Y de que no sabía hacer otra cosa que levantarse temprano y trabajar. Así que se compró el taxi. Llevaba el asiento en su sitio, no a la manera de tantos taxistas que lo reclinan como si condujeran desde una hamaca y estrujan al cliente que se sienta detrás de él.
Vivió en un pueblo del norte de Nápoles hasta que a los 19 años, harto de pasar hambre, se incribió en una agencia del Gobierno para emigrantes. Lo único que sabía hacer era ordeñar vacas. Había solicitado irse a Suiza, Estados Unidos, Reino Unido o Argentina. Le tocó Argentina y asegura que nunca lamentó su suerte. Nada más pisar tierra en el puerto de Buenos Aires se encontró a un amigo del pueblo. En realidad, el amigo lo encontró a él. Se había enterado por un vecino de que él llegaría a Buenos Aires, pidió permiso en la fábrica donde trabajaba y fue a buscarlo al puerto. Lo llevó a su casa, que era una habitación en la que vivían otros dos compañeros italianos de la misma curtiembre. Donde caben tres caben cuatro, dijeron. Nadie puso objecciones. El baño, compartido con decenas de vecinos del mismo bloque, quedaba a cincuenta metros. Ese mismo día el amigo lo llevó a la fábrica y se lo presentó a los jefes, que eran dos hermanos gallegos. Al día siguiente ya estaba trabajando. Y ahí se quedó 45 años.
-Me entregaron para ir a la fábrica unos pantalones y una camisa que yo en Italia sólo me la habría puesto para salir los domingos. Y desde entonces no me faltó la comida ni un solo día.
Los fines de semana los cuatro italianos se dedicaban a construirse sus hogares. Levantaron con sus manos las cuatro casas sin pagar un céntimo a ningún albañil. Primero una, después otra, otra y otra. Sigue viendo a los tres compañeros de la fábrica de vez en cuando. Nunca quiso regresar a Italia. Dice que le recordaba demasiado el hambre que había pasado. La verdadera razón, tal vez ni él la sepa. A los 24 años se trajo a los padres a Buenos Aires y aquí murieron diez años después. Se casó, tuvo dos hijos y los dos tienen estudios universitarios. Los celos, las peleas absurdas y no tan absurdas que hubiese tenido a lo largo de tantos años con el amigo que acudió a buscarlo se las guardó para él. Quiso quedarse con lo mejor.
Antes y después fueron llegando españoles, italianos, franceses, armenios, polacos, rusos, turcos, libaneses, alemanes, paraguayos, bolivianos, ordeñadores de vacas y psicoanalistas. Se volvieron peronistas, radicales, unionistas, federales, de River, de Boca, de Bioy Casares, de Kodama, de la recontra nosequé de nosecuantos. Pero aquel sentido de la amistad, la ayuda desinteresada, la gran gauchada, nunca terminó de perderse.