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21/05/2006 | La filosofía en el vestidor

Mario Vargas Llosa

¿Tiene la mala educación reinante en casi todas partes la culpa de que la cultura sea un lujo prescindible para cada vez más gente?

 

Como todos los hoteles de la ciudad estaban llenos, la Universidad Libre de Bruselas me alojó en la casa particular de una pareja belga, Danielle y Michel Wajs-Waks, y debo a esa circunstancia una de las experiencias más estimulantes que he tenido: haber visto de cerca, y poco menos que olido y tocado, la manera cómo la cultura en general, y la filosofía en particular, pueden enriquecer y embellecer la vida de las gentes comunes y corrientes.

Aunque llamar a Danielle y Michel “comunes y corrientes” es bastante inexacto, pues, gracias a su amor a las artes, las letras y, sobre todo, a las ideas, ambos son personas bastante infrecuentes en el ambiente en que se mueven. Los llamo así porque ninguno de los dos se dedica profesionalmente a aquello a que entregan todas sus horas libres, un tiempo que se las han arreglado para preservar, como algo precioso e indispensable, en unas existencias enormemente atareadas en actividades que están muy alejadas de lo que se suele llamar el medio intelectual. Y, sin embargo, diré que en pocos amigos intelectuales, y conozco bastantes, he advertido un entusiasmo tan genuino y un aprovechamiento práctico tan feliz de lo que estamos acostumbrados a llamar cultura.

Todo lo que rodea a esta pareja parece impregnado de reminiscencias filosóficas, literarias o artísticas, empezando por la casa en la que viven, una construcción insólita en un barrio residencial bruselense de edificios decimonónicos o de principios del siglo veinte, inspirada en la vivienda que Ludwig Wittgenstein diseñó para su hermana en Viena. La amplia, luminosa residencia, de techos altos y cuartos rectangulares, rodeada por un jardín lleno de patos, tiene esculturas y pinturas modernas, y, por doquier, libros y revistas entre los que prevalecen los dedicados a la filosofía: la clásica y la moderna, la francesa, la alemana, la griega, la inglesa, y una gran variedad de diccionarios y manuales especializados sobre sistemas, teorías o filósofos. Revisé algunos de ellos y encontré que estaban anotados, con profusión de comentarios al margen, siempre con lápiz. La filosofía es la pasión de Michel Wajs, que nunca tomó un curso de filosofía en su vida, pues su formación universitaria fue la economía. Tampoco ha dictado jamás una clase, aunque sí asistido a conferencias y seminarios, siempre como oyente y, estoy seguro, tratando de pasar desapercibido. Nadie que lo oye hablar, con esa voz suavecita y algo tímida, relacionando constantemente la circunstancia del momento con ciertas afirmaciones, críticas o tesis venidas de algún filósofo o ensayista y apoyándose en éstas para explicar o entender mejor aquello de que se habla, se imaginaría que la vida de Michel Wajs ha transcurrido muy lejos de las aulas, las academias y las universidades.

Porque Michel Wajs es un hombre de negocios y, a juzgar por las apariencias, muy exitoso. Heredó una pequeña empresa de su padre, dedicada a diseñar y producir útiles de escritorio, y ahora que raspa los sesenta años, aquella firma ha crecido y se ha multiplicado gracias a su empeño y visión añadiendo a su catálogo una gran variedad de productos, desde objetos de viaje y de

decoración hasta mobiliario, y sus clientes se extienden por todo el mundo, sobre todo el Asia, lo que lo lleva a tomar aviones con frecuencia. ¿Cómo se las arregla para leer lo mucho que ha leído y lee? Su caso prueba la gran mentira que dicen aquellos que se lamentan de no tener tiempo para leer todos los libros que quisieran, por las obligaciones que les abruman. Michel y Danielle —ella es médico y trabaja en un hospital haciendo investigación en bioquímica y diagnóstico— dedican muchas horas al día a quehaceres que los tienen alejados de su hermosa biblioteca y, sin embargo, han leído y leen con avidez y mucho, muchísimo, porque desde muy jóvenes descubrieron que los buenos libros son, además del mejor entretenimiento, una fuente incomparable de placer, un alimento gracias al cual la vida cotidiana, aun en sus manifestaciones más pedestres y rutinarias, puede ser mejor y vivida con más entereza y lucidez.

Esa pasión por la lectura que ambos comparten no los ha vuelto ni pedantes ni librescos. Detesto a esos exhibicionistas que andan por el mundo alardeando de lo que acaban de leer y estrangulando las

conversaciones con sus citas impertinentes. No es el caso de los Wajs. Ambos son discretos, muy poco propensos a hablar de sí mismos —de hecho, tuve que sacarle con cuchara a Michel de qué modo se ganaba la vida— y las alusiones a los libros vienen a sus labios con absoluta naturalidad, generalmente con alegría, porque esto que estamos viendo, o comentando, o recordando, ¿no resulta extraordinariamente claro teniendo en cuanta aquello que, por ejemplo, decía Martin Buber sobre la condición humana o Emmanuel Levinas al hablar de la moral?

