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07/04/2013 | El Papa Francisco: nueva y bendita sorpresa de Dios (II)

Víctor E. Lapegna

Dios no cesa de sorprendernos y volvió a hacerlo al inspirar a los cardenales que eligieron Papa a Jorge Mario Bergoglio, cuya novedad es ser el primer peronista, argentino, americano y jesuita que se hace cargo del timón de la Iglesia de Cristo que, por ser el Pueblo de Dios, es una y la misma en todos los tiempos y de ello devienen los muchos rasgos de continuidad entre Francisco y sus antecesores, en especial Juan Pablo II y Benedicto XVI.

 

Uno de esos rasgos comunes de los tres Pontífices es el testimonio que cada uno de ellos dio y da conforme su modo personal de ser, mostrando la coherencia entre su decir y su hacer o, si se quiere “desperonizar” los términos, entre las palabras que se predican y los actos que se realizan. Ni aún los críticos más acerbos de los tres últimos papas pueden dejar de reconocer en ellos esa virtud, notable en un tiempo en el que tantos dirigentes abusan de “caretear”, esto es de decir una cosa y hacer otra.

El objetivo de este texto, por cuya extensión nos excusamos ante quienes tengan la paciencia de leerlo, es aportar nuestra interpretación acerca de las cuatro novedades que caracterizan al nuevo Papa.

En la primera parte buscamos explicar el sentido que tuvo nuestra participación en la elaboración del afiche que identificó a Francisco I como argentino y peronista, comenzando por esto último. En esta segunda parte consideramos la novedad que representa que el nuevo papa sea argentino. En notas subsiguientes aludiremos a las novedades que suponen que el nuevo Papa sea americano y jesuita.

LA NOVEDAD DEL PAPA ARGENTINO

Para intentar discernir los significados implícitos en la novedad de que el nuevo papa sea nuestro compatriota Jorge Mario Bergoglio pedimos ser librados de caer en la tentación del reduccionismo solipsista y autorreferencial con que, a menudo, los argentinos nos permitimos juzgar hechos de esta trascendencia.

Una versión vulgar de esa mirada estrecha es la de quienes apelan al lugar común de destacar los que consideran logros individuales de dimensión mundial alcanzados por argentinos (a Máxima Zorreguieta, Leonel Messi o Diego Maradona agregan ahora a Bergoglio) y contrastarlos con nuestros fracasos colectivos.

Ese tópico, además de su insignificancia, implica suponer que Bergoglio fue ungido al papado por ser argentino, que es lo que dejó entrever el cristinista gobernador de Río Negro, Alberto Wereltinek al escribir en Twitter: “No sé qué aporte ha hecho la Iglesia argentina para que lo hayan nombrado Papa”.

Es obvio que el cónclave de cardenales no eligió al sucesor de Benedicto XVI considerando una escala de aportes y merecimientos de las iglesias de cada país en la que la de la Argentina ocupara el primer lugar y por eso el designado debía ser su máximo representante.

Como fuere, al valorar a quienes incurren en esas lecturas chauvinistas, simplistas y erróneas de la novedad del papa argentino corresponde tomar ejemplo de la inconmensurable magnanimidad hacia sus victimarios que nos diera Jesucristo en el Gólgota y, parafraseando sus palabras, decir de ellos: “Perdónalos Señor, no saben lo que dicen”.

No obstante lo precedente, confieso que comparto la enorme alegría y orgullo que sentimos el 90 por ciento de los argentinos por la entronización de nuestro compatriota como nuevo Papa, sentimiento que abarcó a católicos y no católicos, a creyentes y no creyentes e incluso a muchos que despotrican contra la Iglesia y los curas.

Alegría y orgullo que son expresivos, entre otras pulsiones, del patriotismo de la mayoría de quienes formamos parte de nuestro pueblo y que también se manifestó en alegría y orgullo en 1978 cuando nuestra selección ganó el campeonato mundial de fútbol, en 1982 por la recuperación de las Malvinas y en 1983 con la restauración de la democracia, más allá de las grandes diferencias que distinguen a cada una de esas circunstancias.

Así como hoy hay argentinos que, pese a estar enojados con la Iglesia y los curas, se alegran y enorgullecen porque un compatriota sea papa, muchos fuimos los que celebramos en 1978, 1982 y 1983 aún siendo opositores a Videla, Galtieri o Alfonsín, ya que esa postura no nos impedía festejar los éxitos de la Argentina, ya que para nosotros primero está la Patria.

En contraste, quienes tomaron distancia de todos esos festejos populares y los despreciaron con ínfulas de infundada superioridad – Horacio Verbitsky es un ejemplo paradigmático – con esa actitud revelan que no se alegran por esos logros argentinos debido a que no sienten el amor a la Patria que anima al pueblo.

De ahí que, aunque se cuelguen de mayorías ajenas, son siempre minorías y para decirlo con palabras de Bergoglio, “no hay que hacerle caso a aquellos que pretenden destilar la realidad en ideas, ya que no nos sirven los intelectuales sin talento ni los eticistas sin bondad, sino que hay que apelar a lo hondo de nuestra dignidad como pueblo, apelar a nuestra sabiduría, apelar a nuestras reservas culturales”.

Por otra parte, la alegría y orgullo patrióticos suscitados por el papa argentino no tiene porque verse como una manifestación de nacionalismo estrecho ya que, como supo decir Charles Peguy, “el nacionalismo es al patriotismo lo que la superstición a la religión”.

Aportes de la Iglesia Católica a la Argentina

Ante la ignorancia que confesó el gobernador rionegrino en su frase precitada acerca de los muchos y valiosos aportes de la Iglesia Católica a nuestra patria y a nuestro pueblo, conviene recordar esos aportes sin incurrir en la errónea postura de priorizar las intervenciones políticas eclesiales ya que, de ese modo, mas que valorar el testimonio de Cristo por medio de su Cuerpo que es la Iglesia, ésta queda considerada sólo como institución de poder mundano.

En el mismo sentido vale reafirmar que el cometido fundamental de la Iglesia es dirigir la mirada del hombre hacia el misterio de Dios, orientar su conciencia y guiar la experiencia humana en ese sentido, ayudando a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la Redención que se realiza en Jesucristo. En palabras de Pablo VI, “evangelizar es la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda; es su servicio original, insustituible, dado a todos los hombres, de todos los tiempos y lugares”.

Esto no quiere decir que la Iglesia pueda desinteresarse de la vida pública de las naciones, que no abrace la totalidad de las dimensiones de la existencia y convivencia humanas y que no esté ella misma implicada en la experiencia cotidiana de los pueblos y en el destino de las naciones.

En relación a nuestro país, evocamos a Cayetano Bruno - sacerdote salesiano y puntilloso historiador que a partir de 1947 publicó 23 libros dedicados sobre todo a la historia argentina en general y a la historia de la Iglesia Católica en nuestro país en particular – y remitimos a una de sus obras - “La Argentina nació católica”- que describe con amplitud y obstinado rigor el aporte de la Iglesia al decurso de nuestra patria, desde sus orígenes hasta la sanción de la Constitución de 1853.

Ahí puede constatarse la marca decisiva e indeleble que el catolicismo puso en la formación de nuestra nacionalidad en todos los planos – lo propio acaeció en el resto de Iberoamérica según veremos al considerar la novedad americana del Papa – a través del testimonio evangelizador dado por la Iglesia de la Argentina.

Por su parte, nuestro recordado y querido monseñor Gerardo Farell, en su obra Iglesia y Pueblo en Argentina[1], documentó y expuso con verdad, bondad y belleza lo que aquí nosotros apenas esbozaremos. El mismo autor ofrece una síntesis de aquel texto en su aporte a un libro dedicado a dar justo homenaje al también querido y recordado monseñor Lucio Gera[2], al que tituló Lucio Gera y la Recepción Pastoral del Concilio Vaticano II en la Argentina.

Nosotros, en lo que no pasa de ser una mera aproximación a la realidad, creemos posible distinguir varias etapas o facetas en el camino recorrido por el Pueblo de Dios en nuestra patria.

La primera va desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XIX, cuando tuvimos una Iglesia hispano-criolla que, a través del clero secular y ordinario (sobre todo jesuitas, franciscanos y dominicos) y del laicado, proporcionó las bases y fundamentos del nacimiento de la Argentina y tuvo una activa y protagónica participación en la guerra de la independencia y las guerras civiles de ese período, en las que en gran medida se desangró por el aporte de la vida de sus miembros al surgimiento de la patria. En el enfrentamiento interno que, en una simplificación, podría describirse como las luchas entre unitarios y federales, el grueso de la Iglesia se volcó hacia los segundos y por mencionar sólo una muestra de ello, el lema que estaba inscripto en las banderas que levantaban las montoneras de Juan Facundo Quiroga era “Religión o Muerte”.

Desde mediados del siglo XIX, sobre los restos de aquella Iglesia hispano-criolla, se reconstruyó una Iglesia italianizada que mucho contribuyó a consolidar la organización nacional, a ocupar de modo efectivo nuestro territorio y a construir una nueva matriz del pueblo al acompañar y proteger el mestizaje entre nuestra población original nacida de la cruza entre españoles y aborígenes y quienes protagonizaron una gigantesca ola inmigratoria, proceso en el que tuvieron un rol destacado los salesianos[3]. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, esa Iglesia sufrió el embate laicista y anticlerical de la masonería liberal establecida en el poder, que tendía a identificarla con la “barbarie” a la que contraponía la “civilización” que se proponía construir y una de las consecuencias de esa disputa fue el alejamiento de los hombres de las prácticas religiosas, que en buena medida quedaron reducidas a mujeres, niños y jóvenes.

Esa situación comenzó a cambiar a partir del primer tercio del siglo XX, cuando se produjo cierta decadencia cultural del laicismo, en la que incidieron las migraciones a los centros urbanos desde la Argentina profunda de quienes portaban y aportaban al clima cultural la experiencia vital de un catolicismo popular y también la acción catequística, educativa y de solidaridad y asistencia social de la Iglesia, que se canalizó a través del amplio despliegue de la acción parroquial y de organizaciones como Acción Católica, las Ligas de Padres y de Madres de Familia, los Círculos de Obreros Católicos fundados por el padre Federico Grote a inicios del siglo XX y de cuya dirección se hizo cargo monseñor Miguel D´Andrea o los Cursos de Cultura Católica. Uno de los signos de esa transformación fue el fervor y la participación popular con que se vivió el Congreso Eucarístico Internacional que se realizó en Buenos Aires en 1934, presidido por el entonces secretario de Estado del Vaticano, cardenal Eugenio Pacelli (poco después Pío XII), entre cuyas actividades se destacó una multitudinaria misa de hombres que se celebró en torno del Monumento de los Españoles, uno de los signos del fuerte reavivamiento de la religiosidad popular que se produjo por entonces.

Fue en este período de la historia de las relaciones entre la Iglesia Católica, el Estado y la política en la Argentina cuando surgieron y se desplegaron muchas de las modalidades que marcarían las identidades y diferencias, las armonías y los conflictos que hubo y hay en los vínculos entre el catolicismo institucional y el peronismo, cuestión tratada en una abundante y diversa bibliografía[4] que tiene plena y renovada vigencia. 

No hemos de extendernos aquí en exponer nuestra interpretación acerca del doloroso y evitable conflicto que en 1955 enfrentó al gobierno peronista y la jerarquía católica, de sus causas y efectos y de las responsabilidades por su estallido que compartieron las cúpulas del peronismo y de la Iglesia y a las que podría aplicarse lo que dijo Talleyrand de cierto crimen de Estado: “peor que un pecado, fueron un error”. Quien esté interesado en el tema, además de la bibliografía citada, puede encontrar nuevos y valiosos elementos de análisis en las conclusiones del Concilio Plenario del Episcopado Argentino que deliberó en Buenos Aires en 1953, que se publicaron recién en 1957 y pasaron casi del todo desapercibidas por el conflicto Iglesia-Estado de 1954/55 y la novedad del Concilio Vaticano II. Diremos sí que no consideramos pertinente, por no ajustarse a la verdad, la equiparación que algunos quieren hacer de aquellos episodios de 1955 y las disputas que el régimen kirchnerista planteó con monseñor Bergoglio y la Iglesia desde 2004/2005.

En cuanto a las décadas de 1960 y 1970, ellas estuvieron signadas por el turbulento y complejo proceso de asimilación e incorporación del Concilio Vaticano II a la vida de la Iglesia en la Argentina, proceso de renovación que venía anunciado, entre otros signos, por los debates que se daban en los encuentros de la Juventud Obrera Católica (JOC) buena parte de los cuales giraban en torno de la identidad del catolicismo argentino. Entre los hitos claves de la asunción del Concilio entre nosotros destacan el documento de la Asamblea del Episcopado de 1966 titulado Declaración pastoral: La Iglesia en el período posconciliar, la llamada Declaración de San Miguel de 1969 que expuso el aporte de la Iglesia argentina a la Conferencia del CELAM de Medellín, el Plan Pastoral que elaboró la Comisión Episcopal de Pastoral (COEPAL) que fue aprobado y puesto en marcha en 1977 y por fin, el rico y vigente documento Iglesia y Comunidad Nacional, dado por la Asamblea Plenaria del episcopado de 1981. No queremos omitir el hecho de que en todos y cada uno de esos hitos tuvo una intervención decisiva monseñor Lucio Gera, cuyos ricos aportes teológicos desde una firme y honda identidad americana y argentina, contribuyeron no poco a las convicciones del hoy papa Bergoglio.

Después de 1983 y restaurada la democracia, destacan entre otros documentos del Episcopado las Líneas Pastorales para la Nueva Evangelización de 1990 y los producidos a partir de 1998, cuando monseñor Bergoglio se hizo cargo del Arzobispado de Buenos Aires, como por ejemplo Navegar Mar Adentro, de 2003.

Quisimos hacer este breve racconto de los hitos que jalonan el caminar de la Iglesia en la Argentina por cuanto todas esas luces y sombras, de un modo u otro, están presentes en el modo de ser, de creer, de pensar, de sentir y de actuar del nuevo papa, aunque más no fuere por el hecho que 44 de sus 76 años de vida transcurrieron en esta Iglesia que es la nuestra.

Cura, arzobispo o papa, Bergoglio es uno y el mismo

Nos parece evidente que ser argentino forma una parte profunda e inevitable de la identidad cultural y espiritual de Bergoglio y que ese componente de su identidad incidió e incide en el modo personal de ejercicio de su misión, sea como sacerdote, arzobispo o papa.

Para intentar discernir el sentido de la argentinidad en la identidad personal de quien ahora es el papa Francisco es plausible acudir al auxilio del testimonio de su vida y su palabra.

Dado que ellas vienen siendo difundidas en todos los medios del país y del mundo contagiados de “Fransciscomanía”, omitiremos reiterar aquí las anécdotas que dan cuenta de la austeridad y perseverancia en el servicio a Dios y a los otros – en especial a los pobres y excluidos – de los que dio reiterado testimonio el ahora papa Francisco y antes padre Jorge.

Queremos sí remarcar que la coherencia entre los dichos y hechos que jalonan ese testimonio vital dota de credibilidad y autoridad a las palabras con las que el padre arzobispo supo expresar sus ideas y mociones acerca de esta patria y este pueblo que suyos y nuestros.

