda de un camino creativo de reencuentro entre Evangelio y cultura desplegada por Perón y el Justicialismo puede decirse que se caracterizó por “la fidelidad a la propia identidad cultural, que se recrea constantemente por su carácter histórico y por su apertura universal y que es la clave para reconciliar la tradición y la modernidad, sin caer en tradicionalismos nostálgicos o arcaizantes ni en modernizaciones miméticas y dependientes [5] ”.

En cuanto a la referencia que hicimos a la condición profética de esa ínseris cultural y del desarrollo práctico de la doctrina social de la Iglesia llevada a cabo por Perón y el Justicialismo, aludimos al hecho que fue un anticipo, concretado en las décadas de 1940 y 1950, de muchos de los conceptos que se fueron incorporando a esa doctrina  años después, a partir del Concilio Vaticano II y de los documentos del Magisterio que le sucedieron.

Tomando muchas de las ideas expresadas en La Comunidad Organizada y en otros textos y discursos de Perón y de Eva Perón, así como en la práctica del Justicialismo y comparándolas con los conceptos contenidos en documentos eclesiales como, entre otros, Gaudium et spes, Populorum progressio, Evangelii nuntiandi, Libertatis conscientia, Laborem excercens, Sollicitudo rei socialis, Christifideles laici, Centesimus annus, Veritatis splendor, Fides et ratio y Ecclesia in America es posible constatar esa condición profética. En el último de los documentos eclesiales mencionados, Juan Pablo II afirmaba que “ante los graves problemas de orden social que, con características diversas, existen en toda América, el católico sabe que puede encontrar en la doctrina social de la Iglesia la respuesta de la que partir para buscar soluciones concretas[6].

Católico reflexivo, Perón sabía que podía partir de la doctrina social de la Iglesia para elaborar soluciones concretas a los problemas que planteaba la evolución de su tiempo. Pero sabía también que para indagar y discernir respuestas evangélicas y apropiadas a las demandas de su tiempo, no bastaba con conocer los documentos que por entonces expresaban los avances alcanzados en la doctrina social de la Iglesia, como las encíclicas Rerum e novarum (1891) o Quadragesimo anno (1931). Además, era necesario bucear en la experiencia concreta del pueblo argentino, que estaba llamado a ser el destinatario y el artífice de esas respuestas.

Perón supo hacerlo y aprehendió el corpus de su doctrina y de su práctica gubernamental y política de una lectura fiel de esa razón superior que es el deseo popular. Siguiendo aquel viejo axioma que reza vox populi vox Dei, Perón escuchó la voz del pueblo[7] y también unió su razón a los principios de la doctrina social de la Iglesia y de la filosofía clásica, devolviendo así al pueblo con claridad lo que de él había recibido con cierta confusión.

Por lo demás, vale detenerse en la singular y notable aptitud y la calidad profética mostrada por Perón y el Justicialismo en lo que hace a la delicada y difícil relación entre Iglesia y mundo, que requiere de un especial talento para comprender y manejar la posibilidad de armonía de lo diverso. Vale señalar que la relación Iglesia - mundo es una de las dimensiones de la relación entre Dios y el hombre en tanto realidades diferentes, que tiñe a toda la historia humana y constituye el núcleo de lo religioso (en el sentido de re - ligar, volver a unir a Dios y el hombre). En Juan 17, 15 a 18; Jesús dice al Padre del Pueblo de Dios: “No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del mal/  Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo/ Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad / Como tú me has envíado al mundo, yo también los he enviado al mundo [8]”.  

Después del Concilio Vaticano II y especialmente a partir de Evangelii Nuntiandi y de las asambleas episcopales latinoamericanas de Medellin y Puebla, se tendió a establecer una visión integrada del orden teologal y el orden temporal, entendiendo como una armonía de lo diverso que se resuelve en la unidad de la fe en Dios y la responsabilidad por la historia humana que se da en el plano subjetivo del creyente y que en lo atinente a la misión de la Iglesia se expresa en la unidad entre evangelización y promoción humana.

