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28/08/2013 | Yoani Sánchez, Bradley Manning y Edward Snowden

Héctor E. Schamis

Correa, Putin o China reprimen a los periodistas críticos en casa y apoyan a los soplones de otras latitudes.

 

En noviembre de 2009, Yoani Sánchez recibió una carta de Barack Obama. Allí el presidente destacaba la valiente labor de Yoani y otros blogueros que reflejan la vida cotidiana en la isla, aprovechando la tecnología informática para hacerlo. Aplaudiendo esos esfuerzos, Obama manifestó su anhelo “que un día todos los cubanos puedan expresarse libremente, sin temores y sin represalias”.

Creadora de Generación Y, espacio virtual donde reclama información veraz, transparencia y derechos, Yoani es frecuentemente acusada por el gobierno cubano de atentar contra la seguridad nacional desde su blog. El elogio del mismísimo presidente de la nación más poderosa del planeta fue un merecido acto de justicia, enfatizado aún más por el pedido de Obama para que el gobierno permita a todo el pueblo cubano el acceso irrestricto a Internet y a la información.

Un trato menos elogioso recibieron los estadounidenses Bradley Manning y Edward Snowden, por divulgar y denunciar cosas parecidas -aun cuando sus motivos sean confusos- y usando la misma tecnología. El primero, un soldado, que además acaba de anunciar que ahora será mujer, Chelsea Manning, fue condenado a 35 años en una prisión militar por filtrar secretos militares al sitio WikiLeaks. El segundo, civil y contratista informático de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), obtuvo asilo temporario en Rusia, luego de vivir un mes en un hotel de Hong Kong y otro mes en un aeropuerto de Moscú. Su condición de fugitivo se la ganó por filtrar información sobre programas de inteligencia que espían a millones de personas a Glenn Greenwald, periodista del diario inglés The Guardian apostado en Río de Janeiro—cuyo novio, a su vez, fue detenido nueve horas en Heathrow sin cargo alguno.

No es la primera vez en la historia de Estados Unidos que la balanza entre libertad y seguridad se inclina en favor de esta última, con la consecuente erosión de las garantías constitucionales. La caza de brujas también ha sido una costumbre bastante americana, y no únicamente en Salem en 1692. En tiempos más recientes, el macartismo hizo de las suyas persiguiendo comunistas reales o imaginarios, y creando las renombradas listas negras de los años cincuenta. En los sesenta el proyecto MINARET espiaba a los opositores de la guerra de Vietnam, incluyendo al propio Martin Luther King.

En los setenta, el caso de Daniel Ellsberg y sus Papeles del Pentágono, arrojó luz sobre información falsa provista por el gobierno acerca de la guerra de Vietnam. Las filtraciones de Ellsberg fueron recogidas por The New York Times y The Washington Post, con lo que el gobierno de Nixon inició un juicio contra Ellsberg en 1971 bajo la Ley de Espionaje de 1917, la misma ley con la que se juzgó a Manning. El juicio concluyó en anulación y sobreseimiento en 1973, dadas las acciones ilegales del gobierno y la fiscalía durante el proceso, información que luego pasaría a engrosar el expediente de Watergate, nada menos.

No obstante, tampoco podemos ser muy ingenuos. Todos los estados tienen secretos y el ideal de transparencia de la esfera pública no es más que eso, un ideal. Lo que sí importa, sin embargo, son las proporciones. Por ejemplo: llamemos “dictadura” a aquel régimen político donde todo lo que hace el gobierno es secreto. Y llamemos “democracia” a un tipo de orden político donde los actos del gobierno son públicos. Concluiremos que la realidad está siempre entre esos dos extremos, pero cuanto más alejado del secreto y más abierto sea ese gobierno, más democrático será ese país.

Esto invita dos reflexiones. La primera es que, en una curiosa reproducción del esquema intelectual de la guerra fría, los secretos de estado sugieren que hoy también somos todos sospechosos, lo que significa entonces que nadie lo es. Y esto no es sólo una proposición conceptual, pues tiene consecuencias concretas. En esta inteligencia “al por mayor”, donde se investiga a millones de personas por todo el planeta, cuando hay información específica, esa información bien puede perderse como aguja en un pajar. El caso de los hermanos Tsarnaev, los atacantes de Boston en abril pasado, sobre quienes existían datos concretos por parte de la inteligencia rusa, habla por si mismo.

La segunda remite a la autoridad moral de una nación que se precia de estar basada en leyes y que promueve las libertades individuales por el mundo. Para las ONGs que se dedican a eso y que residen, justamente, en Estados Unidos -por ejemplo, Freedom House, Human Rights Watch y el Comité para la Protección de Periodistas- el affaire Manning-Snowden representa un ojo morado en la cara de su misión. No es difícil predecir las respuestas de algunos déspotas que andan por el mundo -de Venezuela a Pakistán, y de Rusia a Ecuador- cuando cualquiera de estas organizaciones intente interceder por algún periodista en nombre del derecho a la protección de las fuentes y la libertad de expresión. No sabemos cuanto de la seguridad nacional ha sido afectada por Manning y Snowden. Pero sí podemos imaginar cuanto del prestigio con el que Obama llegó a la presidencia será dañado de aquí en más.

Esta nota comenzó trazando paralelos entre Yoani Sánchez y los casos de Manning y Snowden, pero esta historia también ofrece una moraleja de contrastes. En su lucha a menudo solitaria por derechos, la whistle-blower cubana Yoani Sánchez tuvo el apoyo de una docena de gobiernos democráticos de Europa y las Américas, y Ellsberg el de los dos periódicos más importantes del país. No queda claro si hay algo más que la hipocresía y el oportunismo de Correa y Putin, o del Partido Comunista chino, quienes mientras reprimen a los periodistas críticos en casa, apoyan a los soplones de otras latitudes. Muy poco, sin duda, cuando se trata de libertades fundamentales que, más allá de las personas involucradas, hoy parecen estar en juego. Si ello es así, tal vez tuviera razón Joan Manuel Serrat al preferir al farero de Capdepera antes que al vigía de Occidente.

El autor es profesor en Georgetown University, Washington DC.

El Pais (Es) (España)

 



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