Dado que además de argentino, es un porteño del barrio de Flores, Bergoglio podría hacer suyo lo escrito por Carlos Guido y Spano cuando afirmaba “Que me importan los desaires con que me trate la suerte / Argentino hasta la muerte / He nacido en Buenos Aires” y desde esa condición uno de los aspectos destacados de su testimonio de ideas y actos estuvo vinculado a los complejos y diversos desafíos que se plantean a la Iglesia para cumplir con su misión evangelizadora en las grandes ciudades de hoy. A este respecto, el padre Carlos Galli, colaborador y consejero de Bergoglio en diversas instancias tales como la elaboración del documento que surgió de la asamblea del CELAM en Aparecida, aborda el análisis de esos desafíos en su reciente libro Dios Vive en la Ciudad.

Por fin, una excelente recopilación de las ideas y mociones de nuestro actual Santo Padre acerca de la Argentina y los argentinos fue elaborada en 2005 por el Departamento de Pastoral Social de la Arquidiócesis de Buenos Aires que dirige el padre Carlos Accaputo y difundida con el título “La Nación por construir: utopía, pensamiento, compromiso”.

Por considerar que la riqueza y vigencia de las ideas ahí contenidas iluminan y ayudan a entender la argentinidad del actual Papa con densidad y rigor, creímos que era una mejor opción adjuntar el texto completo de ese material a esta nota, que intentar una exégesis del mismo.

Causas de los choques del kirchnero-cristinismo con Bergoglio

Aquí y en todo el mundo, ahora y siempre, la inevitable relación entre el Estado y la Iglesia Católica implica coincidencias y tensiones que pueden traducirse en equilibrio y armonía o derivar en conflictos.

Sin la vana pretensión de exponer aquí un tratado acerca de la compleja cuestión de los vínculos entre la “ciudad terrena” y la “ciudad celestial” que no está a nuestro alcance, diremos sí que a lo largo de la historia de su relación con el Estado en la Argentina y en el mundo, la Iglesia Católica tuvo períodos en los que incurrió en dos desviaciones diferentes y antitéticas respecto del sano principio que Jesucristo sintetizó en aquello de “dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”: el regalismo césaro-papista y el aislamiento del mundo.

El regalismo césaro-papista que atribuye a la Iglesia Católica la potestad de tener preeminencia en el Estado, prosperó en Europa y la cuenca del Mediterráneo a partir del siglo III de la era cristiana con la conversión del romano emperador Constantino (entre otros cambios profundos sancionó el Edicto de Milán que puso fin a la persecución a los cristianos, y promovió el concilio de Nicea que puso fin a la herejía arriana que negaba la condición divina de Jesucristo, etc.) y la decisión del emperador Teodosio de hacer del cristianismo la religión oficial del Imperio Romano y se extendió hasta el siglo XV, con el ocaso del Medioevo, la revolución industrial de la que emergió el capitalismo y el surgimiento de la llamada modernidad jalonado por tres “revoluciones”: la inglesa de 1650, la americana de 1777 y la francesa de 1789. Acerca de los vínculos con la religión de estas dos últimas revoluciones, señala el historiador Paul Johnson: “La diferencia esencial entre la revolución norteamericana y la revolución francesa es que la primera, en sus orígenes, fue un acontecimiento religioso, mientras que la segunda fue un acontecimiento antirreligioso. Ese hecho habría de moldear a la revolución norteamericana de principio a fin y sería un factor determinante de la naturaleza del Estado independiente al que daría el ser[5].

Uno de los efectos de la hondura y extensión de los cambios globales dados en el tránsito del medioevo a la era moderna, fue que entre el papado de Benedicto XIV (1740-1758) y el de León XIII (1878-1903), los papas y la jerarquía católica parecieron entrar en un estado de perplejidad que los condujo a quedar atados al viejo régimen, a rechazar la separación de los Estados de la Iglesia y a tender a aislarse de las novedades del mundo.

Sin detenernos a considerar aquí sus luces y sus sombras, los diez papas que reinaron en esos 238 años tuvieron en común haber sido todos italianos y casi todos de familias nobles y quien volvió a relacionar a la Iglesia con el mundo moderno, aceptó la separación entre Iglesia y Estado y con su encíclica Rerum Novarum (Las Cosas Nuevas) de 1891 puso las bases de la actual Doctrina Social de la Iglesia fue León XIII, también italiano pero plebeyo, quien a lo largo de un cuarto de siglo manejó con sabiduría y firmeza el timón de la Barca de Cristo.

Esa promoción de una relación diferenciada pero armónica entre Estado e Iglesia de León XIII, con las variantes de cada caso, fue continuada por el Magisterio de los papas que lo sucedieron a lo largo del siglo XX, se consolidó en el Concilio Vaticano II y fue ahondada por las enseñanzas de los Papas posconciliares.

La contratara de los desvíos eclesiales que oscilaron entre un regalismo que reclamaba un Estado confesional y un solipsismo tendiente a aislarse del mundo, eran los desvíos estatales complementarios de un clericalismo que pretendía restaurar al catolicismo como religión de Estado y un laicismo agnóstico y relativista que pretende privatizar la religión y reducirla al plano individual.

A propósito del tema que estamos considerando, el teólogo y pensador alemán Romano Guardini, cuya obra “El Señor” es una de las favoritas del papa Francisco, señala lo siguiente: “Estado e Iglesia se encuentran el uno en frente a la otra, en una relación de recíprocas concordancias y la idea que los rige es aquella de una gran unidad: la jerarquía. Entre Iglesia y Estado se desarrollan indudables tensiones que determinan toda la historia. Pero la disputa entre Pontífice y Emperador asume un sentido mucho más profundo de lo que aparece a primera vista; en ella más que una contienda de poder político exterior, se halla en cuestión la unidad y el orden de la existencia”.[6]

Ese otro gran teólogo alemán que llegó a ser el papa Benedicto XVI, cuando sólo era el obispo Joseph Ratzinger criticó la tendencia de quienes quieren privatizar a la religión y a Dios situándolos fuera del Estado en los siguientes términos: "Un estado que, por principios, se proclame agnóstico respecto de Dios y de la religión y que fundamente  el derecho nada más que  sobre la opinión de la mayoría, tiende desde adentro a reducirse al nivel de una asociación para delinquir", a lo que añadía que “donde Dios es excluido, entra en su lugar la ley de la organización criminal, no importa si ello sucede en forma desvergonzada o atenuada".[7]

Por su parte, nuestro compañero y amigo Jorge Castro - que no es teólogo ni alemán-, en un libro tan pequeño como valioso[8], puntualiza lo siguiente: “No hay evangelización posible, promoción de la palabra y la esperanza cristiana, si esta no se inserta en una sociedad específica, dotada de un carácter histórico intransferible, en la que han sido identificados los rasgos fundamentales que hacen a su identidad como pueblo y como Nación. Este es el mensaje de Mateo Ricci en China y del cardenal Jaime Ortega en Cuba: un mensaje pastoral ahistórico y apolítico es un contrasentido”.

Y añade: “Por eso, lo esencial es saber cuales son los rasgos específicos de la sociedad argentina en la segunda década del siglo XXI”. Por ser el argentino Bergoglio, el papa Francisco sabe bien eso que es esencial saber, añadimos nosotros.

Es en el marco de estas consideraciones acerca de las complejas relaciones Estado-Iglesia Católica en general que tratamos de ayudar a entender y explicar la animadversión de Néstor y Cristina Kirchner para con Bergoglio cuando era arzobispo de Buenos Aires, cardenal primado de la Argentina y presidente de la Conferencia Episcopal y que desde el 2005 les llevó a romper con la tradicional asistencia del presidente de la Nación al Te Deum del 25 de mayo que se celebra en la Catedral Metropolitana y congelar el diálogo institucional con quien era la mayor autoridad de la Iglesia en la Argentina y ahora es la mayor autoridad de la Iglesia en el mundo.

Por una parte, en el modo de establecer sus vínculos con los otros durante sus diez años de ejercicio consecutivo de la Presidencia de la Nación, Néstor y Cristina Kirchner dieron sobradas pruebas de no tener ninguna disposición a practicar el diálogo, en especial si los otros no estaban dispuestos decirles que sí a todo y a adoptar una obediencia obsecuente a sus decisiones y una coincidencia acrítica con sus ideas.

En contraste con esa actitud egocéntrica y cerrada de los Kirchner, Bergoglio es fiel a su condición de hombre de Iglesia y como tal está abierto a la escucha de la palabra de Dios, que viene desde arriba y de la voz del pueblo, que llega desde abajo. Esa doble escucha se hace diálogo a través de la proclamación de la Palabra de Dios mediante el anuncio del Evangelio y la difusión del Kerygma y también en la voz profética que dice la verdad sobre la realidad del mundo y del pueblo que surge de aquella doble escucha, haciendo oír ambas elocuciones a tiempo y a destiempo.

Por lo demás, el elogio de la pobreza en cuanto virtud y la denuncia de la escandalosa dimensión de la pobreza entre nosotros que hacía Bergoglio en sus homilías en conformidad con las enseñanzas de Cristo y el Magisterio de su Iglesia y que reiteró desde la Cátedra de Pedro al expresar su deseo de una Iglesia pobre y para los pobres, era intolerable para los Kirchner en dos sentidos.

El más nítido es que la autorizada e incontenible voz de la Iglesia mostraba la contradicción entre el alto nivel del crecimiento económico y el bajo nivel de la superación estructural de la pobreza, que signó la última década de la Argentina.

El otro, menos evidente, reside en que la pobreza cristiana da cuenta de nuestra esencialidad ontológica al recordar a los seres humanos – a cada ser humano – que todos somos pobres porque no somos dueños de nuestra vida en tanto no tenemos dominio sobre su duración ni sobre su futuro. Nuestra verdadera pobreza deviene de la perenne inseguridad dada por nuestra condición de mortales y la verdadera riqueza es la Redención que nos donó Cristo, la que nos permite no rendirnos a lo contingente, de lo que nuestra vida terrena forma parte.

Esa frágil pobreza ontológica impuesta a todas las personas por nuestra condición de mortales, pone en cuestión la voluntad irrealizable de perennidad en el poder que caracteriza al matrimonio gobernante y ahora se manifiesta, entre otros síntomas, en el intento de re-reelección de la presidente y la reafirmación de esa pobreza/riqueza esenciales de la condición humana, incomoda la desmedida ambición de continuidad en el poder de los Kirchner ya que delata la incapacidad que ambos para aceptar en plenitud su pobre condición de mortales.

Sólo Dios sabe si Néstor llegó a superar esa incapacidad a la hora inesperada de su muerte y oramos para que así haya sido. Pero las constantes invocaciones de su viuda a “Él” – como si pronunciar su nombre estuviera vedado como lo estaba para el pueblo judío nombrar a Dios – nos llevan a suponer que no termina de resignarse a aceptar que ella y su esposo no se eximen de la pobreza de ser mortales y que, como reza el dicho popular, “la mortaja no tiene bolsillos” y tampoco puede portar ninguno de los atributos del poder terreno.

Por lo demás, dado que el método kirchnerista para construir poder cayó en la tentación de contraponer, dividir, polarizar e insultar y en el procedimiento de acumular las tintas acusatorias sobre chivos emisarios a los que responsabilizar por los males de la comunidad, no podía menos que chocar con quien estaba y está mandado a unir en tanto es un líder religioso y religión viene de re-ligar, volver a unir lo que está fracturado, dividido, enfrentado y también exhorta a asumir las propias responsabilidades, como lo muestra el sacramente de la reconciliación (confesión).

A ello se añade que el kirchnerismo buscó un sustento cultural e ideológico para su régimen en el engagement con los “progresistas” de este tiempo que expresan a actores y consignas derivadas de una ética de las costumbres que reflejan su tránsito de los mesianismos ideológicos al relativismo hedonista y los diferencia de sus predecesores de décadas anteriores, cuyo compromiso principal era con actores y consignas políticas y sociales.

Esa reconversión del “progresismo” es, al menos en parte, un intento de superación de la profunda crisis en la que esa corriente entró a partir de 1990 con la desaparición de la Unión Soviética y el colapso del socialismo real, que sumió en la perplejidad y el desconcierto a quienes, de un modo u otro, adherían al marxismo, esa weltanschauung que dominó el siglo XX y cuyos efectos en la vida de quienes padecieron el poder de esos constructos utópicos dieron razón al poeta alemán Novalis cuando escribió: “Cada vez que el hombre quiso edificar el Paraíso en la tierra, lo que hizo fue instalar el Infierno”.

Al respecto citamos parte del discurso pronunciado por S.S. Benedicto XVI en la asamblea de Aparecida (Brasil) de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) en la que decía lo siguiente: "Tanto el capitalismo como el marxismo prometieron encontrar el camino para la creación de estructuras justas y afirmaron que éstas, una vez establecidas, funcionarían por sí mismas; afirmaron que no sólo no habrían tenido necesidad de una precedente moralidad individual, sino que ellas fomentarían la moralidad común. Y esta promesa ideológica se ha demostrado que es falsa. Los hechos lo ponen de manifiesto. El sistema marxista, donde ha gobernado, no sólo ha dejado una triste herencia de destrucciones económicas y ecológicas, sino también una dolorosa destrucción del espíritu. Y lo mismo vemos también en Occidente, donde crece constantemente la distancia entre pobres y ricos y se produce una inquietante degradación de la dignidad personal con la droga, el alcohol y los sutiles espejismos de felicidad."

El clima espiritual que suscitó la crisis del racionalismo en general y de las ideologías en especial, es descripto por Juan Pablo II  en su encíclica "Fe y Razón"[9] en estos términos: “Como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener un cierto atractivo entre nuestros contemporáneos. En la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional”.

Como señala Jorge Castro, “la gran disyuntiva de nuestra época es entre el secularismo radical de la sociedad de la técnica, por un lado, y la pregunta por Dios, por el otro[10] y a nuestro ver, las manifestaciones vernáculas de ese “progresismo” posmoderno padecen de ese secularismo raigal (preferimos este término a “radical” debido a nuestras rémoras de peronistas sectarios y excluyentes), enfermedad cultural y espiritual de dimensión pandémica que abarca al mundo globalizado de hoy, de la que algunos de cuyos síntomas son los siguientes:

·         La creciente tendencia a que los vínculos de las personas con la realidad en general y en especial con las otras personas sean menos permanentes y profundos y más efímeros y superficiales, entre cuyos efectos destaca el debilitamiento de la familia.

·         La percepción distorsionada del tiempo causada por la dificultad humanas para aprehender en su interioridad el ritmo acelerado de los cambios exteriores, en especial los generados por las fenomenales transformaciones suscitadas por la ciencia y la tecnología.

·         La creciente renuencia a asumir las responsabilidades individuales que son propias de la vida (por dar apenas un ejemplo, es perceptible que muchas familias buscan desentenderse de la educación de los hijos y delegarla por completo en las instituciones escolares o en la televisión).

·         El extendido hedonismo que induce a rechazar al sufrimiento como un componente inevitable de la experiencia vital que dista de ser inútil.