En ese proceso, los riesgos derivados de esa compleja relación entre la evangelización y la promoción humana fueron marcado en estos términos por el cardenal Eduardo Pironio: “se dan, sin embargo, también en América Latina riesgos de una superficial identificación entre evangelización y promoción humana, reduciendo la liberación al ámbito  de lo puramente socio-económico y político (...). Existe el peligro de vaciar lo específico del mensaje evangélico, de lo auténticamente original del cristianismo. Se quiere secularizar el cristianismo, nos decía Pablo VI a los obispos latinoamericanos en Bogotá (...)[9].

Perón siempre se cuidó de evitar esa forma del secularismo (desviación de la secularidad) que tiende a reducir la evangelización y la misión de la Iglesia a la promoción humana y que suele ser la contracara habitual del secularismo más habitual que quiere encerrar a Dios en la interioridad individual y privada y sacarlo por completo del mundo.

En el pensamiento y en la acción política y de gobierno de Perón también evitó cuidadosamente el clericalismo adoptado por ciertos movimientos políticos de identidad cristiana en Europa, especialmente notorios en Italia en el partido Popular de Luigi Sturzo, que derivó luego en la Democracia Cristiana de Alcide De Gásperi.

Por lo demás, parte de los cristianos que se acercaron al peronismo desde la década de 1960 superando el trágico desencuentro de 1954-55 que dañó tanto a la Iglesia como al Justicialismo, incurrieron en una equívoca identificación de la fe con el compromiso político y de la evangelización con la promoción humana, al compás de las corrientes que desarrollaron una teología de la liberación que tendía a convertirse en una teología de la secularización y que tanta fuerza e influencia llegó a ejercer en América Latina.

Pero es igualmente cierto que laicos y sacerdotes identificados con el justicialismo tuvieron un rol muy importante en el discernimiento que condujo a una visión más madura y efectivamente cristiana de la relación entre Iglesia  y mundo, entre fe y política, entre evangelización y promoción humana y que se expresó, entre otros signos, en la Asamblea de Puebla del CELAM y en la encíclica Evangelii nuntiandi.

Perón, con su pensamiento y su acción, nos brinda un ejemplo a seguir en cuanto al modo de vivir la fe cristiana en el mundo, evitando el riesgo de reducirla al mero compromiso político y social sin derivar por ello a una actitud ausente del cristiano y de la Iglesia en el tramo de la historia humana concreta que nos toca vivir.

La náusea existencialista, la angustia hedeggeriana o el nihilismo nitzcheano a los que hacía crítica referencia Perón en La Comunidad Organizada parecen volver hoy a campear por sus fueros en vastos espacios de la conciencia humana. “Dios ha muerto, Marx también y yo no me siento nada bien” decía una pintada en el Mayo francés de 1968 y esa descripción adquiere una nueva vigencia para muchos habitantes de este tiempo, sumidos en la perplejidad que les suscita un presente que no terminan de comprender ni de aceptar y un futuro que no llegan a soñar.

Pese a que pasaron 13 años desde que fueron escritas, creemos que estas ideas conservan vigencia en relación al debate suscitado por la asunción del Papa Francisco en el que intervienen algunos de los que en 1973 vivieron la derrota política y cultural que les impusieron Perón y el pueblo en sus intentos de hacer del peronismo y de Perón lo que no eran ni querían ser y que habían encontrado en el kirchnerismo una inesperada reivindicación política y cultural que les permitía volver a estar en la Plaza de Mayo de las que cuarenta años atrás fueron echados.

Entre ellos Horacio González, empleado público e intelectual orgánico del partido del Estado que es la caricatura en la que devino el Partido Justicialista en el régimen kirchnerista, quien advierte el riesgo de que el testimonio del nuevo Papa reavive en el alma popular argentina la naturaleza “profundamente cristiana y profundamente humanista“ del peronismo, tan distante del “socialismo del siglo XXI” y que podría hacer fracasar la maniobra gramsciana por la hegemonía cultural y moral que vienen desplegando entre nosotros con algún éxito en la última década.

