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Dossier Francisco I  
 
26/12/2013 | De la institución a la misericordia

Irene Hdez. Velasco

Bergoglio continúa la estela que inició Juan XXIII para romper inercias históricas y dar más importancia al Evangelio en lugar de a tradiciones y costumbres anticuadas.

 

Una de las razones ofrecidas para nombrar Personaje del Año al Papa Francisco ha consistido en que con él se ha cambiado la percepción que buena parte del mundo tenía de la Iglesia y del Pontificado, y, sin duda, la percepción que el mundo tiene de la Iglesia católica. Esto constituye un tema sugerente e importante tanto desde el punto de vista religioso como cultural.

Hace unos años, la revista Time definió la Iglesia católica como la mayor empresa multinacional existente, por su organización, estructuración y ramificación. No es una mala descripción, pero no tiene en cuenta la razón de ser y la especificidad propia de la institución. De hecho, también la Iglesia de la Cienciología o los mormones cuentan con una sólida organización. Por el contrario, en los últimos tiempos, la multiplicación de noticias negativas aireadas por los medios de comunicación han subrayado algunos de los graves problemas surgidos en la Iglesia en algunos países: pederastia, Maciel y sus legionarios de Cristo, el llamado Banco Vaticano, el robo de papeles en la casa del Papa, mensajes a menudo de tonos restrictivos y alejados de la realidad vital de tantos ciudadanos que sufren la angustia de cada día. Todo ello supuso un grave golpe para la credibilidad de una institución cuyo activo principal es precisamente la credibilidad. Por nuestra parte, debemos tener en cuenta la incomodidad con la que muchos católicos han sufrido el talante desconsiderado, la cerrazón doctrinal y la soberbia intelectual inmotivada de algunos de sus obispos más representativos, más acusada en los últimos años, precisamente cuando el pluralismo de ideas y la secularización de la sociedad hubieran exigido otra actitud más humilde, más receptiva, más dialogante. De hecho, muchos católicos se han marginado de la Iglesia, permaneciendo en un cómodo y contradictorio cristianismo a la carta.

La llegada del Papa Francisco parece haber roto el hechizo nefasto, provocando desconcierto y malestar en no pocos y una simpatía y esperanza difusa en innumerables personas de todo pelaje y condición. A esto se refiere Time cuando habla de una percepción de la Iglesia y estoy seguro de que esta es la causa de la elección del periódico EL MUNDO. En el intento de explicarme en qué consiste esta nueva percepción, voy a relacionar la experiencia de dos papas que han intentado últimamente romper inercias, comodidades y egoísmos, y dar más importancia al Evangelio que a tradiciones históricas demasiado humanas que han prevalecido en nuestra historia. Me refiero a Juan XXIII y a Francisco. Apenas inició Juan XXIII (1958-1963) su Pontificado, el pueblo cristiano quedó prendado con el talante del nuevo Papa y se produjo una descomprensión eclesial de tal calibre que pareció que todo lo anterior, el Papado del hiératico y tajante Pío XII –aparentemente tan admirable– resultaba anacrónico y periclitado. Habló de la necesidad de superar costumbres y tradiciones anticuadas y se esforzó por retirar el polvo que los siglos habían depositado en la Iglesia, se quitó importancia, se hizo cercano, abandonando la máscara altanera que muchos mortales se han puesto encima cuando han deseado convertirse en ídolos humanos.

"El Papa desea, al igual que el Concilio Vaticano II, repensar y cambiar las prioridades."

Resulta sorprendente comprobar cómo, sólo con la naturalidad y la humanidad de su comportamiento, este Papa quebró la situación y se convirtió en un Pontífice querido y cercano para católicos y miembros de diversas creencias, proponiendo un modo de actuar, de crear comunidad fraterna y de sentirse miembros de ella. Algunas veces he pensado que la clave de este cambio fue el convencimiento del Papa de que todo hombre es digno de respeto y de amor aunque permanezca en el error, es decir, aunque forme parte de otros grupos religiosos o de ninguno. De forma que, sin aspavientos ni elucubraciones, se rompió la trampa decimonónica que impedía aceptar la libertad de conciencia, movidos por el principio de que solo la verdad tiene derechos y no el error, comprendiendo como error lo que no enseñaba la Iglesia.