·         El ocaso del sentido trascendente de la vida, que reinstaló con agudeza un miedo enfermizo a la muerte entre cuyos efectos indirectos está el rechazo de los ancianos – tal vez porque son testigos incómodos de la inevitabilidad del camino humano hacia una muerte terrenal que en ellos está más cercana – y el culto a la juventud, entre cuyas manifestaciones más frívolas pueden citarse la creciente recurrencia a la cirugía estética o la vestimenta “informal” que tienden a adoptar los adultos, imitando a los jóvenes.   

·         El deterioro de la identidad personal y la adopción de un modo de vida cotidiana menos humano que padecen muchos de los que migraron desde el campo y desde ciudades pequeñas y medianas a las megalópolis contemporáneas, acerca de lo cual Samuel P. Huntington afirma que "a nivel individual, las migraciones de personas hacia ciudades, escenarios sociales y ocupaciones desconocidas, destruyen los vínculos locales tradicionales, generan sentimientos de alienación y provocan crisis de identidad para las que la religión, con frecuencia, ofrece una respuesta”.

  • La secularización y desacralización de la sociedad, que condujo a la pérdida del sentido de lo sagrado y de lo santo y a que el hombre recurra menos a la religión que a la ciencia para encontrar las seguridades que necesita para vivir.

Esta crisis cultural que fue anticipada por el sociólogo estadounidense Daniel Bell en un libro que publicó en 1982[11] del que, siguiendo con la tendencia a apoyarnos en ideas y palabras de otros, reproducimos aquí tres párrafos.

El hedonismo, la idea del placer como modo de vida, se ha convertido en la justificación cultural, si no moral, del capitalismo. Y el ethos liberal que ahora prevalece, con su justificación ideológica de la satisfacción del impulso como modo de conducta, se ha convertido en el modelo de imago cultural. Aquí reside la contradicción cultural del capitalismo”.

El problema real de la modernidad es el de la creencia. Para usar una expresión anticuada, es una crisis espiritual, pues los nuevos asideros han demostrado ser ilusorios y los viejos han quedado sumergidos. Es una situación que nos lleva de vuelta al nihilismo; a falta de un pasado o un futuro, sólo hay un vacío”.    

En la escritura invisible que se percibe sordamente, el tema subterráneo recurrente es el de la salvación del hombre mediante la resurrección de la fe tradicional. Lo que la religión puede restaurar es la continuidad de las generaciones, volviéndonos a las circunstancias existenciales que son el fundamento de la humildad y del interés por los otros”.

Juan Pablo II supo sintetizar el proceso que estamos considerando al decir lo siguiente: “En numerosos países, después de la caída de las ideologías que ligaban la política a una concepción del mundo, un riesgo no menos grave aparece hoy: el riesgo de la alianza entre la democracia y el relativismo ético”.

A nuestro modo de ver, en el caso específico de la última década de la Argentina de los K, esa “alianza entre la democracia y el relativismo ético” no se fundó en la adhesión de quienes llegaron al gobierno en 2003 a los presupuestos ideológicos del “progresismo”, sino en el uso instintivo, pragmático y oportunista de las tesis gramscianas acerca del peso de la hegemonía cultural y la construcción de sentido común para la acumulación de poder.

Néstor Kirchner, que había accedido a la Presidencia con apenas el 22 por ciento de los votos, necesitaba de un discurso ideológico que contribuyera a dotarlo de legitimidad y le hiciera ganar cierto apoyo en un segmento significativo de la clase media urbana - que es la que forma opinión pública- para así disponer del espacio que le permitiera acumular poder para sí a través de la doble vía de convertir al Partido Justicialista en Partido del Estado bajo su control personal y consolidar un capitalismo de cómplices, con un manejo personal y centralizado de los recursos públicos.

Su instinto de animal político le permitió comprender que la mejor relación costo-beneficio para esa operación estaba en la captación del “progresismo”, espacio que estaba vacante y desencantado después del brutal fracaso del Frente Amplio en la Alianza que, a través de Carlos “Chacho Álvarez” entre otros, gobernó con la UCR y Fernando De la Rúa en la fugaz y fracasada gestión que fue de 1999 al 2001.

Entre los principales ingredientes que convirtieron en “progresista” al relato oficial estuvo el haber concedido la condición de historia oficial y monocorde a la versión “montonera” de los años de plomo, basando en ella la política gubernamental de “derechos humanos” y el aval dado al giro al relativismo hedonista de la izquierda neomarxista, que sustituyó a las mayorías compuestas por obreros, campesinos y estudiantes de ayer por las minorías que integran homosexuales, drogadictos, feministas, indigenistas, etc. y a trocar las consignas que antaño postulaban el poder popular y la liberación nacional y social por las que hogaño proponen el matrimonio entre personas del mismo sexo, el aborto libre y otras similares.

Fue así que Néstor Kirchner pudo sacar “chapa” de progresista con gestos como, entre otros, bajar la foto del general Videla en el Colegio Militar, avalar la persecución a integrantes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad que hubieran tenido alguna actuación entre 1976 y 1983 o apoyar la llamada ley de matrimonio igualitario con el único voto que emitió después de ser electo diputado en 2009.

Esos y otros gestos que no tenían para él costo significativo alguno, le permitieron justificar ante la clase media progresista su capitalismo de cómplices basado en una matriz productiva de empleos de poca calidad, baja productividad y competitividad y escaso valor agregado relativo de los bienes y servicios producidos; su política social de asistencialismo clientelista que no sacó a los pobres de la pobreza sino que, en el mejor de los casos, alivió sus carencias materiales a cambio de vulnerar aún más su dignidad y su política institucional que hizo tabla rasa de las normas constitucionales que establecen la forma representativa, republicana y federal de gobierno.

En otros términos, el espacio de poder que los Kirchner brindaron a quienes representan a nuestro sedicente progresismo posmoderno como, entre otros, Hebe de Bonafini y Estela Carlotto, Carta Abierto y La Cámpora, entidades de homosexuales y abortistas; les habilitó para aliarse con dirigentes que ese mismo progresismo considera reaccionarios (por ejemplo los llamados “barones del conurbano” o el gobernador de Formosa), a favorecer la minería a cielo abierto y en general a la primarización de la economía argentina, a imponer un régimen autoritario de gobierno, a apañar y beneficiarse de una desmesurada corrupción y a acumular una importante fortuna personal desde el ejercicio del poder político, sin por eso perder del todo su imagen de “progresistas”.

Cierto es que esa tolerancia de la opinión pública a la manifiesta incoherencia entre los dichos “progresistas” y los hechos “reaccionarios” del kirchnerismo, en gran medida encontró justificación en la  administración económica prolija y eficiente que mantuvo hasta 2006 el equipo que conducía Roberto Lavagna, la que generó una situación de creciente prosperidad material, sobre todo en comparación con la crisis del 2001.

Pero en ese cielo despejado dado por la credibilidad que en la mayor parte de la opinión pública obtenía el relato de los K acerca de sí mismos y de sus virtudes “nacionales y populares”, a partir de 2004 tronaba una voz disonante, que tenía el efecto incómodo de un rayo de tormenta: la del arzobispo de Buenos Aires, presidente de la Conferencia Episcopal y cardenal primado de la Argentina, Jorge Mario Bergoglio.

Para colmo de males esa voz “políticamente incorrecta” se hacía oír en la homilía de la misa de Te Deum que se oficia los 25 de mayo en la Catedral Metropolitana con la presencia de los más destacados funcionarios de gobierno, comenzando por el presidente de la Nación, lo que la hacía estentórea y quien la emitía no aceptaba ningún condicionamiento a su contenido ni era posible réplica alguna en el mismo acto.

En otros términos, a los Kirchner les resultaba inaceptable tener que someterse a escuchar y que se escuchara la palabra cargada de verdad y autoridad de la Iglesia expresada por quien era su vocero – al que no podían reemplazar, censurar, comprar o acallar – que cuestionaba su relato edulcorado de la realidad y se permitía llamar al pan, pan y al vino, vino.

¿Pero que fue lo que dijo monseñor Bergoglio en sus homilías de los Te Deum de 2004 y 2005 que tanto molestó a los Kirchner? Para elucidarlo reproducimos aquí algunos de los párrafos de esas alocuciones que pudieron irritar a los K.

  • No pocas veces, el mundo mira asombrado un país como el nuestro, lleno de posibilidades, que se pierde en posturas y crisis emergentes y no profundiza en sus hendiduras sociales, culturales y espirituales, que no trata de comprender las causas, que se desentiende del futuro.
  • Somos prontos para la intolerancia. Nos hallamos estancados en nuestros discursos y contradiscursos, dispuestos a acusar a los otros, antes que a revisar lo propio.
  • El miedo ciego es reivindicador y lleva a menudo a despreciar lo distinto, a no ver lo complementario; a ridiculizar y censurar al que piensa diferente, lo cual es una nueva forma de presionar y lograr poder.
  • La difamación y el chisme, la trasgresión con mucha propaganda, negar los límites, bastardear o eliminar las instituciones, son parte de una larga lista de estratagemas con las que la mediocridad se encubre y protege, dispuesta a desbarrancar ciegamente todo lo que la amenace.
  • Si las cadenas fueran de hierro, si la presencia de ejércitos externos fuera evidente, lo sería también la necesidad de libertad. Pero cuando la cautividad proviene de nuestras sangrantes heridas y luchas internas, de la ambición compulsiva, de las componendas de poder que absorben las instituciones, entonces ya estamos cautivos de nosotros mismos.
  • La propuesta es liberarnos de nuestra mediocridad, esa mediocridad que es el mejor narcótico para esclavizar a los pueblos. No hacen falta ejércitos opresores. Parafraseando a nuestro poema nacional podemos decir que un pueblo dividido y desorientado ya está dominado.
  • Una confusa cultura mediática mediocrizada nos mantiene en la perplejidad del caos y de la anomia, de la permanente confrontación interna y de "internas", distraídos por la noticia espectacular para no ver nuestra incapacidad frente a los problemas cotidianos. Es el mundo de los falsos modelos y de los libretos. La opresión más sutil es entonces la opresión de la mentira y del ocultamiento, Eso sí; a base de mucha información, información opaca y, por tal, equívoca.
  • Ciertamente, es habitual que, frente a la impotencia y los límites, nos inclinemos a la fácil respuesta de delegar en otros toda la representatividad e interés por nosotros mismos. Como si el bien común fuera una ciencia ajena, como si la política -a su vez- no fuera una alta y delicada forma de ejercer la justicia y la caridad.
  • Hoy como nunca, cuando el peligro de la disolución nacional está a nuestras puertas, no podemos permitir que nos arrastre la inercia, que nos esterilicen nuestras impotencias o que nos amedrenten las amenazas.
  • No retornemos a la soberbia de la división centenaria entre los intereses centralistas, que viven de la especulación monetaria y financiera, como antes del puerto, y la necesidad imperiosa del estímulo y promoción de un interior condenado ahora a la curiosidad turística.
  • Que tampoco nos empuje la soberbia del internismo faccioso, el más cruel de los deportes nacionales, en el cual, en vez de enriquecernos con la confrontación de las diferencias, la regla de oro consiste en destruir implacablemente hasta lo mejor de las propuestas y logros de los oponentes.
  • Que no nos corten caminos las calculadoras intransigencias (en nombre de coherencias que no son tales). Que no sigamos revolcándonos en el triste espectáculo de quienes ya no saben cómo mentir y contradecirse para mantener sus privilegios, su rapacidad y sus cuotas de ganancia mal habidas, mientras perdemos nuestras oportunidades históricas, y nos encerramos en un callejón sin salida. 
  • Esto hay que lograr: Hacer cumplir la ley, que nuestro sistema funcione, que el banquete al que se nos convoca en el Evangelio sea ese lugar de encuentro y convivencia, de trabajo y celebración que queremos, y no un café al paso para los intereses golondrina del mundo. Esos que llegan, extraen y parten.
  • La ley es la condición infranqueable de la justicia, de la solidaridad y de la política, y ella nos cuida, al bajar del árbol, de no caer en la tentación de la violencia, del caos, del revanchismo.Asumamos el dolor de tanta sangre vertida inútilmente en nuestra historia.
  • Abramos los ojos a tiempo: una sorda guerra se está librando en nuestras calles, la peor de todas, la de los enemigos que conviven y no se ven entre sí, pues sus intereses se entrecruzan manejados por sórdidas organizaciones delincuenciales y sólo Dios sabe qué más, aprovechando el desamparo social, la decadencia de la autoridad, el vacío legal y la impunidad.
  • Hay en toda la sociedad un anhelo ya propuesto, insoslayable, de participar y controlar su propia representación, como aquel día que hoy rememoramos en que la comuna se constituyó en Cabildo.
  • Sabemos bien que este pueblo podrá aceptar humillaciones, pero no la mentira de ser juzgado culpable por no reconocer la exclusión de veinte millones de hermanos con hambre y con la dignidad pisoteada. 

A estas homilías debe añadirse que, en los susceptibles oídos del kirchnero-cristinismo, sonaban a críticas a sus políticas la enunciación de los principios de la Iglesia que el episcopado argentino reivindicó en estos años a través de documentos que, en todos los casos, fueron impulsados o al menos avalados por monseñor Bergoglio. Sirve, entonces, reproducir párrafos de algunos de esos documentos del episcopado argentino.

Comenzamos por citar algunos párrafos del documento titulado Creemos en Jesucristo, Señor de la historia, que emitió la Conferencia Episcopal en el Adviento de 2012.

