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17/11/2013 | Chile - Bombas y votos

Carlos Peña

"Por un azar que podría resultar pedagógico, hoy revive el caso Bombas y culmina la elección presidencial. Así se contraponen dos maneras de concebir la convivencia: la de quienes piensan que para mejorarla hay que cortar algunas cabezas y la de quienes creen que el mejor camino es contarlas..."

 

El asunto más sorprendente de esta semana —al extremo que ni las elecciones de hoy debieran apagarlo— es el caso Bombas resucitado en España.

¿Por qué?

Hay varias razones para que sea relevante.

La primera es que de ser ciertas las imputaciones que se han hecho a esa pareja en España, la persecución penal en Chile quedará en muy mal pie. Es verdad que nada impide que puedan haber cometido delito allá sin hacer nada acá (y que, en consecuencia, tanto el aparato de persecución español como el chileno actúen bien, uno persiguiendo, el otro absolviendo); pero es poco probable. Este tipo de delitos (a diferencia del robo o incluso el homicidio, que suelen ser fruto del hambre, la mala costumbre o la rabia, motivos en cualquier caso circunstanciales) posee un soporte conceptual, es el resultado de una fiebre ideológica que transforma el miedo y el bombazo en actos legítimos, en formas de obrar que, para quien los ejecuta, no merecen la repulsa sino el aplauso. Nadie pone bombas como consecuencia de un trastorno emocional. Las bombas son el fruto de una decisión intelectual, el resultado de una simplificación fría y paciente de la realidad. La conclusión entonces es esta: si ellos pusieron bombas allá, es probable que las hayan puesto también acá. Y la pregunta obvia —e incómoda— es la que sigue: ¿Por qué se les persigue allá con éxito y acá no?

Como es obvio (para todos los abogados, salvo para el Gobierno) la culpa, de haberla, no es de los jueces, sino de los fiscales y de la policía. Los jueces no son los encargados de la persecución penal, sino de verificar que esa persecución se ajuste a las reglas y las garantías que el Estado de Derecho reconoce a los ciudadanos. Así, si las pruebas son impertinentes o inadmisibles o débiles, si las inferencias de los fiscales son inconducentes, el deber de los jueces es decirlo (fue lo que hicieron) y el deber de la policía y de los fiscales es corregirse (lo que es de esperar hayan hecho).

La segunda razón —para que el entusiasmo de los votos no apague el caso Bombas— es política.

Ocurre que este caso fue presentado —no solo por los defensores en sentido estricto, sino por observadores interesados también— como un montaje, un fraude deliberado en el que habrían participado Hinzpeter, entonces ministro del Interior, y algunos fiscales. Pero ahora —salvo que la detención en España resulte un fiasco y también se haya intentado un montaje allá, como si esa pareja de chilenos fuera perseguida por una maldición o por la mala suerte o quién sabe qué— la tesis del montaje, de la escenografía deliberada para perseguir y culpar, quedará convertida en una exageración sin sustento alguno.

Pero, por sobre todo, el caso Bombas recuerda, especialmente hoy, por contraste, el valor de las elecciones.

La gente que pone bombas (al margen de que los detenidos en España y absueltos en Chile sean de esos) suele descreer del valor de la democracia. Inflamados por la idea de que la libertad equivale a una franquía que las instituciones ahogan, se empeñan en recuperar la gestión directa de los asuntos comunes y en deteriorar todas las formas de representación o de mediación social. Y como suele ocurrir con quienes no trepidan en echar mano a medios violentos, están animados, las más de las veces, por gruesos y simplistas ideales que les inflaman la mirada y los inmunizan contra la crítica. Ellos creen que las bombas pueden liberar porque piensan que debajo de la piel agobiante de las instituciones —de las que piensan que no son más que una costra de corrupción y de codicia— habita una libertad natural que, si se la deja a sus anchas, produce mejores resultados. Las bombas entonces son, para ellos, profilácticos, mecanismos que previenen y desmontan todo lo que cubre y envilece a la libertad natural, instrumentos que permiten rascar el cielo del paraíso.

Todo lo contrario a quienes —como los millones que hoy día irán a las urnas— practican el voto.

Los que votan creen que mediante el voto se realizan, y no se ahogan, los valores de la igualdad y de la libertad. De la igualdad, porque al momento de votar, cada uno, al margen de toda otra consideración, su etnia, su orientación sexual, su riqueza o su talento, cuenta como uno y nada más que uno. Y de la libertad, porque mediante las elecciones las comunidades humanas se esfuerzan por formar una voluntad común que les permita autogobernarse y someterse así a los designios de su propia voluntad.

Pero, por sobre todo, la principal diferencia entre quienes ponen bombas, en Chile o en España, y los que depositan votos, deriva del hecho de que los primeros creen que tienen la verdad completamente de su lado, mientras que los segundos, los que votan, los que hoy se levantan, con rezongos o entusiasmos, poco importa, para ir a depositar su voluntad en una urna, creen que en la vida en común hay que andar a tientas y que, por eso, es más prudente contar las cabezas en vez de cortarlas.

El Mercurio (Chile)

 


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