La corrupción, como los brotes de nacionalismo, no es un asunto interno.
La Comisión
Europea acaba de declararse beligerante. Por ahora, sin medidas concretas. Sólo
con un estudio sobre prácticas corruptas en el seno de la UE y algunas
recomendaciones para atajar el problema. Hay un capítulo especial
dedicado a España, que figura en el informe por méritos propios con más de
cinco mil casos denunciados entre 1996 y 2009. Y un destacado tercer
puesto, detrás de Grecia e Italia, en la percepción de la ciudadanía sobre la
corrupción ambiental.
Como en
nuestro país ya vamos sobrados de memoria respecto a malas prácticas en la vida
pública, nos hemos consolado con el mal de muchos. Nunca hubiéramos sospechado
que en países como Holanda, Reino Unido, Alemania, Francia o Austria, más de la
mitad de sus respectivos ciudadanos también creen que viven rodeados de
corrupción. No es comparable a España, claro, donde lo creen 95 de cada 100
personas, pero si hacemos el recuento general topamos con esta inesperada
verdad matemática: tres de cada cuatro europeos creen estar viviendo en
medio de una corrupción generalizada. Y eso de alguna manera nos mete en el
partido a la hora de las comparaciones con Latinoamérica, que es donde llevan
la fama.
Hemos de
poner bajo sospecha la voluntad de combatir la corrupción por parte de
gobernantes y clase política en general¿Qué decir de nuestro país que no se haya dicho
ya? Que no es problema de leyes, sino de actitudes. Y que hemos de poner bajo
sospecha la voluntad de combatir la corrupción por parte de gobernantes y clase
política en general. Me refiero, como es lógico, a la parte no contaminada de
esos servidores de lo público, que es mayoritaria. Siempre reaccionan
igual. Por preservar la imagen de la institución, el partido, el sindicato,
la corporación, acaban arropando al corrupto, que normalmente no actúa solo,
sino con colaboradores necesarios del entorno.
El miedo al
escándalo bloquea el deber de colaboración con la Justicia o la natural
aversión del grupo a la manzana podrida. Lo vimos en el caso de UGT y
la Junta de Andalucía, al negar las evidencias hasta que se les vino encima
el tsunami judicial y mediático. Y lo hemos visto en el caso
Bárcenas, con las tácticas dilatorias del PP ante la petición de documentos
por parte del juez, destruyendo discos duros o acusando al adversario político
de haber urdido un montaje.
Hay otras
dos formas de consolarse con el mal de muchos. Una es que en España la
corrupción aumentó con la crisis económica, como se refleja en el informe de la
UE. Y otra es convencerse de que la corrupción en la vida pública ha disparado
la corrupción en la vida privada por aquello de que si el cura va a
peces, qué no harán los feligreses. Eso nos remite a la economía sumergida
y, como uno de sus efectos más nocivos, al fraude fiscal.
De esto no
se ocupa el informe de Bruselas, pero nos basta y sobra con el reciente estudio
de la Asociación de Técnicos de Hacienda, que puso sobre la mesa un dato
desalentador: el movimiento de dinero negro en España ha subido siete
puntos desde que comenzó la crisis. Alcanza ya el 24,6 % del PIB. Es un
volumen de economía sumergida calculado por los profesionales de la Hacienda
Pública en 253.000 millones de euros (al cierre de 2012). Imagínense ustedes la
potencia inversora del Estado, las rebajas de impuestos o el fin del problema
del déficit público, que supondría el afloramiento de tan sólo la mitad de ese
dinero.