  • Varias veces, haciéndonos eco de una convicción ampliamente extendida, hemos afirmado que nos encontramos sumidos en una profunda crisis moral, que revela que la fe no impregna plenamente nuestro estilo de vida. Lo manifestamos en la oración que rezamos por la patria, al decir: Nos sentimos heridos y agobiados.
  • Todos los habitantes de nuestra patria necesitan sentirse respaldados por una dirigencia que no piense solo en sus propios intereses, sino que se preocupe prioritariamente por el bien común. “La felicidad está más en dar que en recibir”.
  • Recordamos, una vez más, que este servicio al bien común requiere una dedicación generosa a promover la dignidad de nuestros hermanos más pobres en su vida personal y familiar, para que sean protagonistas de su propio desarrollo integral.
  • La educación y el trabajo siguen siendo los instrumentos que les permiten a las personas y a las comunidades ser artífices de su propio destino (y no instrumentos de la ambición de nadie, añadimos nosotros para completar la cita de Perón).
  • Los obispos argentinos, reunidos en nuestra 104 Asamblea Plenaria, hemos repasado con honda preocupación algunos síntomas de la persistencia de esta crisis moral y cultural. Compartimos algunos de ellos:
    • La dignidad de la vida desde la concepción hasta su término natural es la base de todos los derechos humanos. Reiteramos, una vez más, que el ordenamiento jurídico debe respetar el derecho a la vida.
    • La familia, fundada sobre el matrimonio entre varón y mujer, es un valor arraigado en nuestro pueblo. Anterior al estado, es la base de toda la sociedad y nada puede reemplazarla. Vemos con preocupación una corriente cultural y un conjunto de iniciativas legislativas que parecen soslayar su importancia o dañar su identidad.
    • Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Tienen el derecho de que el sistema educativo no les imponga contenidos contrarios a sus convicciones morales y religiosas. Deseamos que toda la sociedad tome una mayor conciencia de la necesidad de mejorar el sistema educativo, de modo tal, que los más pobres sean sus principales beneficiarios. La necesaria preparación para la vida cívica de niños y jóvenes debe excluir la politización prematura y partidista de los alumnos.
    • Constatamos una angustia generalizada en nuestro pueblo por la vida de los jóvenes. Es enorme la cantidad de ellos que no estudian ni trabajan: ésta es una de las hipotecas sociales más desafiante para los argentinos.
    • La droga se extiende por el crecimiento del crimen del narcotráfico y la red de complicidades que lo sustentan. Pensamos que ésta es una de las causas principales de la proliferación del delito y de la consiguiente inseguridad.
    • A casi treinta años de la democracia, los argentinos corremos el peligro de dividirnos nuevamente en bandos irreconciliables. Se extiende el temor a que se acentúen estas divisiones y se ejerzan presiones que inhiban la libre expresión y la participación de todos en la vida cívica. Concédenos la sabiduría del diálogo. Toda sociedad tiene conflictos. La democracia, tal como lo refleja la doctrina social de la Iglesia, no se construye agudizándolos, sino concretando los ideales de una verdadera amistad social. Algunas sombras nos han perseguido a lo largo de nuestra historia, que en distintos momentos han acentuado su intensidad e impedido una vigencia más plena del orden democrático. Una es el excesivo caudillismo, que atenta contra el desarrollo armónico de las instituciones, acentúa su deterioro y menoscaba la autonomía de cada uno de los poderes del estado, tanto en el orden nacional como provincial. Esto es particularmente delicado cuando se trata de la independencia del Poder Judicial. Otra sombra es la oposición entre las visiones unitaria y federal de la nación, la cual se extendió fuertemente en los albores de nuestra patria, e intermitentemente se manifiesta en distintos momentos de la historia. Cuando en nuestra oración por la patria decimos que queremos ser nación expresamos un anhelo claramente manifiesto en nuestra Constitución. Queremos ser una nación basada efectivamente en un sistema republicano, representativo y federal.
  • Llegando la Navidad los argentinos debemos recordarnos la deuda pendiente de nuestra reconciliación. Se hace cada vez más necesario generar contextos de encuentro, de diálogo, de comunión fraterna que nos permitan reconocernos y tratarnos como hermanos, aborreciendo el odio y construyendo la paz. El niño que María recuesta en el pesebre es el Señor de la historia. A Él volvemos a dirigirle nuestra plegaria: “Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos...” A la Virgen María, Nuestra Señora de Luján, le confiamos nuestras inquietudes y ponemos en sus manos nuestras esperanzas.

En 2007, la Comisión Permanente del Episcopado emitió una declaración en la que señalaba los siguientes desafíos que consideraba los más significativos entre los que nos comprometen como ciudadanos.

a)      La vida: es un don de Dios y el primero de los derechos humanos que debemos respetar. Corresponde que la preservemos desde el momento de la concepción y cuidemos su existencia y dignidad hasta su fin natural;

b)      La familia: fundada en el matrimonio entre varón y mujer, es la célula básica de la sociedad y la primera responsable de la educación de los hijos. Debemos fortalecer sus derechos y promover la educación de los jóvenes en el verdadero sentido del amor y en el compromiso social;

c)      El bien común: es el bien de todos los hombres y de todo el hombre. Debemos ponerlo por sobre los bienes particulares y sectoriales. Su primacía sustenta y fortalece los tres poderes del Estado, cuya autonomía, real y auténtica, se hace imprescindible para el ejercicio de la democracia. Dicho bien común se afianza cuando la autoridad sanciona leyes justas y vela por su acatamiento. También el ciudadano está obligado en conciencia a cumplirlas, salvo que se opongan a la ley natural;

d)      La inclusión: debemos priorizar medidas que garanticen y aceleren la inclusión de todos los ciudadanos. La pobreza y la inequidad, no obstante el crecimiento económico y los esfuerzos realizados, siguen siendo problemas fundamentales. Toda gestión social, política y económica debe estar orientada al logro de una mayor equidad, que permita a todos la participación en los bienes espirituales, culturales y materiales;

e)      El federalismo: tenemos que promover el verdadero federalismo, que supone el fortalecimiento institucional de las Provincias, con su necesaria y justa autonomía respecto del poder central. Los poderes del Estado se ennoblecen cuando consolidan la estructura federal y republicana del País;

f)        Políticas de Estado: la experiencia nos ha enseñado que una sociedad no crece necesariamente cuando lo hace su economía, sino sobre todo cuando madura en su capacidad de diálogo y en su habilidad para gestar consensos que se traduzcan en políticas de Estado, que orienten hacia un proyecto común de Nación. Este sigue siendo un fuerte desafío para nuestra democracia.

Por fin, ya en 2003 y en el documento Navegar Mar Adentro, los obispos presididos por Bergoglio presentaban estas dramáticas advertencias:

  • En nuestro país la pérdida de los valores que fundan la identidad como pueblo nos sitúa ante el riesgo de la descomposición del tejido social.
  • El desafío que hemos de asumir en Argentina es precisamente esta profunda crisis de valores de la cultura en la que toman fuerza otros graves problemas: el escándalo de la pobreza y la exclusión social, la crisis del matrimonio y la familia, la necesidad de mayor comunión. En la raíz misma del estado actual de la sociedad percibimos la fragmentación que cuestiona y debilita los vínculos del hombre con Dios, con la familia, con la sociedad y con la Iglesia.

Es evidente que las citas de las homilías de Bergoglio y de los documentos episcopales en los que el actual papa Francisco tuvo intervención aquí transcriptas bien pudieron ser leídas como críticas a su gestión por parte de gobernantes tan poco abiertos a escuchar otras voces como los Kirchner.

Pero nos parece que esas palabras eclesiales son un sayo que también va la medida de los dirigentes políticos de la oposición quienes, por lo general, prefirieron apropiarse de ellas para arrojarlas al gobierno antes que hacerse cargo de sus propias responsabilidades por los males que esos pronunciamientos denuncian.

Por último, pero no por eso menos importante, la llamada “Franciscomanía” contagió a los medios de comunicación social del mundo y de la Argentina y eso merece ser analizado.

Nuestra primera observación es que resulta auspicioso que renuncia de Benedicto XVI, la elección de Francisco y lo dicho y hecho por el nuevo papa en sus primeros días como Vicario de Cristo hayan ocupado en los mass-media locales – también en los internacionales - un espacio de amplitud inusitada respecto al que suelen dedicar los medios a Iglesia Católica ya que esa cobertura es la respuesta al interés que esos asuntos suscitan en vastas audiencias.

Por lo demás, por encima de la banal superficialidad y la enciclopédica ignorancia de buena parte de los comentarios, reportajes, declaraciones y opiniones que los actores de los medios dedicaron al tema, algunos testimonios de personas anónimas mostraron la potencia de la religiosidad popular y ciertos gestos del papa mostrados en directo dieron testimonio elocuente del amor de Dios que es percibido por su pueblo, sin que el obstáculo de quienes obran de intermediarios en el circuito comunicacional llegara a interferir esa percepción.

Claro que, conforme al paradigma según el cual solo venden las malas noticias, los poderes mediáticos prestaron desmedida atención a heridas y falencias de la Iglesia Católica – por ejemplo, los casos de sacerdotes pedófilos o las “internas” en la curia vaticana – y difundieron las calumniosas acusaciones de Verbitsky para enturbiar la limpidez del proceso del tránsito de Ratzinger a Bergoglio.

También diremos que desde muchos de los medios se pretendió fijar la agenda del nuevo papa al jerarquizar asuntos que para el catolicismo no son prioritarios y menos aún urgentes, tales como la comunión de los divorciados o el celibato sacerdotal y hasta insinuaron que Francisco debía revisar principios dogmáticos de la Iglesia como la defensa de la vida (de la que deriva la condena del aborto y la eutanasia) o de la familia basada en el matrimonio de hombre y mujer (que explica el rechazo al llamado matrimonio entre homosexuales).

Esas posiciones derivan de que muchos de los actores decisivos del poder mediático, aquí y en todo el mundo, adhieren y difunden la ideología de relativismo hedonista dominante en las actuales sociedades del consumo y el espectáculo, erigida en un nuevo y verdadero “opio del pueblo” que distrae, confunde y banaliza la conciencia y la experiencia de lo humano, censura y ofusca los interrogantes irreprimibles de la persona sobre el origen, sentido y destino de la vida, exacerba los deseos al punto de que llegan a confundirse con necesidades y promueve la ordenación de toda la vida personal y colectiva en el seguimiento de ídolos del poder, del dinero, del éxito, del placer efímero.

Pero ya no el soplo, sino el tsunami del Espíritu Santo que estamos viviendo hace unos días, vino a confirmar que en la Argentina lo mejor que tenemos es el pueblo del papa Francisco, que justifica al documento Navegar Mar Adentro, dado por los obispos que presidía monseñor Bergoglio en 2003, en cuanto dice: “A pesar del desgaste social, en nuestra patria subsisten reservas de valores fundamentales: la lucha por la vida desde la concepción hasta la muerte natural, la defensa de la dignidad humana, el aprecio por la libertad, la constancia y preocupación por los reclamos ante la justicia, el esfuerzo por educar bien a los hijos, el aprecio por la familia, la amistad y los afectos, el sentido de la fiesta y el ingenio popular que no baja los brazos para resolver solidariamente situaciones difíciles en la vida cotidiana”.

El papa Wojtila, en el discurso que dirigió a los obispos argentinos en ocasión de la visita “ad limina apostolorum” que le realizaran el 11 de noviembre de 1997, dijo que “sólo una nueva propuesta de los valores morales fundamentales, como son la honestidad, la austeridad, la responsabilidad por el bien común, la solidaridad, el espíritu de sacrificio y la cultura del trabajo, en una tierra como la vuestra, que la Providencia ha creado fértil y fecunda, puede asegurar un mejor desarrollo integral para todos los miembros de la comunidad”.

Esos valores mencionados por el Beato Juan Pablo II son vividos y testimoniados por su sucesor argentino en la cátedra de Pedro y es ese un fuerte aliento a la esperanza en una propuesta que conduzca a que los argentinos recuperemos la adhesión a un destino común en lo universal.  

Buenos Aires, 1 de Abril de 2013, lunes de Pascua

ANEXO

LA NACIÓN POR CONSTRUIR: UTOPÍA-PENSAMIENTO-COMPROMISO

Prólogo

El presente trabajo surge en el contexto de la preparación de la VIII Jornada de Pastoral Social, organizada por el Departamento de Pastoral Social de la Arquidiócesis de Buenos Aires, bajo el lema: “La Nación por construir: utopía, pensamiento, compromiso”.

En los últimos años, la Pastoral Social de Buenos Aires, de manera coincidente con el espíritu de diversas declaraciones del Episcopado Argentino, ha venido proponiendo en sus Jornadas anuales, como centro de su reflexión, el tema de la Nación. En ellas, desde un enfoque multidisciplinario y con la participación de diversos actores que hacen a la vida intelectual, política y social, tanto nacional como de la Ciudad de Buenos Aires, se brinda un rico espacio de encuentro y diálogo para todos aquellos que sienten este imperativo de construir la Nación.

Desde esta preocupación común, surgió esta iniciativa de prestar un servicio para esa tarea, ofreciendo de manera ordenada y sistemática el pensamiento del Arzobispo de Buenos Aires quien, como Pastor, en diferentes mensajes a la comunidad, ha expresado con claridad esta necesidad de trabajar, en un esfuerzo colectivo, por reconstruir los vínculos sociales y crear un futuro incluyente para todos.

En la elaboración de este material, que intenta ser una síntesis de su pensamiento, se ha trabajado a partir de diferentes mensajes y homilías del Cardenal Bergoglio, especialmente aquellos donde él ha volcado su reflexión sobre la Nación, como son sus predicaciones en los sucesivos Te Deum celebrados en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires en los últimos años, sus mensajes anuales a las Comunidades Educativas de la Arquidiócesis, así como también diversas intervenciones suyas en las Jornadas y demás encuentros organizados por el Departamento de Pastoral Social, destacándose entre ellos su Conferencia inaugural del Ciclo de Formación y Reflexión Política, organizado por la Pastoral Social a través del CEFAS (Centro de Estudios, Formación y Animación Social) en el año 2004.

A partir del análisis de estos diferentes textos se ha intentado recuperar su pensamiento de manera sintética, ordenándolo en este caso de acuerdo a los tópicos “pensamiento, utopía y compromiso”, presentes en la temática de la Jornada del año 2005, con el propósito de reflejarlo fielmente, manteniendo siempre el sentido y espíritu de sus palabras.

Así elaborado, el texto le fue entregado al Cardenal Bergoglio, quien lo enriqueció con nuevos aportes, dándole su formato definitivo, que es el que hoy se entrega a los lectores.

La Nación por construir, es decir, el esfuerzo de llevar adelante un proyecto colectivo a través del trabajo de la comunidad en toda su diversidad y complejidad implica, antes que nada, pensarnos como Nación e identificar cuáles son los problemas de fondo que nos afectan para, a partir de allí, pensar un país mejor para todos.

Pensar un país mejor para todos significa recuperar el rumbo y la utopía de crear un futuro, desafiando esa forma de pensar coyuntural y “cortoplacista” que nos aleja del largo camino de elaboración cotidiana y fraterna, cuidando las raíces y los brotes para hacer posible los frutos.

Por el contrario, el desarraigo, el individualismo, la fragmentación y la exclusión nos han llevado a los argentinos a olvidar que sólo con todo el hombre y con todos los hombres, hay posibilidad de futuro para esta Nación.

El necesario análisis de la realidad que vivimos y el esfuerzo creativo y responsable que requiere elaborar un proyecto común, preceden y postulan el compromiso sincero y maduro de cada uno de nosotros. Es preciso recuperar el sentido de pertenencia, la identidad que nos da el sentirnos parte de una comunidad que lleva un largo camino recorrido y que elige seguir un mismo rumbo, hombro con hombro, desde el lugar que cada uno ocupa, como nos anima el Cardenal Jorge Bergoglio.

La Pastoral Social en Buenos Aires tiene un camino recorrido en este sentido, y este trabajo es parte de ese esfuerzo, ya que procura recuperar la riqueza de un pensamiento que parte de la realidad y tiende hacia ella, como aporte valioso a la reconstrucción de la comunidad.

El Arzobispo ha puesto a la Iglesia de Buenos Aires en estado de Asamblea y la Pastoral Social, desde el rol que nos toca, intenta generar espacios de reflexión, intercambio y trabajo en esta tarea de reconstrucción de nuestra Patria, abiertos tanto a los católicos y a los miembros de las diferentes confesiones religiosas, como a aquellos hombres y mujeres de buena voluntad que sientan esa misma responsabilidad. Al hacerlo, somos conscientes de que la diversidad de nuestra sociedad es una riqueza y un don que necesitamos aprovechar para construir la Nación.

