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30/05/2006 | El fin del despotismo ilustrado europeísta

Fidel Sendagorta

En una conferencia reciente, Jacques Delors se preguntaba si el «no» en los referendos de Francia y Holanda significaba el fin de la soft dictatorship de Bruselas fundada por Jean Monnet.

 

Si éste fuera el caso, su temor es que la integración se acabaría reduciendo a una pura cooperación intergubernamental. Esta dictadura suave es lo que otros han llamado el despotismo ilustrado de las élites europeístas. En su defensa se argumentaba la complejidad técnica inherente a los asuntos europeos, lo que desaconsejaba su inclusión en el debate público.

Igualmente se alegaba la falta de visión de los pueblos que les hubiera llevado en algún caso, como el de Alemania, a votar en contra del euro si en su momento les hubieran dado la oportunidad de hacerlo.

Este enfoque se sostenía por la legitimidad que le otorgaban unos resultados juzgados como satisfactorios por la inmensa mayoría. Pero quedaba sin resolver el problema de fondo: el hecho de que el llamado déficit democrático del proyecto europeo constituyera no ya una anomalía circunstancial, sino un rasgo estructural del sistema.

Cada vez que una competencia nacional se transfería a la Unión se producía la correspondiente pérdida de control democrático sobre ese área dentro de cada estado miembro. A su vez, la introducción del voto por mayoría cualificada, necesaria para aumentar la eficacia en la toma de decisiones, redundaba también en una erosión de la legitimidad democrática de cada estado miembro.

Por este camino se llegaba al dilema central de la construcción europea, consistente en que a más integración menos democracia. La idea que fue abriéndose paso es que la solución a este problema debería encontrarse en la promoción de una democracia a escala europea. De ahí surgió la creación de un Parlamento Europeo elegido por sufragio universal. En la visión federalista, el aumento de los poderes del Parlamento Europeo hasta hacerlos equivaler con los de los Parlamentos nacionales, por lo que hace a su capacidad legisladora y de control del Gobierno, sería la vía para colmar el déficit democrático.

Sin embargo, la altísima abstención registrada en las últimas elecciones al Parlamento Europeo ponía de manifiesto un problema grave de legitimidad de esta institución. En consecuencia, entrábamos en un escenario en el que la integración estaba debilitando las instancias nacionales de control democrático sin que simultáneamente se fortalecieran las instituciones que podrían ejercer este control a nivel europeo.

El debate sobre la Constitución Europea, especialmente en Francia, ha puesto de relieve la confusión existente en los ciudadanos sobre el reparto de competencias entre la Unión y los estados miembros y la identificación de responsabilidades políticas en uno y otro caso. El caso paradigmático es el de la política social. Esta confusión ha creado una situación en la que no existe ya un marco de toma de decisiones políticas que sea comprensible para los ciudadanos y aceptado por éstos.

El resultado es una crisis de legitimidad del proyecto de integración que contamina también el funcionamiento democrático en los estados miembros. Se ha dicho que la democracia no es un mecanismo sino un organismo, y que, en consecuencia, no se pueden crear instituciones democráticas antes de que exista el demos que deba habitar en ellas. Históricamente, este organismo de la democracia ha nacido vinculado a naciones concretas. Hasta la fecha no se ha inventado la democracia sin nación. ¿Quiere esto decir que la UE sólo podrá construir una democracia a escala europea si se convierte en una nación? ¿O, por el contrario, deberemos aceptar que la UE tiene una función de protección de las democracias nacionales sin pretender sustituirlas?

Lo cierto es que el proyecto europeo es un experimento político, económico y social, sin duda el más ambicioso de nuestra era. Operamos por tanto con el método experimental: prueba y error. Por ello es tan relevante en estos momentos analizar sin anteojeras las lecciones que nos enseñan los resultados de los referendos francés y holandés e identificar dónde puedan estar los errores cometidos, para corregir el tiro en el futuro.

Quizás hemos experimentado en exceso con un federalismo de fusión que parte de la base de la obsolescencia del Estado nación y debamos ahora explorar con mayor dedicación un federalismo de subsidiaridad centrado en una distinción lo más clara posible entre el nivel europeo y el nivel de los estados miembros. Es imprescindible que los ciudadanos sepan distinguir cuál es la instancia responsable en cada caso.

Además, los Parlamentos nacionales deberían estar más involucrados en la vida cotidiana de la UE. El mecanismo de subsidiaridad previsto por la Constitución sería un paso en esa dirección, pero no haría falta que ésta entrara en vigor para ponerlo en marcha. La Comisión podría decidir introducir el sistema voluntariamente y el Consejo podría decidir respetarlo, también de forma voluntaria.

En determinados círculos europeístas se siguen oyendo críticas a la celebración de los referendos: la entrada en escena de unos pueblos que han salido respondones sería incompatible a la larga con la propia viabilidad del proyecto europeo.

Es una reacción arrogante y ciega. Si persistimos en el enfoque del despotismo ilustrado como si nada hubiera pasado nos acabaremos encontrando con respuestas en forma de nacionalismos populistas que impliquen una verdadera regresión en la vida política europea.

(*) Director del Gabinete de Análisis y Previsión del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación

ABC (España)

 



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