Uno de los ámbitos en los que el entrismo marxista en el peronismo fue derrotado hace 40 años fue el del Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo, en el que primaron los que relativizaron la teología de la liberación en clave conciliar, adhirieron al peronismo y rechazaron la lucha armada. Entre ellos estuvo el padre Jorge Bergoglio y son aquellas acciones de entonces las que hoy suscitan las calumnias de viudos y viudas de la Unión Soviética devenidos en kirchnero-cristinistas, como Horacio Verbitsky.

Aunque nos parece inevitable que el pensamiento y la acción papal de Francisco se vean influidos por el peronista cultural que es el padre Bergoglio, tenemos la certeza que el Santo Padre está situado muy por encima de los rencores mediocres que suscita su identidad cultural y así como ya exhortó desde la cátedra de Pedro que ocupa a no confundir a la Iglesia Católica con una Organización No Gubernamental piadosa, de igual modo sabrá armonizar su condición de pastor universal con la cultura específica que lo identifica.

A propósito de ello coincidimos con Guzmán Carriquiry, subsecretario del Consejo Pontificio para los Laicos y secretario del CELAM, cuando señala que “la Iglesia no tiene una finalidad política, no tiene una vocación de poder. No tiene como referencia de sí la conquista o el sostén de un poder político. La salvación del hombre no es fruto de la política (y cuando la política pretende ser salvífica no hace más que generar infiernos). Desde el “dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios”, la Iglesia no sólo ha desacralizado sino también relativizado la política”. Pero el mismo añade que “esto no quiere decir que la Iglesia pueda desinteresarse de la vida pública de las naciones, que no abrace la totalidad de las dimensiones de la existencia y convivencia humanas - entre las cuales la política es dimensión fundamental y englobante -, que no esté ella misma implicada en la vida y destino de las naciones, que no nutra un interés profundo por el bien de la comunidad política, cuya alma es la justicia. Si bien la misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social sino de orden religioso, precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina; o como dirá después la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi: “entre evangelización y promoción humana -desarrollo, liberación- existen, en efecto, vínculos profundos”, de orden antropológico, teológico y de caridad”.

Así como mencionamos el rencor y la preocupación que suscitó en el oficialismo la elección como Papa del obispo al que tenían como jefe de la oposición, también diremos que nos parece de una mezquina pobreza la actitud de algunos políticos de esa oposición que ahora pareciera que quieren ser rentistas del Papa y aprovechar en su beneficio del prestigio y la adhesión popular que suscitó el Santo Padre.

Esa actitud prebendaria respecto del nuevo Papa de cierta dirigencia política de la oposición puede configurar una desviación clerical de parte de quienes, como supo señalar un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe cuando la presidía el entonces cardenal Joseph Ratzinger, “no pueden abdicar de la participación en la política, o sea las múltiples y variadas actividades económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinadas a promover orgánica e institucionalmente el bien común”.

Tales fueron las enseñanzas del Concilio Vaticano II al poner en resalto la dignidad y el protagonismo de los fieles laicos, a los que se les confía especialmente “gestionar y ordenar los asuntos temporales según Dios”.

Diez años después del Concilio, la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi volvía a poner el acento en esa “forma singular de evangelización” confiada a los laicos “en el corazón del mundo y al frente de las más variadas tareas temporales”, orientación ratificada y ampliada por Christofideles Laici.

Antes del Concilio y de los documentos del Magisterio mencionados, entre nosotros Juan y Eva Perón fueron ejemplos paradigmáticos del cabal cumplimiento de la misión evangelizadora de los dirigentes laicos.

A propósito de ello vale citar lo que dijera en 1953 monseñor Antonio Caggiano, por entonces arzobispo de Rosario: “Es un hecho innegable que la masa obrera, en este período de la actual revolución, ha modificado visiblemente sus rumbos. Ha visto llegar mejoras sociales reales pronto y bien. Ha vuelta a enarbolar con cariño su bandera argentina, y se ha convencido de que puede ser obrerista y sindicalista sin ser socialista y sin ser comunista, debo añadir, sin renegar de sus tradiciones y sentimientos religiosos.” De ahí concluía: “Pero si vemos lo defectuoso (del peronismo), ¿por qué no vemos lo bueno, lo que con tanto afán hemos deseado y buscado, una mejor distribución de los bienes, un mayor respeto de los derechos del obrero, una distribución más justa de la tierra a la masa campesina, un acceso de la masa obrera a los estudios superiores del aprendizaje y mejores salarios? Eso es una conquista.”