Estamos seguros que estas reflexiones del Arzobispo de Buenos Aires serán un importante aporte para guiarnos en la gran tarea de trabajar por el bien común de nuestra Patria.

P. Carlos Accaputo

I. UN PENSAMIENTO QUE TENGA MEMORIA DE LAS RAÍCES

Al comenzar se nos pide anchura de corazón; una mirada amplia que una el presente desde la “memoria de las raíces” y que se dirija al futuro, donde maduren los frutos de una obra. Algo así como la mirada del caminante que verifica dónde está, de dónde viene y hacia dónde se dirige. Una mirada que “hace camino”, constructiva y que se vuelve fecunda en el don; una mirada que se anima a alejarse de toda contemplación narcisista o de la compulsión posesiva de quien sólo busca el propio interés y, en lugar de servir a su patria, se sirve de ella. Por ello, si queremos aportar algo en este día de reflexión, comencemos por el humilde “hacernos cargo” de la realidad, de la historia, de la promesa.


1.1 Crisis y Encrucijada

El presente es un momento de crisis global y complexiva. La naturaleza de la crisis es global porque comprende una hermenéutica, una forma de entender la realidad. Esa realidad somos nosotros como Nación en movimiento, como obra colectiva en permanente construcción, e incluye tanto la dimensión espacial como temporal, el lugar y el tiempo donde nuestra historia se encarna.

La crisis nos interroga acerca del rumbo que llevamos y acerca del rumbo que se extiende por delante. La respuesta requiere, ante todo, una reflexión realista acerca de la naturaleza de los vínculos que unen a nuestra comunidad.

Ante la crisis profunda, la Providencia nos da una nueva oportunidad, que es a la vez un desafío. El desafío de constituirnos en una comunidad verdaderamente justa y solidaria, donde todas las personas sean respetadas en su dignidad y promovidas en su libertad, en orden a cumplir su destino como hijas e hijos de Dios. Nuestra Nación se encuentra ante la encrucijada histórica de elegir en el presente un rumbo que retome las raíces constitutivas y nos lleve hacia un futuro que nos incluya a todos. Nos encontramos ante una realidad que nos muestra los resultados de un modelo de país armado en torno a determinados intereses económicos, excluyente de las mayorías, generador de pobreza y marginación, tolerante con todo tipo de corrupción y generador de privilegios e injusticias. Esta situación es consecuencia de una crisis de las creencias y los valores que fundan nuestros vínculos sociales. Ante esto, debemos emprender una tarea de reconstrucción.


1. 2. La experiencia de la orfandad

Y, como punto de partida fenoménico quiero referirme a la experiencia de orfandad que es común en la vivencia de toda nuestra sociedad. Esta experiencia se caracteriza por tres dimensiones:

a) Dimensión de la discontinuidad de la memoria, relacionada con el tiempo y la historia.

Discontinuidad: pérdida o ausencia de los vínculos en el tiempo y el entretejido socio-político que constituye a un pueblo. Somos parte de una sociedad fragmentada que ha cortado sus lazos comunitarios. Esta realidad se debe a un déficit de memoria, concebida como la potencia integradora de nuestra historia, y a un déficit de tradición, concebida como la riqueza del camino andado por nuestros mayores. Esto implica la ruptura y discontinuidad de un dialogo intergeneracional sobre las inquietudes y preguntas que unen al pasado con el presente y a éste con el futuro. Esta discontinuidad de la experiencia generacional prohíba toda una gama de abismos y rupturas: entre la sociedad y la clase dirigente y entre las instituciones y las expectativas personales.

b) Dimensión del desarraigo: espacial, existencial y espiritual.

Junto a la discontinuidad ha crecido también el desarraigo. Lo podemos ubicar en tres áreas: espacial, existencial y espiritual.

Se ha roto la relación entre el hombre y su espacio vital, fruto de la actual dinámica de fragmentación y segmentación de los grupos humanos. Se pierde la dimensión identitaria del hombre con su entorno, su terruño, su comunidad. La ciudad va poblándose de “no-lugares”, espacios vacíos sometidos exclusivamente a lógicas instrumentales, privados de símbolos y referencias que aporten a la construcción de identidades comunitarias.

Al desarraigo espacial se le unen el existencial y el espiritual. El primero vinculado a la ausencia de proyectos. Al romperse la continuidad con los lugares y con la historia, el hombre pierde herramientas que le permiten constituir su identidad y su proyecto personal. Se pierde la dimensión de pertenencia a un tiempo-espacio y esto afecta su dimensión identitaria, pues ésta es tanto sus raíces y su memoria como su proyecto de desarrollo personal.

La pérdida de las referencias espaciales y las continuidades temporales van vaciando también la vida del habitante de la ciudad de determinadas referencias simbólicas, de aquellas “ventanas”, verdaderos “horizontes de sentido” hacia lo trascendente, que se abrían aquí y allá, en la ciudad y acción humana. Se pierde el sentido de la trascendencia y por lo tanto el desarraigo alcanza también la dimensión espiritual. Así entonces, discontinuidad generacional y política, y desarraigo espacial, existencial y espiritual, caracterizan aquella situación que habíamos llamado, más genéricamente, de orfandad.

c) Tercer aspecto de la orfandad: La caída de las certezas.

Muchas de las certezas básicas que sirven de apoyo a la construcción histórica se han diluido, caído o desgastado. La patria, la revolución, incluso la solidaridad, tienden a ser vistas con curiosidad, burla o escepticismo. La pérdida de las certezas alcanza también a los fundamentos de la persona, la familia y la fe. Esta caída de las certezas, de pérdida de referencias, es de carácter global, se da a nivel mundial, constituyéndose en una nueva certeza del pensamiento contemporáneo.

Aquí entroncamos con la crisis de la modernidad y los cuestionamientos a la razón. El desencanto frente a las promesas de la modernidad ha provocado el surgimiento de múltiples verdades y sentidos fragmentarios, parciales, particulares y desarraigados. Un pensamiento que se mueve en lo relativo y lo ambiguo, en lo fragmentario y lo múltiple, constituye el talante que tiñe no sólo la filosofía y los saberes académicos sino también la cultura “de la calle”. Es la época del pensamiento débil.


1. 3. Globalización y pensamiento único

Con la experiencia de la orfandad y el desarraigo, las mujeres y los hombres pierden sus puntos de referencia con su lugar y con su tiempo, las raíces desde las cuales se paran y miran su realidad. Surge el relativismo como horizonte de la convivencia social y del quehacer político.

La pérdida de las certezas nos pone frente a un grave desafío sociopolítico. Este desafío, según Juan Pablo II, “es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última –que guíe y oriente la acción política-, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto»” (Veritatis Splendor 101; cita de Centesimus annus, 46).

Y, parece una contradicción, pero asumiendo el horizonte relativista, la globalización, en su forma actual, fomenta el desarraigo, la pérdida de las certezas, uniforma el pensamiento y elimina la diversidad constitutiva de toda sociedad humana. Su poder disgregador reduce a las personas a su dimensión económica y la capacidad de acción transformadora sobre la realidad se reduce a un rol de consumidores de mercancías.

La globalización es una palabra cargada de significación homogeneizante. Se tiende a marcar una sola línea de pensamiento, una sola línea de conducta, una sola línea de supervivencia, y lo que está detrás de todo esto es una única dirección cultural de la existencia.

Una globalización que, en su aspecto negativo, nos despotencia de nuestra dignidad humana para hacernos bailar en la zaranda de la caprichosa, fría y calculadora economía de mercado.

Y frente a este proyecto que nos gregariza quitándonos lo propio, la Iglesia nos incita a poner en común aquello que nos diversifica, es decir, el carisma personal de cada uno, la pertenencia personal de cada uno a grupos, a partidos políticos, a organizaciones no gubernamentales, a parroquias, a diversos sectores. Esa particularidad que nos diversifica, la Iglesia nos pide que la pongamos en común para que de esa diversidad, el mismo Espíritu Santo que nos regaló la diversidad, nos regale la unidad plurifacética. Nada más alejado de lo hegemónico tanto de un proyecto globalizante, que uniformiza y elimina la diversidad como de un relativismo atomizador y despersonalizante.

Esto también debe leerse en la dirección inversa: ¿cómo puedo dialogar, cómo puedo amar, cómo puedo construir algo en común si dejo diluirse, perderse, desaparecer lo que hubiera sido mi aporte? La globalización, como imposición unidireccional y uniformante de valores, prácticas y mercancías, va de la mano con la integración entendida como imitación y subordinación cultural, intelectual y espiritual.

Entonces, ¿cuál es el camino?: ni profetas del aislamiento relativista, ermitaños localistas en un mundo global, ni descerebrados y miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del Mundo (de los otros) con la boca abierta y aplausos programados.

La dinámica es más rica y más compleja. Los pueblos, al integrarse al diálogo global, aportan los valores de su cultura y han de defenderlos de toda absorción desmedida o "síntesis de laboratorio" que los diluya en "lo común", "lo global". Y –al aportar esos valores– reciben de otros pueblos, con el mismo respeto y dignidad, las culturas que les son propias. Tampoco cabe aquí un desaguisado eclecticismo porque, en este caso, los valores de un pueblo se desarraigan de la fértil tierra que les dio y les mantiene el ser, para entreverarse en una suerte de mercado de curiosidades donde "todo es igual, dale que va... que allá en el horno se vamo a encontrar".

El actual proceso de globalización desnuda agresivamente nuestras antinomias: un avance del poder económico y el lenguaje que lo asiste, que - en un interés y uso desmedido - ha acaparado grandes ámbitos de la vida nacional; mientras - como contrapartida - la mayoría de nuestros hombres y mujeres ve el peligro de perder en la práctica su autoestima, su sentido más profundo, su humanidad y sus posibilidades de acceder a una vida más digna.

Juan Pablo II, en su Exhortación Apostólica ‘Ecclesia in America’ se refiere al aspecto negativo de esta globalización diciendo : "si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva consecuencias negativas: la atribución de un valor absoluto a la economía, el desempleo, la disminución y el deterioro de ciertos servicios públicos, la destrucción del ambiente y de la naturaleza, el aumento de la diferencia entre ricos y pobres y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de inferioridad cada vez más acentuada." (nº 20).


1.4. Primacía de lo formal sobre lo real

Junto a estos problemas, planteados ya en el plano internacional, nos encontramos también con una cierta incapacidad de encarar problemas reales. Entonces, a la fatiga y la desilusión parecería que sólo se pueden contraponer tibias propuestas reivindicativas o eticismos que únicamente enuncian principios y acentúan la primacía de lo formal sobre lo real. O, peor aún, una creciente desconfianza y pérdida de interés por todo compromiso con lo propio común que termina en el ‘sólo querer vivir el momento’, en la perentoriedad del consumismo. Esta actitud fomenta una cierta ingenuidad valorativa. Y vivimos un momento histórico en el que no nos podemos permitir ser ingenuos : la sombra de una nube de desmembramiento social se asoma en el horizonte mientras diversos intereses juegan su partida, ajenos a las necesidades de todos. La primacía de lo formal sobre lo real es funcionalmente anestésica. Se puede llegar a vivir hasta en estado de “idiotez alegre” en el que la profecía arraigada en lo real no puede entrar; la sociedad vive el complejo de Casandra.

1.5. Hacer memoria del camino para abrir espacios al futuro

Volvemos al núcleo histórico de nuestros comienzos, no para ejercitar nostalgias formales, sino buscando la huella de la esperanza. Hacemos memoria del camino andado para abrir espacios al futuro. Como nos enseña nuestra fe: de la memoria de la plenitud se hace posible vislumbrar los nuevos caminos. Cuando la memoria no está abierta al futuro es un simple recuerdo que, si totaliza el ambiente, nos puede atrapar en una nebulosa proustiana. Si, en cambio, se intelectualiza, configura el caldo de cultivo para toda clase de fundamentalismos. La memoria conlleva siempre la dimensión de promesa que la proyecta hacia el futuro. Cuando, en el presente, hacemos memoria, entonces afirmamos lo real de nuestra pertenencia a un pueblo que camina y –a la vez- la proyección hacia adelante de ese camino.


1.6. Ser un pueblo supone, ante todo, una actitud ética que brota de la libertad

Ante la crisis vuelve a ser necesario respondernos a la pregunta de fondo: ¿en qué se fundamenta lo que llamamos "vínculo social"? Eso que decimos que está en serio riesgo de perderse, ¿qué es, en definitiva? ¿Qué es lo que me "vincula", me "liga", a otras personas en un lugar determinado, hasta el punto de compartir un mismo destino?

Permítanme adelantar una respuesta: se trata de una cuestión ética. El fundamento de la relación entre la moral y lo social se halla justamente en ese espacio (tan esquivo, por otra parte) en que el hombre es hombre en la sociedad, animal político, como dirían Aristóteles y toda la tradición republicana clásica. Esta naturaleza social del hombre es la que fundamenta la posibilidad de un contrato entre los individuos libres, como propone la tradición democrática (en versiones tantas veces opuestas, como lo demuestran multitud de enfrentamientos en nuestra historia). Entonces, plantear la crisis como un problema moral supondrá la necesidad de volver a referirse a los valores humanos, universales, que Dios ha sembrado en el corazón del hombre y que van madurando con el crecimiento personal y comunitario.

Cuando los obispos repetimos una y otra vez que la crisis es fundamentalmente moral, no se trata de esgrimir un moralismo barato, una reducción de lo político, lo social y lo económico a una cuestión individual de la conciencia, sino de señalar las valoraciones colectivas que se han expresado en actitudes, acciones y procesos de tipo histórico-político y social.


1.7. La unidad del pueblo se basa en tres pilares

A modo de resumen orientativo de lo recientemente dicho se puede afirmar que la unidad del pueblo se fundamenta en tres pilares que hacen a su relación con el tiempo y que están en tensión dialéctica entre ellos.

Primero, la memoria de sus raíces. Un pueblo que no tiene memoria de sus raíces y que vive importando programas de supervivencia, de acción, de crecimiento desde otro lado, está perdiendo uno de los pilares más importantes de su identidad como pueblo.

Segundo, el coraje frente al futuro. Un pueblo sin coraje es un pueblo fácilmente dominable, sumiso en el mal sentido de la palabra. Cuando un pueblo no tiene coraje se hace sumiso de los poderes de turno, de los imperios de turno, o de las modas de turno, imperios culturales, políticos, económicos, cualquier cosa que hegemoniza e impide crecer en la pluriformidad.

Tercero, la captación de la realidad del presente. Un pueblo que no sabe hacer un análisis de la realidad que está viviendo, se atomiza, se fragmenta Los intereses particulares priman sobre el interés común, el bien común. Entonces queda atomizado en los diversos intereses particulares que nacen de un mal análisis de la realidad que estaba viviendo. El análisis de la realidad no tiene que ser un análisis de tipo ideológico donde yo proyecto una postura previa sobre la realidad, sino ver la realidad tal cual es y de ahí sacarla. Decía alguien que la realidad se capta mejor desde la periferia que desde el centro, y es verdad. O sea, no vamos a entender la realidad de lo que nos pasa como pueblo, y por lo tanto no vamos a poder construir en el presente el coraje para el futuro con la memoria de nuestras raíces, si no salimos del estado de “instalación en el centro”, de quietud, de tranquilidad, y no nos metemos en lo periférico y lo marginal.