La figura, los modos y los ritos de actuación de Francisco nos han cogido por sorpresa. Ofrecen otra idea de Iglesia no tanto por sus principios como por sus prioridades y por su modo de estar en el mundo y traducir el Evangelio. Para comprender esta sorpresa reflexionemos sobre la contradicción viviente que acompaña nuestra vida. Por una parte, somos conscientes de que el mundo cristiano vive en una esquizofrenia que no resulta mortal porque convivimos con ella desde hace muchos siglos. Su Dios hecho hombre muere en la cruz y no tiene donde reclinar la cabeza; pone al samaritano y al padre del hijo pródigo como modelo de conducta; informa de que resulta prácticamente imposible que el rico entre en su Reino; señala que se sentarán a su diestra aquellos a quienes marginamos, excluimos y empobrecemos sin miramiento con nuestra actuación; nos comprometemos a perdonar setenta veces siete; tenemos como regla de conducta las inalcanzables bienaventuranzas; nos pide que llamemos Padre solo a Dios y que seamos conscientes de que todos los hombres somos hermanos; nos aconseja que no busquemos los primeros puestos, porque los últimos serán los primeros.

Predicamos con decisión y autoridad estos mandatos y otros muchos igualmente importantes, pero nuestra organización y modo de relacionarnos tanto en la Iglesia como en la sociedad van por su cuenta en paralelo. El Vaticano como estructura de arte puede ser considera como una obra gloriosa de la cultura humana, pero como punto de referencia del Cristo que no tuvo donde reclinar la cabeza constituye un bochorno; la Curia romana y la forma de gobernar la Iglesia, en la historia del poder y del derecho occidental pueden ser presentadas como un ejemplo, pero dudo mucho que se atengan al mandato de Cristo: «Vosotros no así», no actuéis como actúa el mundo. El modo de gobierno de los obispos, con su mitra egipcia en la cabeza, depende del espesor de cada cabeza y, sobre todo, de su espíritu, pero no cabe duda de que la Historia demuestra que demasiado a menudo esa mitra coronaba un sátrapa más que a un representante de quien vino no a ser servido sino a servir.

Soy consciente de que esta esquizofrenia forma parte de toda Historia humana, basta ver a los políticos de alta ideología, pero a los creyentes se nos puede exigir más coherencia. De hecho, sorprende y anima que el Papa Francisco, audaz y valiente tanto en sus exigencias como en sus formas de vida, nos invite a acudir a las fuentes de la identidad y esencialidad del ser humano. Ha indicado que la Iglesia debe salir de sí misma e ir a las periferias, huyendo del peligro de un narcisismo teológico que la aparte del mundo y encierre a Jesucristo dentro de sus muros. Por el contrario, los cambios y reformas deben basarse en una Iglesia evangelizadora que salga hacia fuera y no en una Iglesia mundana que vive en sí y para sí. Ha dicho que se trata de liberarse de tantas cargas y privilegios materiales y políticos para conseguir una forma de vida apostólica basada en el Evangelio, una forma de vida que, a menudo, termina en martirio, al centrar su existencia y su palabra en el amor y la misericordia de Dios.

En este perfil de Iglesia que parece gustar dentro y fuera de ella, Francisco anima a amar la pobreza y a los pobres y excluidos del mundo, a rechazar la psicología de príncipes o de patronos, a no ser ambiciosos o buscar puestos en el escalafón, a velar sobre tantos hermanos que no conocen un rostro amigo, a cuidar la esperanza como un bien precioso. Nos pide sobre todo y a todos a ejercer un tipo de autoridad que hunda sus raíces en la capacidad de servir. Lo bueno es que no nos pide nada nuevo. Todo ello está presente, por supuesto, en el Evangelio, pero, también, en tantas intervenciones valientes y gozosas de los padres conciliares del Vaticano II. Da la impresión de que el Papa Francisco desea, como el Vaticano II, trasmutar las prioridades, a menudo, dominantes en la Iglesia, abandonando la permanente referencia a las instituciones eclesiásticas, a su autoridad y eficiencia, como centro y medida de la fe y de la Iglesia y convertirse en espacio de comunión y acogida. Repensar y cambiar las prioridades implica además reconocer el valor de la conciencia, de la fe y de los signos de los tiempos como supremos criterios eclesiales. Esto gusta a la gente normal del mundo y explica por qué Francisco ha sido elegido Hombre del Año.