Además, en el tantas veces criticado “personalismo” expresado en la firme adhesión de los justicialistas a Perón puede rastrearse cierto vínculo con el “personalismo” cristiano ya que, como enseña Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est, “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.

Por fin, vale consignar que el 17 de octubre de 1945 Jorge Mario Bergoglio tenía apenas ocho años, que el 24 de febrero de 1946, cuando Perón fue electo presidente, Bergoglio hacía poco que había cumplido 9 años y que al producirse el golpe de Estado que derrocó a Perón el 16 de setiembre de 1955 el ahora Papa tenía 18 años. También conviene mencionar que Bergoglio ingresó al seminario en 1957, pero recién fue ordenado sacerdote en diciembre de 1969.

Por un lado, esto implica que buena parte de la infancia y toda la adolescencia de Bergoglio coincidió con los dos primeros gobiernos peronistas, con lo que se contó entre quienes eran los “únicos privilegiados”, estudió la primaria en el colegio Don Bosco de los salesianos y egresó como técnico químico de la Escuela de Educación Técnica Hipólito Yrigoyen, rama de la enseñanza media creada y promovida por los dos primeros gobiernos peronistas.

Es plausible que esa experiencia vital transcurrida en la década que fue de 1945 a 1955 haya incidido en que el joven Bergoglio se formara en un clima cultural peronista, sin que en su caso obraran los reactivos que por entonces incidían en quienes procedían de hogares “contreras”.

Aunque su ingreso al seminario se produjo cuando estaban aún frescas las cicatrices de las heridas que en 1955 se abrieron en la relación entre el peronismo y la Iglesia, su ordenación sacerdotal tuvo lugar el mismo año del “rosariazo y el “cordobazo”.

Por tanto, los primeros años de Bergoglio en el sacerdocio fueron los de una época en la que en el mundo, en América Latina y en la Argentina se extendió un clima cultural signado la creciente tendencia, sobre todo entre los jóvenes, a asumir un compromiso político absorbente y radical con opciones revolucionarias, en buena medida inspiradas por las versiones “castro-guevaristas” y “maoístas” de la ideología marxista.

En los círculos de militancia católica de aquellos años, movilizados por el espíritu renovador que suscitó el Concilio Vaticano II, no faltaron quienes quedaron bajo cierta hegemonía intelectual y política del marxismo que, en gran medida, tiñó el desarrollo de la teología de la liberación, de las comunidades de base, de la así llamada “iglesia popular” y las corrientes de “cristianos para el socialismo”, proceso que llevó a que jóvenes católicos optaran por la lucha armada, como en el caso epigramático del sacerdote colombiano Camilo Torres.

En la Argentina, ese clima de época obró sobre el telón de fondo del peronismo que, entre otros muchos elementos, tenía la cualidad de ser la identidad política de la mayoría de los trabajadores y de los pobres, la impronta de ser una ideología y una doctrina arraigada en la Doctrina Social de la Iglesia que rechazaba a la vez al liberalismo y el marxismo, la aceptación de parte de sus miembros de que el general Perón era su único conductor y ser la bete noir de los gobiernos ilegítimos o ilegales, civiles o militares que se venían sucediendo desde 1955, como también de los poderes económicos establecidos.

Adherente de lo que fue llamado Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo, Bergoglio estuvo entre los religiosos que asumieron la opción preferencial por los pobres y la promoción de cambios profundos pero pacíficos que proponían Perón y el peronismo, desde donde se opusieron a la lectura del Evangelio en clave marxista y la legitimación e incluso protagonismo en la lucha armada por las que optaron algunos de sus hermanos, postura que mantuvo e inspiró su actuación como Provincial de los jesuitas entre 1973 y 1979, la que adoptó durante su envío a una parroquia de Córdoba, cuando fue obispo auxiliar de monseñor Antonio Quarracino en la Arquidiócesis de Buenos Aires, en el ejercicio del Arzobispado, de la presidencia de la Conferencia Episcopal Argentina y de su condición de cardenal primado de la Argentina y ha de ser la que lo inspire ahora, en el papado.