II. LA UTOPIA DE REFUNDAR NUESTROS VÍNCULOS SOCIALES

Decía recién que ante el desarraigo, hay que retomar las raíces constitutivas para construir el futuro desde el presente, un presente que se sienta empujado por la promesa memoriosa hacia el futuro, lo cual lo convierte en un presente en tensión continua entre el centro y la periferia.


2. 1. Recuperar el rumbo: la utopía

Revitalizar la urdimbre de la sociedad. Recuerdo aquella invitación del Santo Padre en su visita a nuestra Patria : "¡Argentina, Levántate!", a la que todo habitante de este suelo está invitado, más allá de su origen, y con la sola condición de tener buena voluntad para buscar el bien de este pueblo. Aquel ¡Argentina, Levántate!", invitación que hoy queremos volver a escuchar, constituía un diagnóstico y una esperanza. Levantarse es signo de resurrección, es llamado a revitalizar la urdimbre de nuestra sociedad.

No podemos caminar sin saber hacia dónde estamos andando. Es criminal privar a un pueblo de la utopía, porque eso nos lleva a privarlo también de la esperanza. La utopía supone saber hacia dónde tiende cada uno.

Ante la mala globalización que es paralizante, es necesario determinar la utopía, reformularla, reivindicarla. Cuando no hay utopía, priva lo coyuntural y nos quedamos en una acción tacticista, o en la involución. Cuando priva la involución, toda la acción social y política se vuelve sobre el sujeto mismo y anula la edificación del bien común. La verdadera utopía no es ideológica sino que ya está en germen en las raíces fundacionales. Desde allí debe crecer.


2. 2. Desde dónde reconstruir los vínculos sociales

Reconstruir el sentido de comunidad implica romper con la lógica del individualismo competitivo, mediante la ética de la solidaridad. La ética de la competencia (que no es más que una instrumentación de la razón para justificar la fuerza, y que contribuye a quebrar los vínculos sociales) tiene plena vigencia en nuestra sociedad.

¿En qué se fundamenta lo que llamamos “vínculo social”? ¿Qué es lo que me "vincula", me "liga", a otras personas en un lugar determinado, hasta el punto de compartir un mismo destino? ¿Cómo refundar nuestros vínculos sociales?

2. 3. Refundar nuestros vínculos sociales

El valor a plasmar no está sólo atrás, en el "origen", sino también adelante, en el proyecto. En el origen está la dignidad de hijo de Dios, la vocación, el llamado a plasmar un proyecto que ya está en germen.

Se trata de "poner el final al principio" (idea, por otro lado, profundamente bíblica y cristiana). La dirección que otorguemos a nuestra convivencia tendrá que ver con el tipo de sociedad que queramos formar: es el telostipo. Ahí está la clave del talante de un pueblo. Ello no significa ignorar los elementos biológicos, psicológicos y psico-sociales que influyen en el campo de nuestras decisiones. No podemos evitar cargar (en el sentido negativo de límites, condicionamientos, lastres, pero también en el positivo de llevar con nosotros, incorporar, sumar, integrar) con la herencia recibida, las conductas, preferencias y valores que se han ido constituyendo a lo largo del tiempo. Pero una perspectiva cristiana (y éste es uno de los aportes del cristianismo a la humanidad en su conjunto) sabe valorar tanto "lo dado", lo que ya está en el hombre y no puede ser de otra forma, como lo que brota de su libertad, de su apertura a lo nuevo, en definitiva, de su espíritu como dimensión trascendente, de acuerdo siempre con la virtualidad de "lo dado".

La voluntad común se pone en juego y se realiza concretamente en el tiempo y en el espacio: en una comunidad concreta, compartiendo una tierra, proponiéndose objetivos comunes, construyendo un modo propio de ser humanos, de cultivar los múltiples vínculos, juntos, a lo largo de tantas experiencias compartidas, preferencias, decisiones y acontecimientos. Así se amasa una ética común y la apertura hacia un destino de plenitud que define al hombre como ser espiritual. Esa ética común, esa "dimensión moral", es la que permite a la multitud desarrollarse junta, sin convertirse en enemigos unos de otros. Pensemos en una peregrinación: salir del mismo lugar y dirigirse al mismo destino permite a la columna mantenerse como tal, más allá del distinto ritmo o paso de cada grupo o individuo.

Sinteticemos, entonces, esta idea. ¿Qué es lo que hace que muchas personas formen un pueblo? En primer lugar, hay una ley natural y luego una herencia. En segundo lugar, hay un factor psicológico: el hombre se hace hombre en la comunicación, la relación, el amor con sus semejantes. En la palabra y el amor. Y en tercer lugar, estos factores biológicos y psicológicos se actualizan, se ponen realmente en juego, en las actitudes libres. En la voluntad de vincularnos con los demás de determinada manera, de construir nuestra vida con nuestros semejantes en un abanico de preferencias y prácticas compartidas. (San Agustín definía al pueblo como "un conjunto de seres racionales asociados por la concorde comunidad de objetos amados"). Lo "natural" crece en "cultural", "ético"; el instinto gregario adquiere forma humana en la libre elección de ser un "nosotros". Elección que, como toda acción humana, tiende luego a hacerse hábito (en el mejor sentido del término), a generar sentimiento arraigado y a producir instituciones históricas, hasta el punto que cada uno de nosotros viene a este mundo en el seno de una comunidad ya constituida (la familia, la patria) sin que eso niegue la libertad responsable de cada persona.

A partir de aquí, podemos empezar a avanzar en nuestra reflexión. Nos interesa saber dónde apoyar la esperanza, desde dónde reconstruir los vínculos sociales que se han visto tan castigados en estos tiempos. Debemos recuperar organizada y creativamente el protagonismo al que nunca debimos renunciar, y por ende, tampoco podemos ahora volver a meter la cabeza en el hoyo, dejando que los dirigentes hagan y deshagan. Y no podemos por dos motivos: porque ya vimos lo que pasa cuando el poder político y económico se desliga de la gente, y porque la reconstrucción no es tarea de algunos sino de todos, así como la Argentina no es sólo la clase dirigente sino todos y cada uno de los que viven en esta porción del planeta.

Hoy debemos articular, sí, un programa económico y social, pero fundamentalmente un proyecto político en su sentido más amplio. ¿Qué tipo de sociedad queremos? Martín Fierro orienta nuestra mirada hacia nuestra vocación como pueblo, como Nación.

Nos invita, a darle forma a nuestro deseo de una sociedad donde todos tengan lugar: el comerciante porteño, el gaucho del litoral, el pastor del norte, el artesano del Noroeste, el aborigen y el inmigrante, en la medida en que ninguno de ellos quiera quedarse él solo con la totalidad, expulsando al otro de la tierra.

En efecto, no es una mera invitación a compartir, no es sólo reconciliar opuestos y adversidades: se trata de sentarse a partir el pan, es animarse a vivir de otra manera. Nos desafía ese pan hecho con lo mejor que podemos aportar, con la levadura que ya fue puesta en tantos momentos de dolor, de trabajo y de logros. El llamado evangélico nos pide refundar el vínculo social y político entre los argentinos. La sociedad política solamente perdura si se plantea como una vocación a satisfacer las necesidades humanas en común. Es el lugar del ciudadano. Ser ciudadano es sentirse citado, convocado a un bien, a una finalidad con sentido... y acudir a la cita. Si apostamos a una Argentina donde no estén todos sentados en la mesa, donde solamente unos pocos se benefician y el tejido social se destruye, donde las brechas se agrandan siendo que el sacrificio es de todos, entonces terminaremos siendo una sociedad camino al enfrentamiento.

Hoy, en medio de los conflictos, este pueblo nos enseña que no hay que hacerle caso a aquellos que pretenden destilar la realidad en ideas, que no nos sirven los intelectuales sin talento, ni los eticistas sin bondad, sino que hay que apelar a lo hondo de nuestra dignidad como pueblo, apelar a nuestra sabiduría, apelar a nuestras reservas culturales.

Es una verdadera revolución, no contra un sistema, sino interior; una revolución de memoria y ternura : memoria de las grandes gestas fundantes, heroicas... y memoria de los gestos sencillos que hemos mamado en familia. Ser fieles a nuestra misión es cuidar este ‘rescoldo’ del corazón, cuidarlo de las cenizas tramposas del olvido o de la presunción de creer que nuestra Patria y nuestra familia no tienen historia o que la han comenzado con nosotros. Rescoldo de memoria que condensa, como la brasa al fuego, los valores que nos hacen grandes : el modo de celebrar y defender la vida, de aceptar la muerte, de cuidar la fragilidad de nuestros hermanos más pobres, de abrir las manos solidariamente ante el dolor y la pobreza, de hacer fiesta y de rezar; la ilusión de trabajar juntos y - de nuestras comunes pobrezas - amasar solidaridad, convenciéndonos una vez más que el todo es superior a la parte, el tiempo superior al espacio, la realidad es superior a la idea y la unidad es superior al conflicto. Estas cuatro coordenadas son la referencia segura para testear cotidianamente las situaciones.


2. 4. La cultura del encuentro

Para refundar los vínculos sociales, debemos apelar a la ética de la solidaridad, y generar una cultura del encuentro. Ante la cultura del fragmento, como algunos la han querido llamar, o de la no integración, se nos exige, aún más en los tiempos difíciles, no favorecer a quienes pretenden capitalizar el resentimiento, el olvido de nuestra historia compartida, o se regodean en debilitar vínculos, manipular la memoria, comercializar con utopías de utilería.

Para una cultura del encuentro necesitamos pasar de los refugios culturales a la trascendencia que funda; construir un universalismo integrador que respete las diferencias necesitamos también del ejercicio del diálogo fecundo para un proyecto compartido; del ejercicio de la autoridad como servicio al desarrollo del proyecto común (bien común); la apertura de espacios de encuentro y el redescubrimiento de la fuerza creativa de lo religioso al interior de la vida de la humanidad y de su historia, un redescubrimiento que tenga como centro referencial al hombre:

- Desde los refugios culturales a la trascendencia que funda. Se ha de buscar una antropología que deje de lado cualquier camino de "retorno" concebido -más o menos conscientemente- como refugio cultural. El hombre tiende por inercia, a reconstruir lo que fue el ayer. Una cultura que haga del arraigo un lugar estático y cerrado, no se sostiene.

- Universalismo integrador a través del respeto por las diferencias. Hemos de entrar en esta cultura de la globalización, desde el horizonte de la universalidad. En lugar de ser átomos que sólo adquieren sentido en el todo, debemos integrarnos en una nueva organicidad vital de orden superior que asuma lo nuestro pero sin anularlo. Nos incorporamos en armonía, sin renunciar a lo nuestro, a algo que nos trasciende. Y esto no puede hacerse por vía del consenso, que nivela hacia abajo, sino por el camino del diálogo, de la confrontación de ideas y del ejercicio de la autoridad.

- El ejercicio del diálogo, es la vía más humana de comunicación. Y hay que instaurar en todos los ámbitos, un espacio de diálogo serio, conducente, no meramente formal o distractivo. Intercambio que destruye prejuicios y construye, en función de la búsqueda común, del compartir, y que conlleva intentar la interacción de voluntades en pro de un trabajo en común o de un proyecto compartido. No resignemos nuestras ideas, utopías, propiedades ni derechos, sino renunciemos solamente a la pretensión de que sean únicos o absolutos.

- El ejercicio de la autoridad. Siempre es necesaria la conducción, pero esto significa participar de la formalidad que da cohesión al cuerpo, lo cual hace que su función no sea tomar partido propio, sino ponerse totalmente al servicio. Para que la fuerza que todos llevamos dentro y que es vínculo y vida se manifieste, es necesario que todos, y especialmente quienes tenemos una alta cuota de poder político, económico o cualquier tipo de influencia, renunciemos a aquellos intereses o abusos de los mismos que pretendan ir más allá del común bien que nos reúne; es necesario que asumamos, con talante austero y con grandeza, la misión que se nos impone en este tiempo. Cuando la autoridad no es servicio, entonces la conducción se va desviando hacia el propio interés; se echa mano de los recursos demagógicos más variados, se vacían los espacios de confrontación de ideas y proyectos, se compran lealtades y se cae en una política pactista sin proyecto hacia el bien común.

- El ejercicio de abrir espacios de encuentro. En la retaguardia de la superficialidad y del coyunturalismo inmediatista (flores que no dan fruto) existe un pueblo con memoria colectiva que no renuncia a caminar con la nobleza que lo caracteriza: los esfuerzos y emprendimientos comunitarios, el crecimiento de las iniciativas vecinales, el auge de tantos movimientos de ayuda mutua, están marcando la presencia de un signo de Dios en un torbellino de participación, sin particularismos, pocas veces visto en el país. Nuestra gente, que sabe organizarse espontánea y naturalmente, protagonista de este nuevo vínculo social, pide un lugar de consulta, control y creativa participación en todos los ámbitos de la vida social que le incumben. Los dirigentes debemos acompañar esta vitalidad del nuevo vínculo. Potenciarlo y protegerlo puede llegar a ser nuestra principal misión.

- Apertura a la vivencia religiosa comprometida, personal y social. Lo religioso es una fuerza creativa al interior de la vida de la humanidad y de su historia, y dinamizadora de cada existencia que se abre a dicha experiencia. ¿Cómo entender que en muchos ámbitos se ponga de moda el tratar todos los temas y cuestiones, pero haya un único proscripto, un gran marginado: Dios? La esfera de lo laico se está deslizando, peligrosamente, hacia un laicismo militante: un dios más del difuso teísmo-profano spray que se nos propone.

- El punto de vista ordenador de una cultura del encuentro debe centrarse en el hombre, principio, sujeto y fin de toda actividad humana. Nos dice Juan Pablo II: “La actividad huana tiene lugar dentro de una cultura y tiene un recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino. Es a este nivel donde tiene lugar la contribución específica y decisiva de la Iglesia a favor de la verdadera cultura.” (C.A. 51)

2. 5. Madurez y libertad

Como tópico final sobre “la utopía de refundar nuestros vínculos sociales” cabe una breve reflexión sobre lo que significa la madurez y la libertad en este proceso y como han de ser concebidas en el ámbito de la reflexión social y política.

La madurez es la capacidad de usar de nuestra libertad de un modo “sensato” y “prudente”. Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que seamos capaces de decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso que nos hayamos dado (y nos hayan dado), tiempo. El hombre prudente, maduro, “piensa” antes de actuar. “Se toma su tiempo”. ¿Cómo darnos lugar a “pensar”, a dialogar, a intercambiar criterios para construir posiciones sólidas y responsables, cuando cotidianamente mamamos un estilo de pensamiento que se arma sobre lo provisorio, lo lábil y la despreocupación por la coherencia? Es obvio que no podemos dejar de formar parte de la “sociedad de información” en la cual vivimos, pero lo que sí podemos es “tomarnos tiempo” para analizar, desplegar posibilidades, visualizar consecuencias, intercambiar puntos de vista, escuchar otras voces... e ir armando, de esa manera, el entramado discursivo sobre el cual será posible producir decisiones “prudentes”.

