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06/02/2014 | Iconos morales, frente a frente

José Manuel Vidal

Tras el duro informe de la ONU que acusa a la Santa Sede de amparar a los religiosos pederastas, la primera reacción de los altos mandos eclesiásticos es justificarse, lo que no sólo le resta credibilidad sino también autoridad moral.

 

Duele tanto en el Vaticano la acusación de la ONU sobre las 'manzanas podridas del clero' que la primera reacción de los altos eclesiásticos católicos es justificarse. La Santa Sede tiene todavía abierta la herida de la "plaga de la pederastia" (Benedicto XVI 'dixit') y, cada vez, que alguien, desde fuera o desde dentro, intenta hurgar en ella, para curarlo o para infectarla todavía más, salta como un resorte y se enroca como una ostra. Y esa reacción instintivo-defensiva perjudica la recuperación de su credibilidad y de su autoridad moral.

La Iglesia católica se alimenta de la credibilidad social que irradia su mensaje y que tratan de vivir sus representantes. Como institución normativa, no sólo se rige por una doctrina y unas leyes especiales (su propio Derecho Canónico), sino que, además, dice a sus fieles y, por extensión, a la sociedad en general, cómo debe comportarse en temas ético-morales. Desde su peana de garante o de principal intérprete de la llamada ley natural. Una peana incuestionada hasta ahora y que, en la actualidad, la ONU quiere compartir.

La autoridad moral de la Iglesia se basa en su credibilidad. Si pierde ésta, acaba con aquélla. El 'tsunami' de los abusos dejó por los suelos a ambas. Tanto, que Benedicto XVI decidió convertirse primero en el «barrendero de Dios» y, después, en el chivo expiatorio de las inmundicias del clero. Para eso, puso en marcha un cambio radical de estrategia y mandó pasar del silencio y del encubrimiento a la "tolerancia cero".

Una revolución copernicana

Toda una revolución copernicana en la Iglesia que, algunos altos dignatarios no terminaron de ver con buenos ojos. Entre otras cosas, porque les obligaba a denunciar a los curas abusadores no solo ante los tribunales eclesiásticos, sino incluso ante los civiles. Y, como dijo el cardenal colombiano, Darío Castrillón, "nadie puede obligar a un padre a denunciar a su hijo".

Ante las resistencias internas frente a éste y otro temas de calado (reforma de la Curia y del Banco Vaticano), Benedicto XVI decidió presentar su renuncia. Porque no se sentía con las suficientes "fuerzas físicas ni espirituales" para terminar esa limpieza. Y, con el gesto histórico de su renuncia, puso en marcha el proceso de la metanoia o del cambio eclesial en profundidad. Fue la partera de la primavera de Francisco.

El Papa "del fin del mundo" llegó al solio pontificio con una misión clara y rotunda: reformar la Iglesia. Por eso, se puso Francisco, el santo del "repara mi Iglesia". Reformarla por dentro y por fuera. En pocos meses, ha conseguido dar un vuelco a la situación. La Iglesia que, con el VatiLeaks y los abusos había tocado fondo, ha vuelto a reconquistar su credibilidad. Y, por lo tanto, su autoridad moral.

Porque eso es, en el fondo, lo que está en juego: ¿Quién es el icono de la autoridad moral en el mundo globalizado del siglo XXI? Tanto la ONU como la Iglesia Católica aspiran a ese papel. Una desde el bando laico; otra, desde el religioso. Hasta ahora, siempre hubo una especie de coexistencia pacífica entre ambas instituciones. De hecho, la Iglesia católica tiene un representante ante las Naciones Unidas.

Una coexistencia pacífica que, en Roma, comienza a ponerse en entredicho. Creen en el Vaticano que el informe de Naciones Unidas sobre los abusos del clero es una carga de profundidad contra la Iglesia. Y no tanto por las denuncias del encubrimiento de los abusos (algo asumido en la propia Iglesia) cuanto por el cuestionamiento que hace de las leyes eclesiásticas y de sus principios doctrinales innegociables e, incluso, del secreto de confesión. Un pulso ante el que la Iglesia no cederá. Ni en los principios ni ante el intento de la ONU de quitarle el cetro de la autoridad moral mundial.

El Mundo (España)

 



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