Esa fidelidad con su identidad cultural se vincula a aquella virtud que Francisco comparte con Juan Pablo II y Benedicto XVI, sus más cercanos predecesores en el trono de Pedro: el testimonio de la coherencia entre los que predica y lo que se vive. Bueno sería que muchos líderes de la Argentina se convirtieran y adoptaran para sí esa fidelidad con la propia identidad y ese testimonio de coherencia entre el decir y el hacer de Bergoglio/Francisco.

 

 



[1]Lucio Gera, “Pueblo, religión del pueblo e Iglesia”, en CELAM, “Iglesia y religiosidad popular”, Bogotá, 1980. 

[2]Hemos dado una doctrina que no hemos extraído de nosotros, sino del pueblo. La doctrina peronista tiene esa virtud, que no es obra de nuestra inteligencia ni de nuestros sentimientos; es más bien una extracción popular; es decir que hemos realizado todo lo que el pueblo quería que se realizase y que hacía tiempo que no se ejecutaba. Nosotros no hemos sido más que los intérpretes de eso; lo hemos tomado y lo hemos ejecutado. Ahora, como los auditores de Alejandro, tienen que venir los que expliquen porque hemos hecho eso: lo hemos hecho porque el pueblo lo quería y hay una razón superior en el deseo popular”. Juan Perón. Discurso a la Confederación de Intelectuales de agosto de 1950, publicado en Hechos e Ideas en setiembre de 1973.

[3] Pablo VI, Evangelii nuntiandi, num. 20. Ediciones Paulinas.Buenos Aires, 1976.

[4] Catecismo de la Iglesia Católica,  num.2421. Asoc. de Editores de Catecismo. Madrid, 1992.

[5] Carlos Galli,  Identidad Cultural y modernización, pág. 16, Ediciones Paulinas, Buenos Aires, 1991.

[6] Juan Pablo II, La Iglesia en América, num. 54. Edit. San Pablo, Buenos Aires, 1999.

[7] A tono con esa actitud, en una de sus primeras homilías el Papa Francisco invitó a mirar hacia lo alto para contemplar a Dios y hacia abajo para observar al pueblo. Un llamado que coincide con una frase que solía usar monseñor Vicente Zaspe, quien invitaba a escuchar la voz de Dios con un oído y la del pueblo con el otro.

[8] Ya en los orígenes de la Iglesia la “Carta a Diogneto” así presentaba a los cristianos: “ni por región ni por su lengua ni por sus costumbres se distinguen de los demás hombres. De hecho, no viven en ciudades propias, ni tienen una jerga que los diferencie, ni un tipo de vida especial. Participan de todo como ciudadanos y en todo se destacan como extranjeros. Cada país extranjero es su país, y cada patria es para ellos extranjera. Obedecen las leyes establecidas, y con su vida van más allá de las leyes. Para decirlo brevemente, como el alma en el cuerpo así están los cristianos en el mundo”. También vale mencionar lo que decía a este propósito ese original pensador católico que fue Charles Péguy: “Originariamente, la vida mística cristiana consistía no en evitar al mundo, sino en salvar al mundo, no en huir del siglo, en separarse, en cercenarse, en sustraerse, en cerrarse del siglo, sino en alimentar místicamente al siglo”. Y agregaba que Jesús “no vino a dominar el mundo. Vino a salvarlo. No vino para retirarse del mundo. Vino para salvarlo. Y ese es un método bien diferente. Si hubiese querido, estar retirado del mundo, no hubiera tenido más que no venir a este mundo. Es sencillo. Con ello se habría retirado de antemano”.

[9] Pironio Eduardo, “Relación sobre la evangelización del mundo en este tiempo en América Latina”, en CELAM, “Evangelización, desafío de la Iglesia”, Colección CELAM 20, Bogotá, 1976.

Offnews.info (Argentina)

 



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07/04/2013|

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