Dicho de otra manera: la libertad no es un fin en sí mismo, un agujero negro detrás del cual no hay nada. Se ordena a la vida más plena del ser humano, de todo el hombre y todos los hombres. Se rige por el amor, como afirmación incondicional de la vida y el valor de todos y cada uno. En ese sentido, podemos dar todavía un paso más: la madurez no sólo implica la capacidad de decidir libremente, de ser sujeto de las propias opciones en medio de las múltiples situaciones y configuraciones históricas en las que nos veamos incluidos, sino que incluye la afirmación plena del amor como vínculo entre los seres humanos en las distintas formas en que ese vínculo se realiza: interpersonales, íntimas, sociales, políticas, intelectuales... Una personalidad madura, así, es aquella que ha logrado insertar su carácter único e irrepetible en la comunidad de los semejantes. No basta con la diferencia: hace falta también reconocer la semejanza.

Insistimos aquí en la exigencia de construir y reconstruir los lazos sociales y comunitarios que el individualismo desenfrenado ha roto. Una sociedad, un pueblo, una comunidad, no es sólo una suma de individuos que no se molestan entre sí. La definición negativa de libertad, que pretende que ésta termina cuando toca el límite del otro, se queda a medio camino. ¿Para qué quiero yo una libertad que me encierra en la celda de mi individualidad, que deja a los demás afuera, que me impide abrir las puertas y compartir con el vecino? ¿Qué tipo de sociedad deseable es aquella donde cada uno disfruta sólo de sus bienes, y para la cual el otro es un potencial enemigo hasta que me demuestre que nada de mí le interesa?

No será a través de la entronización del individualismo que se dará su lugar a los derechos de la persona. El máximo derecho de una persona no es solamente que nadie le impida realizar sus fines, sino efectivamente realizarlos. No basta con evitar la injusticia si no se promueve la justicia. No basta con proteger a los niños de negligencias, abusos y maltratos, si no se educa a los jóvenes para un amor pleno e integral a sus futuros hijos. Si no se brinda a las familias los recursos de todo tipo que necesitan para cumplir su imprescindible misión. Si no se favorece en la sociedad toda, una actitud de acogida y amor a la vida de todos y cada uno de sus miembros, a través de los distintos medios con los cuales el Estado debe contribuir.

Una persona madura, una sociedad madura, entonces, será aquella cuya libertad sea plenamente responsable desde el amor. Y eso no crece sólo en las banquinas de las rutas. Implica invertir mucho trabajo, mucha paciencia, mucha sinceridad, mucha humildad, mucha magnanimidad. Este es el camino a andar.


III. CREATIVIDAD Y COMPROMISO PARA CONSTRUIR NUESTRA NACIÓN

En este camino de libertad y madurez nos ponemos en marcha como Nación para construir un futuro para todos

3. 1. La esperanza del futuro

La esperanza es virtud de lo arduo pero posible; nos invita a no bajar nunca los brazos, pero no de un modo meramente voluntarista sino encontrando la mejor forma de mantenerlos en actividad, de hacer con ellos algo real y concreto. Porque la esperanza no se apoya solamente en los recursos de los seres humanos sino que busca sintonizar con la acción de Dios, que recoge nuestros intentos integrándolos en su plan de salvación.

Hay momentos en la vida (pocos, pero esenciales) en que es preciso tomar decisiones críticas, totales y fundantes. Críticas, porque se ubican en el preciso límite entre la apuesta y la claudicación, la esperanza y el desastre, la vida y la muerte. Totales, porque no se refieren a algún aspecto particular, a un "asunto" o "desafío" optativo, a un sector determinado de la realidad, sino que definen una vida en su totalidad y por un largo tiempo. Es más: hacen a la más profunda identidad de cada uno. No sólo suceden en el tiempo, sino que le dan forma a nuestra temporalidad y a nuestra existencia. En ese sentido uso el tercer adjetivo, fundantes. Fundan un modo de vivir, una forma de ser, de verse a uno mismo y de presentarse en el mundo y ante los semejantes, una determinada posición ante los futuros posibles.

Estamos justamente en uno de esos momentos decisivos. Pero no individualmente, sino como Nación. Es una convicción compartida por muchos, incluso por el Santo Padre, como nos lo dio a entender en nuestra última visita episcopal a Roma. La Argentina llegó al momento de una decisión crítica, global y fundante, que compete a cada uno de sus habitantes; la decisión de seguir siendo un país, aprender de la experiencia dolorosa de estos años e iniciar un camino nuevo, o hundirse en la miseria, el caos, la pérdida de valores y la descomposición como sociedad.

Pero hay más: si cortamos la relación con el pasado, lo mismo haremos con el futuro. Ya podemos empezar a mirar a nuestro alrededor... y a nuestro interior. ¿No hubo una negación del futuro, una absoluta falta de responsabilidad por las generaciones siguientes, en la ligereza con que tantas veces se trataron las instituciones, los bienes y hasta las personas de nuestro país? Lo cierto es esto: Somos personas históricas. Vivimos en el tiempo y el espacio. Cada generación necesita de las anteriores y se debe a las que la siguen. Y eso, en gran medida, es ser una Nación: entenderse como continuadores de la tarea de otros hombres y mujeres que ya dieron lo suyo, y como constructores de un ámbito común, de una casa, para los que vendrán después. Ciudadanos "globales", reconociendo los avatares de la gente que construyó nuestra nacionalidad, haciendo propios o criticando sus ideales y preguntándonos por las razones de su éxito o fracaso, para seguir adelante en nuestro andar como pueblo.


3. 2. Diferencia entre el drama y la tragedia

Mientras que en la tragedia el destino ineluctable arrastra la empresa humana al desastre sin contemplaciones y todo intento de enfrentarlo no hace más que empeorar el final irremisible, en el drama, en cambio, la vida y la muerte, el bien y el mal, el triunfo y la derrota se mantienen como alternativas posibles: nada más lejos de un optimismo estúpido pero también del pesimismo trágico, porque en esa encrucijada quizás angustiante, podemos también intentar reconocer los signos ocultos de la presencia de Dios, aunque más no sea, como chance, como invitación al cambio y a la acción... y también como promesa. Estas palabras pueden tomar un cariz dramático, pero nunca trágico. Pero atención: no se trata de gestos teatrales, sino de la convicción de que estamos en el momento de gracia, en el foco de nuestra responsabilidad como miembros de una comunidad, es decir, lisa y llanamente, como seres humanos.

Debemos apostar, una vez más, a la entrega personal a un proyecto de un país para todos. Proyecto que, desde lo educativo, lo religioso o lo social, se torna político en el sentido más alto de la palabra: construcción de la comunidad.


3. 3. Jerarquía de valores

La sociedad humana no puede ser una "ley de la selva" en la cual cada uno trate de manotear lo que pueda, cueste lo que costare. Y ya sabemos, demasiado dolorosamente, que no existe ningún mecanismo "automático" que asegure la equidad y la justicia. Sólo una opción ética convertida en prácticas concretas, con medios eficaces, es capaz de evitar que el hombre sea depredador del hombre.

Debemos terminar con la cultura de la corrupción y revalorizar la cultura del trabajo. Pero este reconocimiento que todos declamamos no termina de hacerse carne. No sólo por las condiciones objetivas que generan el terrible desempleo actual (condiciones que, nunca hay que callarlo, tienen su origen en una forma de organizar la convivencia que pone la ganancia por encima de la justicia y el derecho), sino también por una mentalidad de "viveza" (¡también criolla!) que ha llegado a formar parte de nuestra cultura. "Salvarse" y "zafar"... por el medio más directo y fácil posible. "La plata trae la plata"... "nadie se hizo rico trabajando"... creencias que han ido abonando una cultura de la corrupción que tiene que ver, sin duda, con esos "atajos" por los cual muchos han tratado de sustraerse a la ley de ganar el pan con el sudor de la frente.

En la ética de los "ganadores", lo que se considera inservible, se tira. Es la civilización del "descarte". En la ética de una verdadera comunidad humana, en ese país que quisiéramos tener y que podemos construir, todo ser humano es valioso.

Quizás, en nuestro país, esta enseñanza haya sido de las más olvidadas. Pero más allá de ello, además de no permitir ni justificar nunca más el robo y la coima, tendríamos que dar pasos más decididos y positivos. Por ejemplo preguntarnos no sólo qué cosas ajenas no tenemos que tomar, sino más bien qué podemos aportar. ¿Cómo podríamos formular que también son "vergüenza" la indiferencia, el individualismo, el sustraer (robar) el propio aporte a la sociedad para quedarse sólo con una lógica de “hacer la mía”.


3. 4. La creatividad y la historia

¿Por qué no hacer el intento, ya que estamos en tema, de dejarnos enseñar por la historia? Pensando en los tiempos fundacionales de nuestra patria me salió al encuentro un personaje al cual, por lo general, no se le reconoce la relevancia que ha tenido en la Argentina naciente. Me refiero a Manuel Belgrano. Además de sus incontrastables virtudes personales y su profunda fe cristiana, Belgrano fue un hombre que, en el momento justo, supo encontrar el dinamismo, empuje y equilibrio que definen la verdadera creatividad: la difícil pero fecunda conjunción de continuidad realista y novedad magnánima. Su influencia en los albores de nuestra identidad nacional es muchísimo mayor de lo que se supone y, por ello, puede volver a ponerse de pie para mostrarnos, en este tiempo de incertidumbre pero también de desafío, "cómo se hace" para poner cimientos duraderos en una tarea de creación histórica.


3. 5. Utopía, esperanza y creatividad

Más allá de las profundas diferencias de época, hay mucho de permanente, de vigente, en la actitud de Belgrano de tratar de mirar siempre más allá, de no quedarse con lo conocido, con lo bueno o malo del presente. Esa actitud "utópica", en el sentido más valioso de la palabra, es sin duda uno de los componentes esenciales de la creatividad. Parafraseando (e invirtiendo) una expresión popular, podríamos decir que la creatividad que brota de la esperanza afirma que "lo que ves... no es todo lo que hay".

Les hago una propuesta: en una sociedad donde la mentira, el encubrimiento y la hipocresía han hecho perder la confianza básica que permite el vínculo social, ¿qué novedad más revolucionaria que la verdad? Hablar con verdad, decir la verdad, exponer nuestros criterios, nuestros valores, nuestros pareceres. Si ya mismo nos prohibimos seguir con cualquier clase de mentira o disimulo seremos también, como efecto sobreabundante, más responsables y hasta más caritativos. La mentira todo lo diluye, la verdad pone de manifiesto lo que hay en los corazones.

Primera propuesta: digamos siempre la verdad en y desde nuestra situación. Les aseguro que el cambio será notorio: algo nuevo se hará presente en medio de nuestra comunidad.


3. 6. Todo el hombre, todos los hombres

Hay un criterio, verdaderamente evangélico, que es infalible para desenmascarar "pensamientos únicos" que cierran la posibilidad de la esperanza, e incluso falsas utopías que la desnaturalizan. Es el criterio de universalidad. "Todo el hombre y todos los hombres" era el principio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo. La opción preferencial por los pobres del Episcopado latinoamericano no buscaba otra cosa: incluir a todas las personas, en la totalidad de sus dimensiones, en el proyecto de una sociedad mejor. Será por eso que nos suena tan "familiar" la insistencia de Manuel Belgrano acerca de una educación para todos, que contemplara particularmente a los más necesitados para garantizar una plena universalidad. En realidad, ¿puede ser deseable una sociedad que descarte a una cantidad grande o pequeña de sus miembros? Aun desde una posición egoísta, ¿cómo podré estar seguro de que no seré yo el próximo excluido?

Una imprescindible misión es apostar a la inclusión, trabajar por la inclusión. Llamados a ser creativos en este crítico momento de nuestra patria, tendremos que preguntarnos qué hacemos como como Nación, para aportar a una mentalidad y una práctica verdaderamente incluyente y universal y a una sociedad que brinde posibilidades no a algunos, sino a todos los que estén a nuestro alcance, a través de los diversos medios que tengamos.

“De buenas intenciones está sembrado el camino del infierno". Una verdadera creatividad no descuida, como ya vimos, los fines, los valores, el sentido. Pero tampoco deja de lado los aspectos concretos de implementación de los proyectos. La "técnica" sin "ética" es vacía y deshumanizante, un ciego guiando a otros ciegos; pero una postulación de los fines sin una adecuada consideración de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía. La utopía, así como tiene esa capacidad de movilizar situándose "adelante" y "afuera" de la realidad limitada y criticable, también, y por eso mismo, tiene un aspecto de "locura", de "alienación", en la medida que no desarrolle mediaciones para hacer, de sus atractivas visiones, objetivos posibles.


3.7. Creatividad y tradición: construir desde lo sano

La creatividad, que se nutre de la utopía, arraiga en la solidaridad y procura los medios más eficaces, puede sufrir todavía de una patología que la pervierte hasta convertirla en el peor de los males: el creer que todo empieza con nosotros, defecto que degenera rápidamente en autoritarismo.

Aquí es donde completamos nuestra perspectiva acerca de la creatividad como ubicada en la tensión entre novedad y continuidad. Si ser creativos tiene que ver con ser capaces de abrirse a lo nuevo, eso no significa descuidar el elemento de continuidad con lo anterior. Sólo Dios crea de la nada. Y así como no hay forma de curar a un enfermo si no nos apoyamos en lo que tiene de sano, del mismo modo no podemos crear algo nuevo en la historia si no es a partir de los materiales que la misma historia nos brinda. Belgrano reconoció que la América unida y fuerte con la cual soñaba sólo podía construirse sobre el respeto y la afirmación de las identidades de los pueblos. Si la creatividad no es capaz de asumir los aspectos vivos de lo real y presente, termina rápidamente en imposición autoritaria, brutal reemplazo de una "verdad" por otra. ¿No será ésta una de las claves de nuestra dificultad para llevar adelante una dinámica más positiva? Si siempre, para construir, tendemos a voltear y pisotear lo que otros han hecho antes, ¿cómo podremos fundar algo sólido? ¿Cómo podremos evitar sembrar nuevos odios que más tarde echen por tierra lo que nosotros hayamos podido hacer?

Por eso, si queremos sembrar verdaderamente las semillas de una sociedad más justa, más libre y más fraterna, debemos aprender a reconocer los logros históricos de nuestros fundadores, de nuestros artistas, pensadores, políticos, educadores, pastores... Quizás ahora nos estemos dando cuenta de que en la época "de las vacas gordas" nos habíamos dejado deslumbrar por algunos "espejitos de colores", modas intelectuales y de las otras, y habíamos olvidado algunas certezas muy dolorosamente aprendidas por generaciones anteriores: el valor de la justicia social, la hospitalidad, la solidaridad entre las generaciones, el trabajo como dignificación de la persona, la familia como base de la sociedad...


3. 8. La política como obra colectiva

El quehacer político es una forma elevada de caridad, de amor, y por lo tanto, un problema teológico y ético. Se da una paradoja a nivel global: el descrédito de la política y los políticos en el momento en que más los necesitamos. Son el chivo expiatorio de la sociedad. Achacamos nuestras deficiencias sobre ellos solamente, los políticos. Por eso es importante rehabilitar lo político y la política en su total amplitud .

