El clima de euforia que se difundió cuando especialistas europeos y norteamericanos vaticinaban que Brasil no tardaría en erigirse en una potencia económica importante ha hecho lugar a uno de desconcierto. Se prevé que este año el producto bruto brasileño crezca el 1,9%, menos que lo proyectado para algunos países desarrollados, y no hay motivos para creer que aumente mucho en los años siguientes. Es que todo hace pensar que Brasil, como la Argentina, ha caído en lo que los economistas llaman "la trampa del ingreso medio". Son muchos los países que, luego de disfrutar de un período de crecimiento macroeconómico rápido atribuible a la explotación de recursos naturales cuando los precios internacionales son altos y la incorporación de tecnologías perfeccionadas en el mundo desarrollado, resultan incapaces de saltar a una etapa superior para convertirse en naciones de ingresos elevados. Aunque algunos países, entre ellos Corea del Sur y Taiwán, sí lo han logrado, según el Banco Mundial el 90% de aquellos que hace medio siglo ya registraban ingresos medios no ha podido sustraerse de la trampa.

El triunfalismo brasileño se debió principalmente a la ilusión demográfica. Para un país de aproximadamente 200 millones de habitantes, generar un producto bruto equiparable con el de países de 60 millones, como el Reino Unido y Francia, no es demasiado difícil. Si bien les permitió a los brasileños ufanarse de tener la sexta o séptima economía mundial, significaba que el ingreso per cápita de su país apenas alcanzaba el tercio del europeo. Para reducir la brecha enorme así supuesta, los brasileños tendrían que emprender una serie de reformas profundas, pero por motivos políticos son reacios a intentarlo. Mientras que los industriales, representados por el célebre lobby paulista, se resisten a abandonar el proteccionismo por entender que no podrían competir en pie de igualdad con empresas de otras latitudes, los sindicatos están resueltos a frustrar cualquier iniciativa que a su juicio perjudicaría a los afiliados. Asimismo los políticos brasileños, como sus homólogos argentinos, hablan con fluidez conmovedora el lenguaje del progresismo pero en verdad son muy conservadores; están más interesados en defender "las conquistas" ya logradas que en arriesgarse proponiendo medidas que serían necesarias para mejorar la competitividad de su país.

En teoría, alcanzar a los líderes de la carrera económica internacional debería ser relativamente sencillo para Brasil y la Argentina, además de los "emergentes" de Asia oriental. No tendrían que inventar mucho. Pueden beneficiarse de la experiencia de los ya ricos, optando por aquellas estrategias, tanto económicas como científicas y pedagógicas, que resultaron exitosas, sin perder tiempo y energía repitiendo los errores. Sin embargo, parecería que tales ventajas no son suficientes como para garantizar el crecimiento sostenible equilibrado. Al entrar en la etapa del ingreso medio, casi todos los grupos dirigentes de los países que integran la categoría así denominada propenden a dormir sobre los laureles, felicitándose por lo ya logrado y confiando en que, gracias a una combinación de sus propios méritos con, en algunos casos, una abundancia de recursos naturales, pronto conseguirán ponerse a la altura de los más avanzados. Es lo que sucedió hace más de medio siglo en la Argentina y, tal y como están las cosas, podría ocurrir en Brasil y otros países latinoamericanos que, mientras duró el superciclo de los commodities, se anotaron tasas de crecimiento impresionantes. Para comenzar a salir de la trampa en la que han caído, les sería forzoso mejorar radicalmente la calidad no sólo de sus respectivos sistemas educativos sino también llevar a cabo reformas jurídicas drásticas y concentrarse en impulsar la productividad. Si no se animan a hacerlo, les aguardarán muchos años de frustraciones.