La especialización ha ido empujando a la filosofía en la época moderna muy a menudo a expresarse en un lenguaje cifrado, que la pone fuera del alcance de los no profesionales, lo que ha hecho que, la inmensa mayoría de la gente, aquellos que, como Danielle y Michel Wajs, forman parte del común, den totalmente la espalda a un quehacer que les parece artificioso y abstracto, sin mayores contactos con sus problemas cotidianos, es decir una tarea intelectual oscurantista e impráctica. Lo extraordinario en el caso de Michel y Danielle es que hayan conseguido, guiados por la intuición y el instinto de buenos lectores y su amor a las ideas, ir desentrañando en ese intrincado bosque donde tantos se aburren y extravían, los tesoros escondidos bajo la espesura o el légamo, y recuperar en el pensamiento filosófico lo que fue su razón de ser, lo que hizo que surgiera: explicar la vida y ayudar a vivir.

Dije que no eran librescos y lo que quería decir es que ese intenso comercio carnal que ambos tienen con los libros no los ha privado de interesarse por las otras cosas buenas y exaltantes que propone la vida. Van poco al cine y ven apenas televisión, cierto, pero gozan con el arte y pasear con ellos por Brujas, en ese soleado día, fue formidable, no sólo por la belleza de los canales y las viejas residencias diminutas apretadas a sus orillas donde la Edad Media todavía parece aletear, sino porque, gracias a sus comentarios e informaciones, los Breughel, los Van Dyck, los Memling, los Rubens, los retablos

flamencos primitivos, parecían remozarse y proponerse, serviciales y espléndidos, como un antídoto al pesimismo, a la frustración, a la desmoralización, como una contundente demostración de que, pese a todo, claro que la vida vale la pena de ser vivida. Pero también vi a los Wajs entusiasmados como chiquillos mientras me mostraban, en ese “chato país” del que Jacques Brel cantaba que sus únicas montañas eran las torres de sus catedrales, antiquísimas posadas con alambiques y porrones de cerveza tan espesa que parecía sólida, o cuando me contaban anécdotas o aspectos del trabajo de dos pintores que yo admiro y que ellos conocen al dedillo —Ensor y Delvaux— o cuando nos enfrascábamos en una discusión estupenda sobre Israel y Palestina.

¿Por qué me ha impresionado tanto esta pareja con la que la casualidad hizo que compartiera unos cuantos días en Bruselas? No creo que fuera solamente por lo amables y hospitalarios que se mostraron con el huésped que les infligió la Universidad Libre. Ha sido principalmente porque, conviviendo con ellos, comprobé de pronto cómo aquellas cosas que uno dice porque hay que decirlas, porque sin duda son ciertas, pero en las que no se detiene nunca a reflexionar, en su caso lo eran de verdad, de una manera que saltaba a los ojos y lo probaba a cada instante: que la cultura, la literatura, las artes, la filosofía, desanimalizan a los seres humanos, extienden extraordinariamente su horizonte vital, atizan su curiosidad, su sensibilidad, su fantasía, sus apetitos, sus sueños, los hacen más porosos a la amistad y al diálogo, y mejor preparados para enfrentar la infelicidad. Y la comprobación era tanto más rotunda cuanto que ni Michel ni Danielle parecían estar siquiera conscientes de ello: la vida se les había ido organizando de tal modo, por un azar de afinidades y gustos compartidos, que en un mundo en el que la cultura adquiere cada vez más el semblante de un quehacer aparte, de un monopolio de

clérigos vanidosos y poco comprensibles, ellos habían ido devolviendo al crear, al pensar, al escribir, su vacación primigenia: la de hacer más comprensible y llevadera la vida.

¿Por qué no hay en el mundo más gente como Danielle y Michel? Si lo hubiera, estoy seguro de que habría menos guerras, menos fanatismo, menos violencia, menos estupidez. ¿Tiene la mala educación reinante en casi todas partes la culpa de que la cultura sea un lujo prescindible para cada vez más gente? Tal vez sea al revés: porque la cultura es un reducto de minorías es que la educación anda como anda. Pero la educación no puede suplir por sí sola lo que anda mal en las familias, y en los medios, y en las costumbres y los usos de una sociedad. Acaso parte de la culpa la tengan también los hombres y las mujeres de cultura, que andan por las nubes, y miran, cuando los miran desde esas alturas, a los indoctos, con infinito desinterés, sin hacer el menor esfuerzo por llegar a ellos y seducirlos. En realidad, no tengo una respuesta que me convenza a mí mismo. Pero sí sé que no es verdad que una rica vida cultural sea imposible, por razones prácticas, en ese mundo frenético y ocupado que es el de la mayoría de los mortales. Y, si no me lo creen, vayan a Bruselas, vean e imiten a Michel y Danielle Wajs.

El Pais (Es) (España)

 



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