Juan Pablo II planteaba que la política es una actividad noble y necesaria, porque tiende al bien común. Agregaba también que la política es el uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad. Según el episcopado francés, la política es una obra colectiva permanente.

Hay otro fenómeno que sufrimos: la diferencia que hay entre politización y cultura política. Los argentinos somos politizados pero carecemos de cultura política. La política no se jerarquiza como valor, pero sí la ebullición política. Somos politiqueros, tendemos a ser politiqueros por decadencia; y urge que nos convirtamos de esa decadencia por medio de la cultura política. Nuestra preocupación en estas Jornadas es aportar a la cultura política. Pretendemos, desde la luz del Evangelio, crear cultura política, porque eso es para el bien común. Y así como hay voluntariado para los hospitales, éste es un voluntariado para la política en este momento en que está tan desprestigiada.

Es una invitación a redescubrir la política, a restituirle el alma que la partidocracia le ha quitado. Los partidos políticos son instrumentos para impulsar ideas, cosmovisiones diferentes. Cuando esto se confunde, los instrumentos se declaran independientes y se pasa del partido político a la partidocracia y se pierde la dimensión de trascendencia a los otros, de servicio a la comunidad. Esto es lo que origina el internismo.


3. 9 Pautas para re-jerarquizar la política

De manera enumerativa se pueden señalar algunas pautas que nos ayuden en el proceso de rejerarquizar la política. Ayudará referirlas a lo dicho en el Capítuo I

a. Pasar del nominalismo formal que estanca los conceptos a la objetividad armoniosa de toda palabra, camino de creatividad.

b. Desde el desarraigo retomar las raíces constitutivas.

c. Salir de los refugios culturales y llegar a la trascendencia que funda (ya se habló de esto en 2.4)

d. Caminar desde lo inculto al señorío sobre el poder.

e. Desde el sincretismo conciliador que termina en una cultura de collage hay que caminar hacia la pluriformidad en la unidad de los valores. Y desde la puridad nihilista, a la captación del límite de los procesos.

3.10. Los proyectos reales

Una de las trabas más serias para el proceso político es la enfermedad del eticismo; hay gente que es tan tan eticista, tan eticista, que se olvida de ser ética, se sacrifica la ética al eticismo y es lo que nosotros los curas, así en jerga, llamamos “la moralina”, hay personas que viven la moralina y no la moral.

Es propio del eticismo aislar la conciencia de los procesos y, de tal modo la aísla que conduce a los hombres a un verdadero nihilismo. Y entonces la actividad política consistiría en poner en práctica esos eticismos, proyectos formales más que reales. Piensen en cualquier gobierno local o municipal o provincial o de otro país. Una de las señales de que un gobierno es eticista es cuando en vez de poner en marcha proyectos reales, pone en marcha proyectos formales.

Los proyectos reales son siempre agresivos y siempre causan problemas. En cambio, es propio del eticista el proyecto formal porque no causa problema. Relacionémoslo con la palabra: el nominalismo formal y no la palabra con chispa que hace el poeta y aporta creatividad. Es la primacía de la formalidad sobre la realidad. Un ejemplo es la fascinación por los organigramas.

Todo este camino, con tantos senderos, desde la enfermedad o desde la crisis a la solución, es para evitar el fraude de los valores, porque cuando una política se basa en los nominalismos formales, en el desarraigo, en los refugios culturales, en la primacía de lo inculto sobre el señorío, en el sincretismo conciliador, en la puridad nihilista, se está basando en una personalidad que no responde a la persona y está haciendo un fraude de valores que, en el fondo, es un fraude ontológico, es un fraude al ser, es el fraude a la alegría de ser para vivir la tristeza del no ser. Se proponen valores sin raíces, como mónadas, lugares comunes o simplemente nombres y de ahí al fraude de la persona, hay un paso.

3. 11 El poder es servicio

El servicio es la inclinación ante la necesidad del otro, a quien -al inclinarme- descubro, en su necesidad, como mi hermano. Es el rechazo de la indiferencia y del egoísmo utilitario. Es hacer por los otros y para los otros. Servicio, palabra que suscita el anhelo de un nuevo vínculo social dejándonos servir por el Señor, para que luego, a través de nuestras manos, su amor divino descienda y construya una nueva humanidad, un nuevo modo de vida.

El servicio no es un mero compromiso ético, ni un voluntariado del ocio sobrante, ni un postulado etéreo… Puesto que nuestra vida es un don, servir es ser fieles a lo que somos: se trata de esa íntima capacidad de dar lo que se es, de amar hasta el extremo de los propios límites… o, como nos enseñaba con su ejemplo la Madre Teresa, servir es "amar hasta que duela". Las palabras del Evangelio no van dirigidas sólo al creyente y al practicante. Alcanzan a toda autoridad tanto eclesial como política, ya que sacan a la luz el verdadero sentido del poder. Se trata de una revolución basada en el nuevo vínculo social del servicio. El poder es servicio. El poder sólo tiene sentido si está al servicio del bien común. Para el gozo egoísta de la vida no es necesario tener mucho poder. A esta luz comprendemos que una sociedad auténticamente humana y, por tanto también política, no lo será desde el minimalismo que afirma "convivir para sobrevivir" ni tampoco desde un mero "consenso de intereses diversos" con fines economicistas. Aunque todo esté contemplado y tenga su lugar en la siempre ambigua realidad de los hombres, la sociedad será auténtica sólo desde lo alto…, desde lo mejor de sí, desde la entrega desinteresada de los unos por los otros.


3. l2 Una conversión de actitudes

Hoy, convocados a la tarea de reconstruir nuestra Nación no podemos permitir que nos arrastre la inercia, que nos esterilicen nuestras impotencias o que nos amedrenten las amenazas. Tratemos de ubicarnos allí donde mejor podamos enfrentar la mirada de Dios en nuestras conciencias, hermanarnos cara a cara, reconociendo nuestros límites y nuestras posibilidades. No retornemos a la soberbia de la división centenaria entre los intereses centralistas, que viven de la especulación monetaria y financiera, como antes del puerto, y la necesidad imperiosa del estímulo y promoción de un interior condenado ahora a la "curiosidad turística". Que tampoco nos empuje la soberbia del internismo faccioso, el más cruel de los deportes nacionales, en el cual, en vez de enriquecernos con la confrontación de las diferencias, la regla de oro consiste en destruir implacablemente hasta lo mejor de las propuestas y logros de los oponentes. Que no nos corten caminos las calculadoras intransigencias (en nombre de coherencias que no son tales).

La gran exigencia es la renuncia a querer tener toda la razón; a mantener los privilegios; a la vida y la renta fácil, a seguir siendo necios, enanos en el espíritu.


3. 13. El buen samaritano como opción de fondo para reconstruir la patria

La parábola del Buen Samaritano nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que sienten y obran como verdaderos socios (en el sentido antiguo de conciudadanos). Hombres y mujeres que hacen propia y acompañan la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se aproximan -se hacen prójimos- y levantan y rehabilitan al caído, para que el Bien sea Común.

La inclusión o la exclusión del herido al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos. Todos enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo. En efecto, nuestras múltiples máscaras, nuestras etiquetas y disfraces se caen: es la hora de la verdad, ¿nos inclinaremos para tocar nuestras heridas? ¿Nos inclinaremos a cargarnos al hombro unos a otros? Éste es el desafío de la hora presente, al que no hemos de tenerle miedo.

El punto de partida que elige el Señor es un asalto ya consumado. Pero no hace que nos detengamos a lamentar el hecho, no dirige nuestra mirada hacia los salteadores. Los conocemos. Hemos visto avanzar en nuestra Patria las densas sombras del abandono, de la violencia utilizada para mezquinos intereses de poder y división, también existe la ambición de la función pública buscada como botín. La pregunta ante los salteadores podría ser: ¿Haremos nosotros de nuestra vida nacional un relato que se queda en esta parte de la parábola? ¿Dejaremos tirado al herido para correr cada uno a guarecerse de la violencia o a perseguir a los ladrones? ¿Será siempre el herido la justificación de nuestras divisiones irreconciliables, de nuestras indiferencias crueles, de nuestros enfrentamientos internos? La poética profecía del Martin Fierro debe prevenirnos: nuestros eternos y estériles odios e individualismos abren las puertas a los que nos devoran de afuera.

En algunos es acendrado el vivir con la mirada puesta hacia fuera de nuestra realidad, anhelando siempre las características de otras sociedades, no para integrarlas a nuestros elementos culturales, sino para reemplazarlos. Como si un proyecto de país impostado intentara forzar su lugar empujando al otro; en ese sentido podemos leer hoy experiencias históricas de rechazo al esfuerzo de ganar espacios y recursos, de crecer con identidad, prefiriendo el ventajismo del contrabando, la especulación meramente financiera y la expoliación de nuestra naturaleza y -peor aún- de nuestro pueblo.

Aún intelectualmente, persiste la incapacidad de aceptar características y procesos propios, como lo han hecho tantos pueblos, insistiendo en un menosprecio de la propia identidad. Aquí nace el “progresismo adolescente” que es la versión política del “perro del hortelano”. Pero sería ingenuo no ver algo más que ideologías o refinamientos cosmopolitas detrás de estas tendencias; más bien afloran intereses de poder que se benefician de la permanente conflictividad en el seno de nuestro pueblo.

Inclinación similar se ve en quienes, aparentemente por ideas contrarias, se entregan al juego mezquino de las descalificaciones, los enfrentamientos hasta lo violento, la difamación y la calumnia, o a la ya conocida esterilidad de muchas intelectualidades para las que "nada es salvable si no es como lo pienso yo". Lo que debe ser un normal ejercicio de debate o autocrítica, que sabe dejar a buen recaudo el ideario y las metas comunes, aquí parece ser manipulado hacia el permanente estado de cuestionamiento y confrontación de los principios más fundamentales. ¿Es incapacidad de ceder en beneficio de un proyecto mínimo común o la irrefrenable compulsión de quienes sólo se alían para satisfacer su ambición de poder?

No debemos llamarnos a engaño, la impunidad del delito, del uso de las instituciones de la comunidad para el provecho personal o corporativo y otros males que no logramos desterrar, tienen como contracara la permanente desinformación y descalificación de todo, la constante siembra de sospecha que hace cundir la desconfianza y la perplejidad. El engaño del "todo está mal" es respondido con un "nadie puede arreglarlo". Y, de esta manera, se nutre el desencanto y la desesperanza. Hundir a un pueblo en el desaliento es el cierre de un círculo perverso perfecto: la dictadura invisible de los verdaderos intereses, esos intereses ocultos que se adueñaron de los recursos y de nuestra capacidad de opinar y pensar.


3. 14. Ponerse la patria al hombro

Todos, desde nuestras responsabilidades, debemos ponernos la patria al hombro, porque los tiempos se acortan. La posible disolución la advertimos en otras oportunidades. Sin embargo muchos optan por un camino de ambición y superficialidad, sin mirar a los que caen al costado: esto sigue amenazándonos.

Como el viajero ocasional de la parábola sólo falta el deseo gratuito, puro y simple de querer ser Nación, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar, de levantar al caído. Aunque se automarginen los violentos, los que sólo se ambicionan a sí mismos, los difusores de la confusión y la mentira. Y que otros sigan pensando en lo político para sus juegos de poder, nosotros pongámonos al servicio de lo mejor posible para todos. Comenzar de abajo y de a uno, pugnar por lo más concreto y local, hasta el último rincón de la patria, con el mismo cuidado que el viajero de Samaria tuvo por cada llaga del herido. No confiemos en los repetidos discursos y en los supuestos informes acerca de la realidad. Hagámonos cargo de la realidad que nos corresponde sin miedo al dolor o a la impotencia, porque allí está el Resucitado.

No tenemos derecho a la indiferencia y al desinterés o a mirar hacia otro lado. No podemos "pasar de largo" como lo hicieron los de la parábola. Tenemos responsabilidad sobre el herido que es la Nación y su pueblo. Cada día hay que comenzar en una nueva etapa en nuestra Patria signada muy profundamente por la fragilidad: fragilidad de nuestros hermanos más pobres y excluidos, fragilidad de nuestras instituciones, fragilidad de nuestros vínculos sociales…


3. 15. El trigo y la cizaña

La creatividad histórica, entonces, desde una perspectiva cristiana, se rige por la parábola del trigo y la cizaña. Es necesario proyectar utopías, y al mismo tiempo es necesario hacerse cargo de lo que hay. No existe el "borrón y cuenta nueva". Ser creativos no es tirar por la borda todo lo que constituye la realidad actual, por más limitada, corrupta y desgastada que ésta se presente. No hay futuro sin presente y sin pasado: la creatividad implica también memoria y discernimiento, ecuanimidad y justicia, prudencia y fortaleza. Si vamos a tratar de aportar algo a nuestra Patria no podemos perder de vista ambos polos: el utópico y el realista, porque ambos son parte integrante de la creatividad histórica. Debemos animarnos a lo nuevo, pero sin tirar a la basura lo que otros (e incluso nosotros mismos) han construido con esfuerzo.



[1] Gerardo Farrell, Iglesia y Pueblo en la Argentina, Patria Grande, 1988

[2] Varios Autores, Presente y Futuro de la Teología en la Argentina, Ediciones Paulinas, 1997

[3]La diferencia entre una y otra etapa de la Iglesia se refleja en una placa que recuerda a los sacerdotes caídos en la evangelización de la Patagonia que puede leerse en la catedral de Bariloche. Los primeros nombres, casi todos de raíz hispánica, corresponden a jesuitas, franciscanos y dominicos, todos muertos jóvenes y en circunstancias trágicas desde el siglo XVI hasta las primeras décadas del XIX. Sigue una lista de sacerdotes de apellidos italianos, la mayoría de ellos salesianos, quienes después de 1850/60 fallecieron ya ancianos, en las escuelas, hogares o templos que habían construido, buena parte de los cuales perviven hasta hoy.

[4] De entre esa bibliografía merecen consultarse el ya citado libro de monseñor Gerardo Farrell, el sólido estudio Perón: la Construcción de un Ideario, de Carlos Piñeiro Iñíguez, sobre todo su capítulo I (La Vertiente Socialcristiana en la Conformación Ideológica del Peronismo); el capítulo II (Cristianos en el Siglo) en La Batalla de las Ideas de Beatriz Sarlo; Perón y el Mito de la Nación Católica de Loris Zanatta y con una mirada de crítica atenta Cristo Vence, La Iglesia en la Argentina. Un siglo de historia política, de Horacio Verbitsky.  

[5] Paul Johnson, Estados Unidos, la historia, Javier Vergara Editor, 2001.

[6] Romano Guardini, El Ocaso de la Edad Moderna, Ediciones Cristiandad, 1981

[7] Joseph Ratzinger, Iglesia y Modernidad, Ediciones Paulinas, 1987

[8] Jorge Castro, Dios en la Plaza Pública, Ágape, 2012

[9] Juan Pablo II, Fides et ratio, Ediciones Paulinas, 1998

[10] Jorge Castro, Ob. Cit.

[11] Bell, Daniel, Las Contradicciones Culturales del Capitalismo, Alianza, 1982

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fecha
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07/04/2013|

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