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28/12/2013 | Egipto, represión y Constitución

Luz Gómez García

La nueva Carta Magna refuerza el papel de la religión y las Fuerzas Armadas. Y su publicación coincide con una ley que restringe el derecho de reunión. El país es hoy más militar y más islamista que hace tres años.

 

"Egipto es un don del Nilo a los egipcios, y un don de los egipcios a la humanidad”. Con esta frase se abre la nueva Constitución egipcia, que será sometida a referéndum en las próximas semanas. No es broma, los medios de comunicación y las élites egipcias se han tomado el asunto muy en serio: ponerse de acuerdo en qué es Egipto se había convertido en un escollo para la comisión de 50 expertos que, sin que apenas hayan trascendido sus debates, ha elaborado el borrador constitucional.

Si el preámbulo de la Constitución se entrega sin rubor a la retórica nacionalista, lo preocupante es que el articulado no ataja las disfunciones del Estado egipcio. Al contrario: perpetúa el viejo desequilibrio de poderes. Si la Constitución de 2012, “la islamista”, que la llamaban sus detractores y que Al Sisi suspendió el 3 de julio, en nada respondía a las demandas de la Revolución de Tahrir, esta nueva versión aún lo hace menos. Entonces se habló de “traición a los ideales de la revolución”. Hoy Mubarak, excarcelado, ha declarado al diario egipcio Al Youm al Sabee (7/12/2013) que “en conjunto, la Constitución es magnífica”, y que él acudiría a votarla si su salud se lo permitiera.

El papel de la religión y de las Fuerzas Armadas fue lo que suscitó mayor polémica en la Constitución de 2012. Ambas instancias han salido reforzadas en el nuevo texto. En esto puede decirse que está en consonancia con lo que sucede en la calle: Egipto es hoy más militar y más islamista que hace tres años, cuando se alzó y echó a Mubarak. La polarización social y política ha sido la baza que han jugado las fuerzas contrarrevolucionarias, que aglutinan al Ejército, la policía, los grandes empresarios, la judicatura, los medios de comunicación y la mayor parte de la intelectualidad. En su visión en blanco y negro, llegan a dibujar dos pueblos: “Nosotros somos un pueblo y vosotros otro”, corean últimamente los manifestantes pro Al Sisi cuando se enfrentan a los defensores de Morsi.

La ecuación constitucional se ha resuelto a base de retruécanos sobre la religión y más poder para los militares. A propósito de la religión, el artículo 2 permanece inalterado: establece que el islam es la religión del Estado y que “los principios de la sharía islámica son la fuente principal de la legislación”. La sharía, como se sabe, no es un corpus homogéneo, es una utopía doctrinal que se relee y construye en el tiempo. Los islamistas introdujeron en la Constitución de 2012 un artículo que especificaba cómo debían establecerse los principios de la sharía (artículo 219), y le otorgaron a Al Azhar un papel consultivo (artículo 4). Que en la actual versión hayan desaparecido estas menciones se presenta como un triunfo antiislamista y democrático, sin tener en consideración que la historia de los últimos 40 años cuenta con demasiados casos de cómo la indefinición legal de la sharía abre la vía a un sistema jurídico paralelo, en el que todo cabe so pretexto de ser sharía. Tampoco es alentador, en términos de creación de una sociedad auténticamente civil, el mantenimiento de la libertad de la práctica religiosa solo para “los seguidores de las religiones reveladas” (artículo 64), esto es, para musulmanes, cristianos y judíos, y que el código religioso sea el que rija sus respectivos estatutos personales (artículo 3). Por poner un ejemplo, los no creyentes, o las parejas mixtas, seguirán sin poder contraer matrimonio civil.

Pero es en el cruce entre política y religión donde se halla la principal novedad constitucional, pues se prohíben los partidos políticos de base religiosa o “que tengan una naturaleza militar o cuasi militar” (artículo 74). El objetivo es evidente: impedir la organización política de los Hermanos Musulmanes. Esta disposición no solo deja fuera de la legalidad a la mayor fuerza política del país, sino que condiciona el futuro de los salafistas, que se han convertido en los islamistas del sistema. El principal partido salafista, Al Nour, apoyó el golpe de Estado y ha participado en los debates constitucionales. Su portavoz, Nader Bakkar, ha elogiado la “moderación” de la nueva Constitución y ha anunciado que su partido la apoyará en el referéndum. Sin duda en los meses próximos asistiremos a otra reformulación del camaleónico salafismo, que ya supo convivir con el régimen de Mubarak.