* Juan María Laboa es sacerdote, escritor y doctor en Historia de la Iglesia.

Dos Papas

Dos hitos históricos han marcado el inicio de este Pontificado: la renuncia de Benedicto XVI y la elección del primer Papa latinoamericano y jesuita.


  • - Ratzinger, cansado y acorralado por los casos de corrupción de la Curia, anunció por sorpresa y en latín que abandonaba la silla de Pedro, algo que no sucedía desde Gregorio XII (1406-1414).
  • - El 28 de febrero dejó de ser Benedicto XVI para convertirse en Papa Emérito.
  • - Por primera vez en la Historia de la Iglesia dos Papas conviven y la instantánea del encuentro de ambos en la residencia de Castelgandolfo pasará sin duda a los anales de la Historia.

TOTUS TUUS

Por Rubén Amón

Francisco ha sido un provocador. Un buen provocador, por otorgarle al título una connotación parabólica y bíblica. Ha provocado en primer lugar a los católicos, cuyo entusiasmo, respeto y euforia a la regeneración pontificia no puede sustraerse entonces a la anomalía en que la Iglesia se encontraba hace apenas unos meses. Implícitamente, Francisco rectifica la deriva conservadora de su antecesores en el trono pontificio, remontándose él mismo al linaje de Juan XXIII. Y alienta una de las carambolas más insólitas de su efervescente mandato: los ateos o los agnósticos reaccionan con sensibilidad a los deberes éticos del aquí y ahora –sin recompensa de los cielos–, mientras que los anticlericales sobreactuan con su idolatría a Francisco porque la revolución de Bergoglio retrata los pecados capitales.

Si el nuevo Papa ha promovido la transparencia financiera quiere decir que no la había. Si ha represaliado la corte vaticana quiere decir que holgaban los aduladores. Si ha exigido a los obispos que huelan a oveja es porque atufaban a incienso. Si ha concedido entrevistas y ruedas de prensa, lo ha hecho por contrariar el hermetismo informativo. Si ha nombrado una comisión extraordinaria para depurar la pederastia es porque no se habían tomado medidas suficientes. Si ha reivindicado la sensibilidad hacia los gays se desprende que estaban discriminados. Si ha reclamado el peso de la mujer en el porvenir de la Iglesia admitiremos que no lo tenía. Si ha cuestionado sus poderes terrenales es porque eran desmesurados. Si ha exigido tolerancia como principio incontrovertible del mensaje cristiano lo ha hecho porque escaseaba el voluntariado de la otra mejilla.

Decía monseñor Tucci, allegado como pocos a la figura de de Juan Pablo II, que los feligreses aclamaban al cantante, pero no la canción. La revista Time apelaba también a las alegorías musicales cuando lo proclamó el Personaje del Año, insistiendo en que el Papa no ha cambiado la letra de la Iglesia. Ha cambiado la música. En este juego de vistosas simplificaciones, mi opinión es que Francisco no ha realizado un trabajo musical, sino filológico. Ha acudido a las fuentes, como antaño los periodistas hacíamos con las noticias, y ha restaurado la conciencia y la obligación inexcusable hacia el prójimo que implica el ejemplo de Cristo.

Por eso el mensaje, que engendra un neologismo, llamémoslo papulismo, no concierne sólo a quienes apuestan por el cielo, como diría Pascal. Involucra a todos, independientemente de la fe y de la confesión, y convierte a Francisco en un patriarca de la Humanidad. Que tiene más trabajo porque ha muerto Nelson Mandela y que puede flaquear –y derecho tiene– de tantas expectativas que le hemos creado.

En tiempos de mesías efímeros y de provocadores vacíos, resulta que Francisco, todavía en fase de prueba, está cumpliendo a conciencia –y no es una frase hecha– con un programa que ni siquiera prometió. Y que nos obliga a demostrar que somos humanos.

El Mundo (España)

 



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