En cuanto a las Fuerzas Armadas, era de esperar que sus intereses salieran fortalecidos. El presupuesto del Ejército, que se desconoce, seguirá gozando de la opacidad que le garantiza depender en exclusiva del Consejo Nacional de la Defensa (artículo 203); se garantiza con ello la continuidad del Estado profundo administrado por los militares, que se calcula asciende al 35% del PIB. Además, el artículo 234 establece que durante un periodo equivalente a dos mandatos presidenciales completos, es decir, ocho años, el nombramiento del ministro de Defensa precisará de la aprobación del Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (CSFA). Siendo los dos puntos anteriores preocupantes, más grave es el mantenimiento de los aberrantes juicios militares a civiles, cuya gama de delitos se ha ampliado (artículo 204). Al ritmo actual de represión no serán precisos ocho años ni más disposiciones transitorias para acallar toda disidencia y que el CSFA sojuzgue el país a placer.

La publicación del texto constitucional, tan esperada y ruidosa, ha coincidido con la promulgación de una nueva ley de manifestaciones que prohíbe toda reunión de más de 10 personas sin permiso del Ministerio del Interior. Esto incluye los mítines electorales, las asambleas de trabajadores “que entorpezcan la producción” y las reuniones no rituales en los lugares de culto. Como han destacado las asociaciones de derechos humanos, con una ley así la Revolución de Tahrir nunca habría tenido lugar. Y eso es justo lo que se persigue: acabar con la revolución. Desde primeros de diciembre la policía entra legalmente en las universidades, feudo de los Hermanos Musulmanes y escenario de continuas manifestaciones. Mohamed Reza, estudiante de Ingeniería de la Universidad de El Cairo, ha sido la primera víctima mortal de esta ley; el número de detenidos se desconoce. Pero lo más llamativo es la represión de las filas revolucionarias no islamistas. La detención de Alaa Abdel Fatah, quizá el rostro más conocido de la Revolución de Tahrir, y de Ahmed Maher, cofundador del Movimiento 6 de abril, ha dejado claro que el régimen está dispuesto a todo. En los muros de la prisión de alta seguridad de Tora, donde está confinado Maher, ha vuelto a leerse la pintada que los adornó antes de la presidencia de Morsi: “¡Abajo el régimen militar!”.

Por si fuera poco, la represión va acompañada de una peligrosa sisimanía. Los intelectuales no han tenido empacho en sumarse a ella. Una leyenda de la literatura egipcia como Sonallah Ibrahim, que en su día pagó con la cárcel su independencia, ha sucumbido. También autores actuales han cerrado filas con el nuevo caudillo. Así respondía el novelista Alaa al Aswani a la pregunta sobre una hipotética candidatura de Al Sisi a la presidencia, cosa que se comenta desde el golpe: “Al Sisi es un héroe nacional que ha salvado a Egipto de la barbarie de los hermanos” (Al Watan, 30/11/2013). El héroe nacional, recordémoslo, es el hombre de los test de virginidad a las manifestantes detenidas; de los 1.500 muertos de la plaza de Rabaa Al-Adawiya, la peor matanza de civiles de la historia moderna de Egipto; y de la persecución de los 300.000 refugiados sirios, un asunto del que se habla muy poco.

La nueva Constitución, tan semejante a sus predecesoras, no podrá hacer frente al cambio social que ha vivido Egipto. Ha nacido apoyándose en la represión y no augura su fin. La declaración, por parte del Gobierno golpista, de los Hermanos Musulmanes como organización terrorista es una sentencia a muerte para la democracia. Lo lógico sería que Egipto se siga considerando revolucionario y le aplique a Al Sisi el correctivo que le aplicó a Morsi por menos.

Luz Gómez García es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.

El Pais (Es) (España)

 



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